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– Qué triste historia.

Ella mantenía abierto el álbum por una de las páginas, y se la enseñaba. Había allí pegada una antigua fotografía, una cartulina rectangular con la firma del estudio fotográfico en un ángulo. Mostraba a una joven vestida con ropas claras de verano, una sombrilla cerrada en la mano y un sombrero de ala muy ancha, con flores parecidas a las de tela y cera que había en el baúl. La impresión fotográfica estaba tan desvaída que todos los trazos eran amarillos, y buena parte de éstos borrados por el tiempo; pero podían apreciarse las manos finas que sostenían guantes y abanico, el cabello claro recogido en la nuca, el óvalo del rostro pálido, la sonrisa triste y la mirada ausente. No era bella, pero tenía un aspecto agradable; dulce y sereno. Quart le calculó poco más de veinte años.

– Quizá se hizo esta foto para él -aventuró Macarena.

Un soplo de brisa más fuerte movió los visillos, y Quart distinguió de nuevo la cercana espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas. Para templar su malestar se puso en pie, fue hasta uno de los arcos mozárabes, se quitó la chaqueta, doblándola sobre el alféizar, y estuvo mirando recortarse el tejado de la iglesia en la oscuridad. Era tanta su desolación como la que Manuel Xaloc hubo de sentir saliendo por última vez de la Casa del Postigo, camino de la iglesia para depositar allí las perlas del vestido de novia que Carlota Bruner no luciría jamás.

– Lo siento -murmuró a la noche, incapaz de precisar ante quién formulaba aquella disculpa. Ni siquiera sabía de qué disculparse, pero experimentaba la necesidad de hacerlo. Sentía el frío del arco de la cripta en las muñecas, el chisporroteo de las velas ardiendo durante la misa del padre Ferro, el olor a pasado estéril que emanaba del baúl abierto. Y un templario solitario en un páramo, apoyándose exhausto en su espada, veía pasar ante sus ojos, lentamente, el yate armado Manigua haciéndose a la mar aquel 3 de julio de 1898, con una silueta inmóvil en el puente de mando y, junto al pabellón, una bandera negra como la desesperanza.

Hubo un roce próximo. Macarena se le había acercado y miraba también la torre de Nuestra Señora de las Lágrimas.

– Ahora -dijo- ya sabe todo lo necesario.

Nunca hubo verdad como ésa. Quart sabía más de lo que deseaba saber, y Vísperas había cumplido su inútil objetivo. Pero nada de todo aquello podía traducirse en la prosa oficial del informe esperado por el IOE. Lo que monseñor Spada y Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz y Su Santidad el Papa deseaban conocer, la identidad del pirata informático y la posibilidad de un escándalo en torno a la pequeña parroquia sevillana, era cuanto importaba del asunto. El resto, las historias y las vidas cobijadas entre los muros de aquella iglesia, no contaban para nadie. La apasionada juventud del padre Óscar había dado en el clavo: Nuestra Señora de las Lágrimas estaba demasiado lejos de Roma. Sólo era, como el Manigua del capitán Xaloc, un pequeño buque navegando en zigzag, con la suerte sellada de antemano, frente a la impávida mole de acero de un acorazado desprovisto de alma.

Macarena había puesto una mano sobre su brazo, el mismo de la mano herida, y él lo mantuvo inmóvil, sin retirarlo, aunque ella tuvo que notar endurecerse los músculos bajo el contacto.

– Me voy de Sevilla -dijo Quart por fin, en voz baja.

Ella no dijo nada de inmediato. Al cabo de un momento, sintió que se volvía a mirarlo:

– ¿Cree que comprenderán en Roma?

– No lo sé. Pero que comprendan o no, carece de importancia -Quart hizo un gesto hacia el baúl, el campanario, la ciudad oscura a sus pies-. No son ellos quienes han estado aquí. Éste es sólo un punto minúsculo en un mapa, sobre el que un audaz intruso informático atrajo por un rato su atención. Mi informe será archivado a los pocos minutos de leerlo.

– Es injusto -protestó Macarena-. Se trata de un lugar especial.

– Se equivoca. El mundo está lleno de lugares así. Cada rincón, cada historia, tienen una Carlota esperando en una ventana, un viejo párroco testarudo, una iglesia que se cae a pedazos en alguna parte… Ustedes no son tan importantes como para quitarle el sueño al Papa.

– ¿Y a usted?

– Eso no tiene nada que ver. Yo dormía poco, antes.

– Ya veo -retiraba la mano apoyada en su brazo-. No le gusta sentirse implicado, ¿verdad?… Salvo que se trate de cumplir órdenes -se echó hacia atrás el cabello con violencia, colocándose de forma que él no tuvo más remedio que mirarle la cara-… ¿No va a preguntarme por qué dejé a mi marido?

– No. No voy a preguntárselo. Eso tampoco es imprescindible en mi informe.

Sonó la risa baja, desdeñosa, de la mujer.

– Me importa poco su informe. Usted vino aquí haciendo preguntas y ahora no puede decir que se va y elude el resto de las respuestas… Ha curioseado en las vidas de todo el mundo, así que puede completar la mía -sus ojos no se apartaban de Quart. La voz se le volvía absorta, grave; como si antes de modularse recorriera un largo trecho adentro-. Yo quería un hijo, ¿sabe?… Algo que atenuase la sensación de que no hay nada entre mis pies y el abismo… Yo quería un hijo y Pencho no -el tono cambió al sarcasmo-. Imagínese los argumentos: prematuro, mala época, momento crucial en nuestras vidas, necesidad de concentrar esfuerzos y energías, ya lo tendremos más adelante… No le hice caso y me quedé embarazada. ¿Por qué aparta el rostro, padre Quart?… ¿Se escandaliza?… Imagínese que está en el confesionario. A fin de cuentas, es su oficio.

Quart movía la cabeza, repentinamente seguro de sí. Aquello era justo lo único que le quedaba claro. Su oficio.

– Se equivoca de nuevo -repuso con suavidad-. No lo es. Ya dije en una ocasión que no quiero confesarla a usted.

– No puede evitarlo, padre -Quart percibió despecho e ironía en el tono de la mujer-. Considéreme un alma atribulada que su ministerio le impide rechazar -sobrevino un silencio-… Además, tampoco estoy pidiendo una absolución.

Encogió él los hombros, cual si aquello bastase para dejarlo al margen. Pero ella tenía los ojos llenos de reflejos de luz, y de luna, y de noche, y no pareció advertir el gesto.

– Me quedé embarazada -prosiguió, en el mismo tono de antes- y a Pencho le cayó el mundo encima. Demasiado pronto, demasiados problemas antes de tiempo, insistía. Presionó como nunca nadie en mi vida… Presionó para que me lo quitara.

Así que era eso. Las piezas rezagadas siguieron encajando lentamente en las reflexiones del sacerdote. Macarena se quedaba callada, y él no pudo evitar abrir la boca, a su pesar:

– Y lo hizo -dijo.

No era una pregunta. Se giró a mirarla, viéndola sonreír con una amargura que nunca le había visto antes.

– Lo hice -Santa Cruz seguía reflejándose en sus ojos, pálida a causa de la luna-. Soy católica y me resistí cuanto pude. Pero amaba realmente a mi marido. Contra la opinión de don Príamo, ingresé en una clínica y perdí el niño. Sólo que las cosas se complicaron: tuve una perforación del útero con hemorragia arterial, y hubo que practicarme una histerectomía de urgencia… ¿Sabe lo que significa eso? Que nunca podré ser madre otra vez -alzó los ojos y se inundaron de luna, borrándose todo rastro de lo demás-. Nunca.

– ¿Qué dijo el padre Ferro?

– Nada. Es anciano y ha visto demasiado. Sigue dándome la comunión cuando se la pido.

– ¿Lo sabe su madre?

– No.

– ¿Y su marido?

Ahora ella emitió una carcajada corta y seca.

– Tampoco -pasaba la mano por el alféizar, cerca del brazo de Quart, pero sin llegar a tocarlo esta vez-. Nadie lo sabe excepto el padre Ferro y Gris. Y ahora, usted.

Dudó un momento, como si fuera a añadir un nombre más. Pero Quart la miraba, sorprendido:

– ¿Aprobó la hermana Marsala su decisión de abortar?

– Al contrario. Aquello casi me cuesta su amistad. Pero cuando se complicaron las cosas en la clínica, ella acudió a mi lado… En cuanto a Pencho, no le permití acompañarme durante la intervención, y siempre creyó que el aborto fue normal. Regresé a casa, convaleciente, y para él todo parecía ir bien.

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