– ¿Culpable o inocente? -preguntó Gris Marsala, a espaldas de Quart.
– Inocente, de momento -repuso éste-. Por falta de pruebas.
La escuchó reír mientras se volvía hacia ella, sonriendo también. Al hacerlo vio reflejada su imagen en la pared opuesta, a espaldas de la mujer, sobre un antiguo y bello espejo enmarcado en madera muy oscura. Era el único objeto que desentonaba en la modesta vivienda, y a Quart le llamó la atención. Debía de ser un espejo muy caro.
La monja siguió la dirección de su mirada.
– ¿Le gusta? -preguntó.
– Mucho.
– Pasé varios meses comiendo mortadela y pan Bimbo para poder pagarlo -se miró un momento en el espejo y encogió los hombros. Después fue a la cocina y vino con dos vasos de agua fresca.
– ¿Qué tiene de especial? -preguntó Quart una vez hubo dejado el vaso vacío en la mesa.
– ¿El espejo?… -Gris Marsala dudó un instante-. Puede considerarlo una especie de revancha personal. Un símbolo. Es el único lujo que me he permitido desde que vivo en Sevilla -miró a Quart con malicia burlona-. Eso, y dejar que un hombre, aunque sea cura, entre en mi casa -ladeó la cabeza, echando cuentas respecto a sí misma-. No son muchas debilidades, ¿verdad?, para tres años.
– Pero no me ha saltado encima -dijo Quart-. Se autocontrola bien.
– Es que las monjas veteranas somos gente dura.
Suspiró con exagerada tristeza antes de unir su sonrisa a la del sacerdote. Aún sonreía cuando cogió los dos vasos y los llevó a la cocina. Se oyó correr el agua del grifo y regresó un momento después, secándose las manos en el polo, el aire pensativo. Miró el espejo, el saloncito, y por fin de nuevo a Quart.
– Desde que eres novicia te enseñan que en la celda de una religiosa los espejos son peligrosos -dijo-. Tu imagen, según la regla, debe reflejarse en el rosario y el devocionario. No posees nada tuyo: el vestido, la ropa interior, incluso las compresas higiénicas, debes recibirlas de manos de la comunidad. La salvación de tu alma no tolera individualismos ni decisiones personales.
Se quedó callada como si ya hubiese dicho cuanto quería decir, y dio unos pasos hacia la ventana, alzando un poco la estera de esparto. La claridad inundó la habitación, deslumhrando a Quart.
– He sido fiel a las reglas durante toda mi vida -añadió ella-. Y aquí en Sevilla lo soy también, a pesar de esta pequeña infracción del voto de pobreza -fue hasta el espejo y se miró largamente el rostro-. Tuve un problema. Usted lo conoce, pues Macarena me ha dicho que se lo contó. Un problema de enfermedad del espíritu, más que físico. Yo era directora de un colegio de universitarias, en Santa Bárbara. Jamás cambié una palabra con el obispo de mi diócesis que no fuese para cuestiones profesionales. Pero me enamoré de él, o creí estarlo, que es lo mismo… Y el día que me vi ante un espejo, maquillándome discretamente los ojos a mis cuarenta años porque él tenía anunciada una visita, comprendí lo que estaba ocurriendo -se miró la cicatriz de la muñeca antes de mostrársela a Quart a través del reflejo en la superficie de cristal-. No fue un intento de suicidio como sospecharon mis compañeras, sino un acceso de cólera. De desesperación. Y cuando salí del hospital y pedí consejo a mis superioras, todo lo que se les ocurrió fue recomendarme oraciones, disciplina y el ejemplo de nuestra hermana Santa Teresita de Lisieux.
Se quedó un poco callada, frotándose las muñecas como si intentara borrar la cicatriz.
– ¿Recuerda a Teresa de Lisieux, padre? -añadió mientras el sacerdote asentía en silencio-. A pesar de padecer tuberculosis y dormir en una celda helada, nunca pidió una manta para combatir el frío de la noche, sino que fue capaz de soportar humildemente los dolores de su enfermedad… ¡Y el buen Dios recompensó tanto sufrimiento llevándosela consigo a la edad de veinticuatro años!
Parecía reír muy quedo, entre dientes, entornando los ojos cual si observara algo muy lejos de allí, con todas aquellas pequeñas arrugas acusándose más en su cara. Había sido una mujer atractiva, pensó Quart. En cierto modo lo seguía siendo. Se preguntó cuántos religiosos, hombres o mujeres, hubieran tenido el valor de hacer lo que ella hizo.
Gris Marsala fue a sentarse en el sillón y Quart permaneció de pie, la chaqueta abierta y las manos en los bolsillos, apoyado en el mueble de los libros y la música, mirándola. Ella le dirigió una sonrisa extraordinariamente amarga:
– ¿Ha visitado alguna vez un cementerio de monjas, padre Quart?… Filas de pequeñas lápidas alineadas, todas iguales. Y grabado en ellas, el nombre de religión; no el de bautismo. Lo que fueron consiste exclusivamente en su pertenencia a una orden; lo demás no cuenta ante Dios. Imposible encontrar sepulturas que inspiren más tristeza. Es como esas necrópolis de guerra con miles de cruces que llevan la inscripción «desconocido». Provocan una insufrible sensación de soledad. Y también la pregunta millonaria: ¿De qué ha servido todo esto?
Jugueteaba con uno de los tapetitos de ganchillo puestos sobre los brazos del sofá, y de pronto parecía muy desamparada, lejos de aquel aplomo que reforzaba cada una de sus palabras y gestos. Quart contuvo el impulso de sentarse junto a ella; no se trataba de piedad, sino de oportunidad operativa. Quizá no tuviese mejor ocasión para iluminar los ángulos de sombra de Gris Marsala. Habló con mucho cuidado, pescador que no tensa demasiado el sedal para que el pez no se asuste y escape:
– Son las normas. Usted lo sabía cuando profesó.
Ella lo miró igual que si hubiera hablado en otro idioma.
– Cuando profesé desconocía el sentido de palabras como represión, intolerancia, o incomprensión -sacudió la cabeza-. Ésa es la norma real. Igual que en el 1984 de Orwell, con el ojo de la Gran Hermana sobre ti. Y cuanto más joven y atractiva eres, peor. Comadreos, grupitos, amigas preferidas, celos, envidias… Ya conoce el viejo dicho: se juntan sin conocerse, viven sin amarse, mueren sin llorarse… Si alguna vez dejo de creer en Dios, espero seguir creyendo en el Juicio Final. ¡Cómo me gustaría encontrar allí a algunas de mis compañeras y a todas mis superioras!
– ¿Por qué se hizo monja?
– Esto se parece cada vez más a una confesión general. No lo traje aquí para descargar mi conciencia… ¿Por qué se hizo cura?… ¿La vieja historia del padre opresivo y la madre excesivamente afectuosa?
Negó Quart con la cabeza, incómodo. No era ése el terreno al que pretendía llevar la conversación.
– Mi padre murió siendo yo muy niño -dijo.
– Ya. Otro caso de proyección edípica, que diría ese viejo cochino de Freud.
– No creo. También llegué a pensar en hacerme militar.
– Qué literario. El rojo y el negro -había puesto el tapetito sobre sus rodillas y lo doblaba cuidadosamente una y otra vez, con gesto distraído-. Mi padre era celoso, dominante. Y yo temía decepcionarlo. Si analiza a fondo ciertas vocaciones femeninas, sobre todo de chicas que fueron guapas, descubrirá con insospechada frecuencia una angustia de años bajo el acoso continuo de un padre: todos los hombres buscan lo mismo, etcétera. A muchas religiosas, como es mi caso, nos enseñaron desde niñas a tener cuidado con los hombres y a no perder el control frente a ellos… Le sorprendería saber cuántas fantasías sexuales de monjas giran en torno al tema de la bella y la bestia.
Se miraron largamente, sin necesitar palabras. Flotaba ahora entre los dos, percibió el sacerdote, la más grata sensación extraíble del oficio que ambos, de un modo u otro, desempeñaban. Aquella solidaridad singular y dolorosa que sólo era posible entre clérigos reconociéndose unos a otros en un mundo difícil. Una camaradería hecha de rituales, sobreentendidos, intuición, instinto de grupo y soledades paralelas, comprensibles. Soledades compartidas.
– ¿Qué puede hacer -añadió Gris Marsala- una monja que a los cuarenta años comprende que sigue siendo la misma niña dominada por su padre?… Una criatura que, por afán de no desagradarle, de no cometer ningún pecado, cargó con el pecado más grande: el de no haber vivido jamás una vida verdaderamente propia… ¿Hizo bien o fue una irresponsable y una estúpida cuando, con dieciocho años, renunció al amor terrenal que incluye palabras como confianza, entrega, o sexo? -observó a Quart cual si de veras esperase de éste una respuesta-. ¿Qué hacer cuando esas reflexiones vienen demasiado tarde?