– Que se cree usted eso -el párroco negaba con la cabeza-. En nuestro oficio hay papas de sobra. Lo que faltan son cojones.
Se había inclinado y pegaba un ojo al telescopio mientras hacía girar las ruedecillas correctoras. El tubo se desplazó lentamente hacia arriba y a la izquierda.
– Cuando observas el cielo -el padre Ferro hablaba sin apartarse de la lente-, las cosas giran despacio hasta ocupar un lugar distinto en el Universo… ¿Sabe que nuestra pequeña Tierra dista del Sol sólo 150 miserables millones de kilómetros, cuando Plutón dista 5.900? ¿Y que el Sol no es sino un minúsculo lunar comparado con la superficie de una estrella media como Arturo?… Por no hablar de los 36 millones de kilómetros de tamaño que tiene Aldebarán; o de Betelgeuse, que es diez veces mayor.
Hizo describir al telescopio un breve arco a la derecha, apartó el ojo de la lente y le indicó a Quart una estrella con el dedo.
– Mire: es Altair. A 300.000 kilómetros por segundo, su resplandor tarda dieciséis años en llegar hasta nosotros… ¿Quién le asegura que mientras tanto no ha estallado, y vemos la luz de una estrella que ya no existe?… A veces, cuando miro hacia Roma, tengo la sensación de que estoy mirando Altair. ¿Está seguro de que todo seguirá allí, intacto, a su regreso?…
Invitó a Quart a echar un vistazo, y éste se inclinó para aplicar un ojo a la lente. A medida que se alejaba del resplandor de la luna, entre estrella y estrella aparecían infinidad de puntos de luz, racimos de resplandores y nebulosas rojizas, azuladas y blancas, parpadeantes o inmóviles. Una de ellas fue alejándose y luego desapareció cegada por otra; una estrella fugaz, o tal vez un satélite artificial. Recurriendo a sus escasos conocimientos astronómicos, Quart buscó la Osa Mayor y ascendió desde la línea de Merak y Dubhe hacia arriba, cuatro veces la distancia, creía recordar. O tal vez cinco. La Estrella Polar estaba allí, grande y brillante, segura de sí misma.
– Esa es Polaris -el padre Ferro había seguido los movimientos del telescopio-: el extremo de la Osa Menor, que siempre señala la latitud cero de la Tierra. Pero tampoco eso es inmutable -señaló un lugar a la izquierda, invitando a Quart a mover la lente hacia allí-. Hace 5.000 años era aquella otra, el Dragón, la que adoraban los egipcios como custodia del norte… Su ciclo es de 25.800 años, del que sólo han transcurrido 3.000. Así que dentro de doscientos veintiocho siglos sustituirá de nuevo a la Polar – miraba hacia arriba, tamborileando con las uñas en el tubo de latón-… Me pregunto si para entonces quedará sobre la tierra alguien para apreciar el cambio.
– Da vértigo -dijo Quart, apartando el ojo de la lente.
Chasqueó el párroco la lengua, asintiendo. Parecía complacerse en el vértigo de Quart; como un cirujano experto viendo palidecer a los estudiantes en una autopsia.
– Tiene gracia, ¿verdad?… El Universo es una broma divertida. La misma Polaris que usted miraba hace un momento se encuentra a cuatrocientos setenta años luz. Eso significa que nos guiamos por el brillo que salió de una estrella a principios del siglo XVI, y ha tardado casi cinco siglos en llegar hasta nosotros -indicó otro lugar en la noche-. Y más allá, sin que pueda verse a simple vista, en la nebulosa del Ojo del Gato, capas concéntricas de gas, anillos y lóbulos gaseosos forman el fósil final de un astro que murió hace mil años: restos de planetas muertos girando en torno a una estrella muerta.
Se apartó del telescopio y anduvo hasta otro de los arcos de la torre, donde la claridad de la luna iluminaba mejor sus facciones. Se quedó allí, pequeño y seco en la sotana demasiado corta bajo la que asomaban sus grandes zapatos. Desde esa distancia le habló de nuevo a Quart:
– Dígame qué somos. Qué papel jugamos aquí, en todo ese escenario que se extiende sobre nuestras cabezas. Qué significan nuestras vidas miserables, nuestros afanes -alzó una mano un poco hacia arriba, sin mirar dónde señalaba-… ¿Qué le importan a esas luces su informe a Roma, la iglesia, el Santo Padre, usted o yo mismo?… ¿En qué lugar de esa bóveda celeste residen los sentimientos, la compasión, el cálculo de nuestras pobres vidas, la esperanza? -otra vez sonó la risa queda, áspera, intranquilizadora-… Aunque brillen supernovas y agonicen estrellas, mueran y nazcan planetas, todo seguirá girando, en apariencia inmutable, cuando nos hayamos ido.
Quart sintió de nuevo aquella solidaridad instintiva que en su mundo de clérigos hacía las veces de amistad. Guerreros exhaustos, cada uno en su casilla de ajedrez, aislados, lejos de reyes y príncipes. Librando el combate de su incertidumbre con las solas fuerzas y a su manera. Le hubiera gustado acercarse al pequeño y viejo párroco y ponerle una mano en el hombro; pero se contuvo. Las reglas también incluían la soledad de cada cual.
– En ese caso -dijo lentamente- no me gusta la astronomía. Linda con la desesperación.
El otro lo miró un instante en silencio. Parecía sorprendido.
– ¿Desesperación?… Todo lo contrario, padre Quart. Proporciona serenidad. Porque sólo es lo grave, lo valioso, lo trascendente, lo que nos duele perder… Nada resiste a la despiadada lucidez de sentirse una minúscula gotita de agua de mar, en el rojo atardecer del Universo -hizo una pausa y se volvió a mirar la espadaña de la iglesia entre los visillos agitados por la brisa-. Excepto, quizás, una mano amiga que nos inspire resignación y consuelo, antes de que nuestras estrellas se apaguen una a una y haga mucho frío, y todo esté consumado.
Después de aquello, el padre Ferro ya no dijo nada más. Quart alargó la mano hasta el interruptor de la lámpara. La encendió, y las estrellas desaparecieron.
Bajó al jardín con la chaqueta sobre el hombro, aspirando el olor de la noche. Ella aguardaba en un ángulo, con la claridad de la luna recortándole en sombra, sobre el rostro y los hombros, hojas de buganvillas y de naranjos.
– No quiero que usted se vaya -dijo-. Todavía.
Brillaban sus ojos, y los incisivos parecían muy blancos despuntando en la boca entreabierta, y el collar de marfil era un trazo pálido de lado a lado del cuello moreno en penumbra. Quart separó los labios para emitir un suspiro largo y apagado que pudo ser, también, un gemido infantil o una protesta. Hacía calor. Una persiana en la tarde filtraba finas líneas de sol sobre el cuerpo moreno de una mujer desnuda, y Carmen la cigarrera liaba hojas de tabaco en la cara interior del muslo, donde brillaban minúsculas gotas de sudor cerca de un sexo de hembra oscuro, rizado y húmedo. Hubo un soplo de brisa. Las hojas de los naranjos y las buganvillas se movieron sobre el rostro de Macarena Bruner, y la luna se deslizó por los hombros del sacerdote Lorenzo Quart como una cota de malla; una loriga que cayese a sus pies. Se irguió el templario y miró alrededor, cansado, escuchando el rumor de la caballería sarracena hacia la colina de Hattin, en cuyas laderas el sol blanqueaba los huesos de los caballeros francos. Y era el mar embravecido el que golpeaba en el espigón del faro, bajo el temporal, mientras los frágiles barquitos intentaban ganar abrigo. Y una mujer enlutada sostenía la mano de un niño por donde gotas de lluvia resbalaban igual que lágrimas. Y olía a sopa hirviendo en un puchero mientras un viejo párroco junto a una chimenea declinaba rosa, rosae. Y la sombra del chiquillo, perdido en un mundo que se orientaba por la luz de una estrella vieja de cinco siglos, se recortó en la delgada pared que lo mantenía a salvo del intenso frío reinante allá afuera. Y esa misma sombra fue acercándose a la otra que aguardaba bajo las buganvillas y los naranjos hasta respirar su aroma y su calidez, y su aliento. Pero un segundo antes de enlazar los dedos en aquel cabello para escapar durante una noche a la soledad -minúsculas gotas rojas en un inmenso atardecer-, la sombra, el niño, el hombre que miraba el cuerpo desnudo bajo las líneas de luz de la persiana, el templario desamparado y exhausto, se volvieron todos al mismo tiempo para mirar hacia arriba y atrás, en dirección a la ventana apenas iluminada en la torre del palomar. Allí donde un viejo sacerdote huraño, escéptico y valiente, descifraba el terrible secreto de un cielo desprovisto de sentimientos, en compañía del fantasma de una mujer que buscaba velas blancas en el horizonte.