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Guardó silencio un instante, mirando la Giralda iluminada a lo lejos, y luego se volvió al sacerdote.

– Hay un periodista -dijo-. Un tal Bonafé, el mismo que publicó la semana pasada ciertas fotos…

Se calló, esperando sin duda un comentario; pero Quart no dijo nada. Las fotografías del hotel Alfonso XIII eran lo de menos. Le preocupaba el nombre de Honorato Bonafé en boca de Macarena.

– Un tipo desagradable -prosiguió ella, al cabo de un momento-. Blando, sucio… De esos a quienes nunca darías la mano porque se adivina húmeda.

– Lo conozco -dijo por fin Quart.

Macarena le dirigió una ojeada suspicaz, preguntándose de qué podía él conocer a semejante individuo. Después inclinó la cabeza, y el cabello negro se interpuso entre ambos.

– Vino a verme esta mañana -prosiguió-. En realidad fue a abordarme en la puerta, pues no lo habría recibido aquí nunca. Lo mandé con viento fresco, pero antes de irse insinuó algo sobre la clínica… Ha estado haciendo preguntas.

Sangre de Dios. Quart torcía el gesto, imaginando la escena. Por un momento lamentó no haber sido más contundente con Bonafé cuando su última entrevista. La rata miserable. Deseó con toda el alma tropezárselo de nuevo a su regreso, en el vestíbulo del hotel, para borrar de su cara aquella sonrisa viscosa.

– Estoy un poco inquieta -confesó Macarena.

Lo dijo en un tono preocupado, inseguro, que tampoco le había oído nunca antes. Quart imaginaba sin esfuerzo el partido que Bonafé iba a sacar de la historia.

– Abortar -comentó- ya no es un problema en España.

– No. Pero ese hombre y su revista viven de escándalos.

Cruzaba los brazos, apretados. De pronto parecía tener frío.

– ¿Sabe cómo se hace un aborto, padre Quart?… -se había vuelto a estudiarlo, buscando la respuesta en su rostro para descartarla al fin con una mueca despectiva-. No, creo que no lo sabe. Quiero decir que no lo sabe de verdad. Toda aquella luz, y el techo blanco, y las piernas abiertas. Y las ganas de morirse. Y la infinita, fría, espantosa soledad… -se apartó bruscamente de la ventana-. Malditos sean todos los hombres del mundo, incluido usted. Maldito hasta el último de ellos.

Se detuvo en un suspiro muy hondo, expulsando aire igual que si le doliera en los pulmones. El contraste de luces y sombras en su rostro parecía envejecerla; o tal vez fuese aquel tono de voz lento, amargo, que la convertía en otra mujer más dura y más gastada.

– Yo me negaba a pensar -prosiguió, tras un momento-. A reflexionar sobre lo que había ocurrido. Vivía en un sueño extraño del que deseaba despertarme… Y un día, a los tres meses de mi regreso, entré en el cuarto de baño mientras Pencho se duchaba después de que hiciéramos el amor por primera vez. Estaba bajo el agua, enjabonándose, y yo me senté en el borde de la bañera a mirarlo. De pronto sonrió, y entonces lo vi como un perfecto desconocido… Alguien sin relación con el hombre que yo amaba, y por el que había perdido la posibilidad de tener hijos.

Se calló otra vez para exasperación de Quart, que habría preferido no saber, y sin embargo estaba pendiente de sus palabras. Por un momento pareció que había terminado; pero se acercó de nuevo a la ventana, una mano detenida en el alféizar a medio camino entre ella y el sacerdote, sobre la chaqueta doblada.

– Me sentí muy vacía y muy sola -prosiguió por fin-. Peor que en la clínica. Entonces hice una maleta y vine aquí… Pencho nunca lo entendió. Sigue sin entenderlo aún.

Quart respiró despacio cinco, seis veces. Ella parecía aguardar un comentario por su parte.

– Por eso le hace daño -dijo al fin. Ahora tampoco era una pregunta.

– ¿Daño?… Nadie puede hacerle daño a él. Su egoísmo y sus obsesiones están blindados. Pero sí puedo hacerle pagar un alto precio social: esta iglesia, su prestigio como financiero y su orgullo como hombre. Sevilla pasa muy fácilmente del aplauso a los silbidos… Hablo de mi Sevilla, ésa a cuyo reconocimiento aspira Pencho. Y pagará por ello.

– Su amiga Gris sostiene que usted aún lo ama.

– A veces ella habla demasiado -rió de nuevo, con idéntica amargura- Quizá el problema resida en que lo amo. O en lo contrario. De un modo u otro, eso no cambiaría nada.

– ¿Y yo?… ¿Por qué me cuenta todo esto?

La luna miraba a Quart. Dos discos blancos. Opaca.

– No lo sé. Ha dicho que se va, y de pronto eso me incomoda -estaba ahora tan cerca que cuando llegó otro soplo de brisa sus cabellos rozaron la cara de Quart-. Tal vez a su lado me siento menos sola; parece que encarne, a pesar de sí mismo, esa imagen atávica que siempre tuvo el sacerdote para buena parte de las mujeres: alguien fuerte y sabio en quien confiar, o a quien confiarse… Tal vez sean su traje negro y ese alzacuello, o quizá el hecho de que es, también, un hombre atractivo. Puede que su venida de Roma, y lo que representa, atraiga mi interés. Quizá yo sea su Vísperas. Puede que intente ganarlo para mi causa, o simplemente intente infligir una nueva y más retorcida ofensa al honor de Pencho… También podría tratarse de algunas o todas esas cosas a la vez. En lo que se ha convertido mi vida, el padre Ferro y usted son los extremos de un terreno tranquilizador: opuestos y complementarios.

– Por eso defiende esa iglesia -concluyó Quart-. La necesita tanto como los otros.

Ella había alzado los brazos, levantándose hasta la nuca el cabello recogido en las manos. Su cuello era una línea suave y oscura desde los lóbulos de las orejas hasta el nacimiento de los hombros.

– Quizá también usted la necesita más de lo que cree -abrió las manos y el cabello se derramó en una cascada negra, ocultándole cuello y hombros-… En cuanto a mí, no sé lo que necesito. Quizá esa iglesia, como dice. Tal vez un hombre apuesto y silencioso que me haga olvidar; o que me otorgue, al menos, el don de la indiferencia. Y otro, anciano y sabio, que me absuelva de buscar mi propio olvido. ¿Sabe una cosa?… Hace un par de siglos era una suerte ser católica. Eso lo solucionaba todo: bastaba sincerarse con un cura y esperar. Ahora ni siquiera ustedes los curas creen en sí mismos. Hay una película, Jennie… ¿Le gusta el cine?… En un momento del diálogo, Joseph Cotten, el pintor protagonista, le dice a Jennifer Jones: «Sin ti estoy perdido». Y ella responde: «No digas eso. No podemos estar perdidos los dos»… ¿Está usted tan perdido como parece, padre Quart?

Se volvió hacia ella dejando la chaqueta abandonada en la ventana, sin una respuesta en los labios. Y la luna se reía de él con su doble reflejo pálido. Y se preguntó cómo era posible que una boca de mujer sonriese burlona y tierna al mismo tiempo, tan desvergonzada y tan tímida, y tan cercana. Y en el momento en que iba a abrir la suya, dispuesto a decir algo que todavía ignoraba, un reloj cercano dio sobre los tejados once campanadas, y Quart se dijo que, sin duda, el Espíritu Santo acababa de finalizar su turno de guardia. Sangre de Dios. Alzó una mano en dirección al rostro de mujer -la mano herida- pero tuvo el dominio suficiente para detenerla a medio camino. Entonces, incapaz de establecer si era decepción o alivio lo que sentía, vio que don Príamo Ferro se hallaba en la puerta, y los miraba.

– Demasiada luna -comentó el padre Ferro. Estaba de pie junto al telescopio, observando el cielo-. No es buen momento para trabajar.

Macarena se había ido escaleras abajo, dejándolos solos en el palomar. Quart se inclinó a cerrar el baúl de Carlota antes de quedarse inmóvil, atento a la pequeña y reseca figura que le daba la espalda, tan oscura en su sotana negra.

– Apague la luz -dijo el párroco.

Obedeció Quart, y los lomos de los libros, y el baúl de Carlota, y el grabado de la Sevilla del XVII que había en la pared, se fundieron en negro. Ahora la silueta de la ventana parecía más compacta y vigorosa. La noche reforzaba en ella una cualidad singular, hecha de sombras.

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