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Una luz piloto parpadeaba en el aparato de enlace con la línea telefónica, y Quart se interesó por aquello. Cruz Bruner miró un instante la lucecita y luego, al volverse hacia el sacerdote, todas las generaciones de duques del Nuevo Extremo que descansaban en su sangre se concitaron en ella:

– Es el fax -dijo, los ojos chispeantes. Y sus labios apergaminados se distendieron en una mueca que Quart nunca le había visto antes: despectiva y cruel-. Estoy transmitiendo el informe a todos los periódicos de Sevilla.

De pie a su lado, el rostro en penumbra. Macarena había retrocedido y miraba el vacío. Las lentas campanadas del reloj inglés sonaron abajo, entre los cuadros de barniz oscuro que montaban guardia secular en las sombras de la Casa del Postigo. Toda la vida posible en aquellas paredes muertas parecía refugiarse bajo la luz del flexo que iluminaba el teclado de ordenador y las manos huesudas de la anciana. Y Quart tuvo la certeza de que, en ese mismo instante, el fantasma de Carlota Bruner sonreía en la torre del jardín, y las velas blancas de una goleta se deslizaban río arriba, impulsadas por la brisa que cada noche subía del mar.

Cruz Bruner de Lebrija, duquesa del Nuevo Extremo, falleció a principios del invierno, cuando Lorenzo Quart llevaba cinco meses como tercer secretario en la Nunciatura Apostólica de Santa Fe de Bogotá. Se enteró por unas líneas en la edición internacional del diario ABC, acompañadas de una esquela con la larga relación nobiliaria de la fallecida y el ruego de su hija Macarena Bruner, heredera del título, de que se dijesen oraciones por su alma. Un par de semanas más tarde llegó un sobre con matasellos de Sevilla, que sólo contenía un pequeño recordatorio de difuntos orlado en negro, repitiendo más o menos el texto de la esquela. No lo acompañaba ninguna carta, pero sí la postal de Nuestra Señora de las Lágrimas dirigida por Carlota Bruner al capitán Xaloc, que una vez había encontrado Quart en la habitación de su hotel.

Con el tiempo, el azar le fue trayendo más detalles sobre los diversos finales de la historia. Una carta del padre Óscar Lobato, que había seguido un complicado itinerario desde un pueblecito de Almería hasta Roma, siendo reexpedida de allí a Bogotá, trajo -con algunas consideraciones de carácter general y un par de rectificaciones sobre el concepto que de Quart había tenido el joven vicario- la noticia de que Nuestra Señora de las Lágrimas continuaba abierta al culto y funcionando como parroquia. Respecto a Pencho Gavira, lo único que Quart supo de él fue una breve mención en las páginas económicas de la edición americana de El País, donde se daba cuenta de la jubilación de don Octavio Machuca al frente del Banco Cartujano de Sevilla, y el nombramiento de un desconocido como presidente del consejo de administración. La nota de prensa también daba cuenta de la dimisión de Pencho Gavira y su renuncia a todas sus facultades ejecutivas como vicepresidente y director general del banco.

En cuanto al padre Ferro, Quart fue recibiendo esporádicas noticias sobre su estancia en el hospital penitenciario, el juicio que lo declaró responsable de homicidio en grado involuntario, y su posterior confinamiento en una residencia vigilada de la diócesis sevillana destinada a sacerdotes ancianos. Allí seguía, en precario estado de salud, al final del invierno en que murió Vísperas; y según la cortés y breve carta que el director del centro remitió como respuesta a Quart cuando éste se interesó por el viejo párroco, era poco probable que viviese hasta la primavera. Pasaba los días en su habitación sin relacionarse con nadie; y por las noches, con buen tiempo, salía al jardín acompañado de un celador a sentarse en un banco para contemplar en silencio las estrellas.

Del resto de los personajes cuyas vidas se habían cruzado con la de Quart durante las dos semanas que pasó en Sevilla, nunca supo nada más. Se hundieron poco a poco en su memoria, uniéndose a los fantasmas de Carlota Bruner y el capitán Xaloc que a menudo lo acompañaban en sus largos paseos al atardecer por el barrio colonial del viejo Santa Fe. Desaparecieron todos menos uno, e incluso la de éste fue una visión fugaz, incierta, de la que nunca estuvo seguro por completo. Ocurrió mucho más tarde, cuando Quart, recién transferido a otra secretaría aún más oscura en Cartagena de Indias, hojeaba cierto periódico local con un informe sobre la insurrección campesina en el estado mejicano de Chiapas. El reportaje gráfico mostraba la vida en un pueblecito anónimo de la zona rural bajo control de la guerrilla, y en la escuela local un grupo de muchachos habían sido fotografiados junto a su maestra. La foto era confusa, y al observarla con una lente de aumento Quart no logró establecer gran cosa, excepto el parecido: la mujer llevaba pantalón tejano, tenía el pelo gris recogido en una corta trenza, y apoyaba las manos en los hombros de sus alumnos mirando a la cámara con ojos claros y fríos, desafiantes. Unos ojos idénticos a los que Honorato Bonafé había visto por última vez antes de caer fulminado por la ira de Dios.

La Navata, noviembre de 1995

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