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– No lo sé -dijo él, amistoso y sincero-. Sólo soy un cura de infantería, sin demasiadas respuestas -paseó la vista por la habitación, los modestos muebles y el ordenador, y al retornar a ella esbozó una sonrisa-. Quizá romper un espejo, y después comprarse otro -hizo una pausa-. Se necesita mucho coraje para eso.

Gris Marsala estuvo un rato sin responder nada. Después desdobló despacio el tapetito, colocándolo cuidadosamente sobre el brazo del sofá.

– Quizá -dijo al fin-. Pero el reflejo ya no es el mismo -había una desesperada ironía en sus ojos claros cuando de nuevo los alzó hasta Quart-. Pocas cosas hay tan trágicas en la vida como descubrir algo a destiempo.

Estaban esperándolo en Casa Cuesta, puntuales en torno a la mesa bajo el anuncio de vapores Sevilla-Sanlúcar-Mar, como una banda de facinerosos contritos en torno a una botella de La Ina.

– Sois un desastre -dijo Celestino Peregil-. Me estáis haciendo quedar fatal.

Don Ibrahim miraba la ceniza de su puro, a punto de desplomársele sobre el chaleco blanco. Tenía el ceño fruncido y se pasaba, molesto, un dedo por las cerdas del bigote chamuscado mientras Peregil les leía la cartilla. A su lado, el Potro del Mantelete mantenía los ojos fijos en la superficie de la mesa, en un lugar indeterminado que más o menos estaba entre su mano izquierda, aún vendada con gasa y pomada para las quemaduras, y el rodal húmedo de vino dejado por la copa que en ese momento se llevaba a la boca. La Niña Puñales era la única que parecía ajena a la vergüenza general, con sus ojos negros de copla ausentes, fijos en un cartel amarillento de la pared -Plaza de toros de Linares, 1947, Gitanillo de Triana, Manolete y Dominguín-, y las manos largas, morenas y descarnadas, de uñas tan rojas como sus labios y sus pendientes de coral, con las pulseras de plata en torno a las muñecas tintineando a cada viaje de ida y vuelta entre su copa y la botella. Ella sola se había bebido más de la mitad.

– En mala hora os encargué este negocio -añadió Peregil.

Estaba furioso, en baja forma, con el nudo de la corbata torcido y un tono grasiento en la piel y en la calva, deshecha la complicada arquitectura del pelo apelmazado con fijador desde la oreja izquierda. Menos de una hora antes, Pencho Gavira le había echado una bronca. Resultados, imbécil. Te pago para que me proporciones resultados, y llevas una semana mareando la perdiz. Seis millones te di para el asunto, y seguimos igual, y encima está ese periodista, el tal Bonafé, queriendo mojar la magdalena. Que por cierto, Peregil, cuando tengamos un rato vas a contarme qué tienes tú que ver con ese fulano, ¿verdad? Me lo vas a contar muy despacito, porque huelo que aquí hay gato encerrado. En cuanto a lo otro, tienes hasta el miércoles para solucionarme la papeleta. ¿Me oyes? Hasta el miércoles. Porque el jueves no quiero que en esa iglesia entre ni Dios. De lo contrario vas a cagar los seis kilos gramo por gramo. Subnormal. Que eres un subnormal.

– Las cosas de curas traen muy mal fario -apuntó don Ibrahim.

Peregil lo miró con dureza:

– El mal fario lo tenéis vosotros.

Inclinaba un poco la cabeza el Potro, del mismo modo que cuando era amonestado por el arbitro o aguantaba, estoico, broncas del público en plazas de polvo y sol.

– Lo de la gasolina -dijo la Niña Puñales – fue un aviso del Cielo. Las llamas del Purgatorio.

Seguía mirando, ausente, el último cartel de Manolete, y una mosca que había estado bebiendo en los rodales de vino de la mesa se paseaba por sus pulseras de plata. Don Ibrahim observó con ternura su perfil gitano, el maquillaje que se le cuarteaba en torno a las patas de gallo y sobre el carmín de la boca, y una vez más sintió la incómoda carga de la responsabilidad. El Potro levantó la cabeza para lanzarle una de esas miradas suyas de perro fiel. Sin duda había digerido ya el «tenéis mal fario» de Peregil, y aguardaba alguna señal para saber en qué plan iban a tomarse aquello. Don Ibrahim lo tranquilizó con una ojeada, que de nuevo paseó después por la ceniza de su cigarro antes de fijarla, llena de melancolía, en el sombrero panamá, colgado en el respaldo de la silla contigua junto al bastón que le había regalado María Félix. Y qué ocurre, se dijo tristemente clásico, cuando Ulises, de noche en la terrible lucidez del puente de su nave, oye romper arrecifes por la proa y siente, al mismo tiempo, fijos en él los ojos confiados de sus argonautas pelágicos. Atadme esa mosca por el rabo. De adivinar sus pensamientos, hasta el último argonauta saltaría por la borda. Y don Ibrahim, el primero.

– Un aviso del Cielo -admitió, dándole respaldo a la tesis de la Niña por respeto y a falta de otra cosa, mientras intentaba conferir a su semblante la adecuada gravedad homérica-. Al fin y al cabo no se puede luchar contra los elementos.

– Ozú.

Peregil resumió su parecer sobre los avisos celestiales con una blasfemia larga y barroca – relacionada con las hipotéticas bragas de la Virgen – que hizo levantar la cabeza, interesado, al camarero que fregaba vasos detrás del mostrador.

– ¿Eso -inquirió Peregil al recobrar aliento- quiere decir que os rajáis?

Don Ibrahim se puso en el pecho la mano del sello de oro falso, con dignidad ejemplar. Al hacerlo le cayó, por fin, la ceniza del habano sobre la barriga.

– Aquí no se raja nadie.

– Nadie -repitió el Potro como un eco, mirando ensimismado la lona del ring.

– Pues ya me contaréis vosotros -dijo Peregil-. El tiempo se acaba. En esa iglesia no puede haber misa el próximo jueves.

Alzó el ex falso letrado la mano:

– Descartado el continente -sugirió-, ocupémonos del contenido. Aunque por razones de conciencia hayamos decidido no atentar contra un recinto sagrado, no hay obstáculo, u óbice, para que nos ocupemos del elemento humano -le dio una chupada al cigarro, viendo alejarse el aro de humo habanero-. Me refiero al cura.

– ¿A cuál de los tres?

– Al párroco -don Ibrahim sonrió a medias, confidencial-. Según los informes obtenidos por la Niña en la vecindad y entre las feligresas, el vicario joven se marcha de viaje mañana martes, con lo que el titular de la parroquia queda solo ante el peligro -sus ojos enrojecidos y tristes, desprovistos de pestañas desde el episodio de la gasolina, se posaron en el sicario de Pencho Gavira-. ¿Me sigues, amigo Peregil?

– Te sigo -Peregil cambiaba de postura en la silla, interesado-. Pero no sé a dónde.

– Tú, o quien sea, no queréis que haya misa el jueves… ¿Correcto?

– Correcto.

– Pues si no hay cura, no hay misa.

– Claro. Pero el otro día me dijisteis que os daba escrúpulo de conciencia romperle una pierna al viejo. Y yo, dicho sea de paso, estoy de vuestra conciencia hasta los cojones.

– No hay que llegar tan lejos -el indiano miró alrededor y luego al Potro y a la Niña, antes de bajar el tono, cauto-. Imagínate que ese digno sacerdote, ese venerable ministro del Señor, desaparece dos o tres días sin menoscabo físico.

Un rayo de esperanza iluminaba la sonrisa del esbirro:

– ¿Podéis encargaros de eso?

– Claro -don Ibrahim le dio otra chupada al puro-. Algo limpio, sin complicaciones ni fracturas de por medio. Sólo te costará un poco más.

Peregil lo miró con desconfianza:

– ¿Cuánto más?

– Nada, poca cosa -don Ibrahim miró fugazmente a sus compadres y aventuró una cifra-: Kilo y medio por barba en concepto de alojamiento y dietas.

Cuatro millones y medio no eran nada a tales alturas, así que Peregil hizo un gesto para indicar que la cuestión carecía de importancia. En aquel momento estaba más tieso que la mojama; pero si resultaba, no era eso lo que iba a regatear Pencho Gavira.

– ¿Qué habéis pensado?

Miraba don Ibrahim por la ventana, hacia el estrecho arco blanco del callejón de la Inquisición, dudando si dar detalles. Sentía calor, mucho calor a pesar del vino fresco, y también el deseo de quedarse en mangas de camisa y respirar hondo. Cogió el abanico de la Niña y se dio aire. A saber cómo podía terminar aquello.

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