– Quiero hablar con usted -dijo Quart-. Dejo Sevilla.
El padre Ferro no hizo ningún comentario. Seguía quieto mirando el cielo, recortado por un escorzo de luna en el arco de la ventana.
– Berenice -dijo por fin-. Puedo ver la cabellera de Berenice.
Quart anduvo hasta situarse a su lado. El telescopio quedaba entre ambos, apuntado al cielo.
– Esas trece estrellas -añadió el padre Ferro-. Al noroeste. Ella ofrendó los cabellos para lograr la victoria de sus ejércitos.
Quart no miraba el cielo, sino el perfil sombrío del párroco, vuelto hacia arriba. Como cumpliendo con retraso sus deseos, la torre iluminada de la Giralda se apagó de pronto, igual que si acabara de esfumarse en la noche. Un instante después, a medida que las retinas de Quart se adaptaron a la nueva situación, sus contornos oscuros empezaron a perfilarse otra vez bajo la luna.
– Y allá, más lejos -proseguía el padre Ferro-, casi en el cenit, están los Perros de Caza.
Pronunció el nombre con un desprecio infinito: intrusos invadiendo un territorio amado. Esta vez Quart sí miró hacia arriba y pudo distinguir, hacia el norte, una estrella grande y otra pequeña que parecían viajar juntas por el espacio.
– No le caen simpáticas -comentó.
– No. Detesto a los cazadores. Y más cuando cazan por cuenta de otros… En este caso, además, son los perros de la adulación. La estrella grande es Cor Caroli. Halley la bautizó así porque brilló con más intensidad el día del regreso de Carlos II a Londres.
– Entonces el perro no es culpable.
Sonó la risa chirriante, apagada, del párroco. Por fin se había vuelto a mirar a Quart de abajo arriba, por encima del hombro. La luna acentuaba la blancura de su pelo recortado a trasquilones; casi lo hacía parecer limpio.
– Lo encuentro muy suspicaz, padre Quart. Y la fama de suspicaz la tengo yo -se rió de nuevo, quedo-. Sólo hablaba de estrellas.
Metió una mano en un bolsillo de la sotana para sacar un cigarrillo de la abollada cajita de lata. Al inclinarse sobre la llama protegida en el hueco de la mano, el resplandor rojizo iluminó cicatrices y arrugas en su rostro devastado, los pelos blancos y negros de la barba mal afeitada y crecida de nuevo, las manchas grisáceas en el cuello, las mangas de la sotana.
– ¿Por qué se va? -apagado el fósforo, el cigarrillo era una brasa incandescente en el duro perfil-. ¿Ya descubrió a Vísperas?
– Vísperas es lo de menos, padre. Puede ser cualquiera de ustedes, o todos, o ninguno. Su identidad no cambia las cosas.
– Me gustaría saber qué va a contar en Roma.
Quart se lo dijo: las dos muertes habían sido lamentables accidentes, y su investigación coincidía con la versión policial; por otra parte, un veterano párroco libraba una guerra privada, y varios de sus feligreses lo apoyaban en ella. Una historia vieja desde San Pablo, así que no creía que nadie en la Curia se escandalizara por ello. De no mediar el pirata informático y el memorándum a Su Santidad, el asunto no debió salir nunca del ámbito del ordinario de Sevilla. Ése, en síntesis, era el panorama.
– ¿Y qué harán conmigo?
– Oh, nada especial, supongo. Como monseñor Corvo ha elevado ya un procedimiento disciplinario al que se unirá mi informe, imagino que a usted le buscarán una jubilación anticipada, discreta, algo antes de lo habitual… Quizás una capellanía de monjas, aunque lo más probable sea una residencia para sacerdotes de edad. Ya sabe: descanso.
La brasa del cigarrillo se movía en el perfil.
– ¿Y la iglesia?
Alargó Quart una mano hacia su chaqueta, que seguía sobre el alféizar. La desdobló y volvió a doblarla antes de colocarla otra vez en el mismo sitio.
– Eso queda fuera de mi competencia -dijo-. Pero tal como están las cosas, veo poco futuro. En Sevilla sobran iglesias y faltan curas. Además, Su Reverencia don Aquilino Corvo le tiene puesto el requiescat.
– ¿A la iglesia, o a mí?
– A ambos.
Chirrió la risa atravesada del párroco:
– Posee todas las respuestas, por lo que veo.
Quart lo meditó un poco.
– A decir verdad, me falta una -apuntó, al cabo-. Algo que figura en su expediente; pero no quisiera citarlo en mi informe sin conocer su versión… Usted tuvo un problema allá arriba, cuando era párroco en Aragón. Un tal Montegrifo. No sé si recuerda.
– Recuerdo perfectamente al señor Montegrifo.
– Dice que le compró un retablo de su parroquia.
El padre Ferro estuvo un rato callado. De soslayo, Quart vio que el perfil oscuro seguía vuelto hacia el cielo y la brasa del cigarrillo casi extinguida en la boca. Resbalándole sobre el hombro, la claridad de la luna iluminaba una de sus manos apoyada en el tubo de latón del telescopio.
– La iglesia era románica, pequeña -dijo el párroco después del largo silencio-. Vigas podridas y muros agrietados. Anidaban en ella los cuervos y las ratas… Era una parroquia muy pobre, tanto que a veces no tenía ni para comprar vino de misa. Y mis feligreses vivían repartidos en varios kilómetros a la redonda. Gente humilde, pastores y campesinos. Gente mayor, enferma, inculta, sin futuro. Y yo, cada día, durante la semana para mí solo y los domingos para ellos, decía misa ante un retablo amenazado por la humedad, las goteras, la carcoma… España estaba llena de lugares así, de obras de arte indefensas que eran robadas por traficantes, desaparecían al caerse el techo de la iglesia, o quedaban expuestas al fuego, a la lluvia, la miseria… Un día vino a visitarme un extranjero que ya había estado por allí: iba acompañado por otro individuo elegante, de buen aspecto, que se presentó como director de una casa de subastas de Madrid. Hicieron una oferta por el Cristo y el pequeño retablo del altar.
– Era un retablo valioso -apuntó Quart-. Del siglo XV.
Se impacientaba el párroco. La brasa del cigarrillo brilló con más intensidad:
– ¿Qué importa el siglo?… Pagaban por él. Sin ser una suma extraordinaria, era un nuevo techo para la iglesia y, lo más importante, ayuda para mis feligreses.
– ¿Así que lo vendió?
– Pues claro que lo vendí. Sin dudarlo un momento. Con eso reparé el tejado, obtuve medicamentos para los enfermos, palié los daños de las heladas y de las enfermedades del ganado… Ayudé a vivir y a morir a la gente.
Quart señaló la silueta oscura del campanario:
– Sin embargo, ahora defiende esta iglesia. Parece contradictorio.
– ¿Por qué?… A mí el valor artístico de Nuestra Señora de las Lágrimas me importa lo que a usted o al arzobispo. Eso se lo dejo a la hermana Marsala. Mis feligreses, por pocos que sean, valen más que una tabla pintada.
– Luego usted no cree… -empezó a decir Quart.
– ¿En qué?… ¿En los retablos del siglo XV? ¿En las iglesias barrocas? ¿En el Mecánico Supremo que aprieta allá arriba nuestras tuerquecitas una por una?…
La brasa del cigarrillo brilló por última vez antes de que el padre Ferro la dejase caer por la ventana.
– Qué importa -dijo. Movía el telescopio sin mirar por el objetivo, como si buscara algo en las estrellas-. Ellos sí creen.
– Ese retablo dejó una mancha en su expediente -apuntó Quart.
– Lo sé -el párroco seguía moviendo el telescopio-. Incluso tuve una desagradable entrevista con mi obispo… Si en Roma hicieran lo mismo, le repliqué, otro gallo cantaría. Pero aquí el único gallo que oímos cantar es el de San Pedro. Después todo son lágrimas y Quo Vadis Dómine y crucifíquenme cabeza abajo; pero mientras tanto nos quedamos afuera, negando nuestra conciencia mientras suenan las bofetadas en el Pretorio.
– Vaya. Tampoco San Pedro le cae simpático, por lo que veo. -Crujió de nuevo la risa queda del sacerdote:
– Tiene razón. Debió dejarse matar en Getsemaní, cuando sacó la espada para defender al Maestro.
Ahora fue Quart quien soltó una carcajada:
– Nos hubiéramos quedado sin el primer Papa, en ese caso.