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– Hábleme de Macarena.

Al escuchar el nombre, Gris Marsala miró a Quart con atención. Soportaba éste el escrutinio, impasible.

– Macarena -dijo por fin la monja- defiende su propia memoria: algunos recuerdos, el baúl de su tía abuela y las lecturas que la marcaron desde niña. Se debate en lo que ella misma, en sus momentos de humor, llama el efecto Buddenbroock: la conciencia de un mundo que se extingue, la tentación gatopardesca de aliarse con los advenedizos para sobrevivir. La desesperanza de la inteligencia.

– Cuénteme más cosas.

– No hay mucho más que contar. Todo está a la vista -Gris Marsala miró a través de la puerta abierta la plaza llena de sol-. Heredó un mundo que ya no existía, eso es todo. También ella es una huérfana que se aferra a los restos de su naufragio.

– ¿Y qué papel juego yo en todo esto?

Se sintió incómodo apenas la pregunta abandonó sus labios, pero ella no parecía darle demasiada importancia. Vio que movía los hombros bajo el polo manchado de yeso.

– No sé. Usted se ha convertido en el testigo -pareció reflexionar un poco más-. Todos están tan solos que necesitan a alguien que levante acta. Imagino que desean su comprensión, o más bien la de quienes lo enviaron aquí. Del mismo modo que Aguirre, en el fondo, anhelaba la de su rey.

– ¿También Macarena?

Esta vez Gris Marsala tardó un poco en responder. Miraba los rasguños en los nudillos de la mano de Quart.

– Usted le gusta-dijo al fin, con sencillez-. Como hombre, quiero decir. Y no me sorprende. No sé si es consciente, pero su presencia en Sevilla le da a todo un cariz especial. Imagino que ella intenta seducirlo, a su manera -sonrió quedamente, adoptando el aire de un chico malvado-. Y no me refiero al aspecto físico de la cuestión.

– ¿Le importa?

La monja le dirigió un vistazo de curiosidad desapasionada.

– ¿Por qué había de importarme?… No soy lesbiana, padre Quart. Se lo digo por si le preocupa la naturaleza de mi amistad con Macarena -soltó una corta carcajada, apoyándose con desenvoltura en la vieja puerta de roble. Seguía teniendo, pensó Quart una vez más, a pesar del pelo gris como su nombre y los cercos de edad en torno a los ojos, un cuerpo de muchacha delgada y ágil, subrayado por los téjanos ceñidos y aquellas silenciosas zapatillas blancas-. En cuanto a los varones en general y los sacerdotes atractivos en particular, tengo cuarenta y seis años y soy virgen por votos y voluntad propia.

Quart miró hacia la plaza por encima del hombro de la mujer, incómodo.

– ¿Qué le pasa a Macarena con su marido?

– Que ella lo ama -parecía un poco sorprendida, como si todo fuese tan evidente que sobraran las explicaciones. Después observó a Quart con atención, y en la boca se le dibujó una lenta sonrisa de ironía-. No ponga esa cara, padre. Salta a la vista que usted frecuenta poco el confesionario. No sabe nada de las mujeres.

Quart salió al exterior y el sol fue a caer sobre los hombros de su chaqueta negra como una manta de plomo. Gris Marsala lo siguió mientras sorteaba un montón de arena y gravilla y se detenía ante la hormigonera. El sacerdote miró la espadaña de la iglesia, entre los andamios de tablones y tubos atornillados, y al hacerlo su vista se detuvo en la Virgen decapitada sobre la puerta.

– Me gustaría visitar su casa, hermana Marsala.

El sonido de los pasos de la monja se detuvo sobre la gravilla.

– Me sorprende usted.

– No lo creo.

Hubo un silencio. Cuando Quart se giró hacia ella vio que lo observaba, entre molesta y divertida.

– Detesto eso de hermana Marsala. ¿O quizá sólo es una forma de darle tono oficial a la solicitud?… -ahora enarcaba las cejas, irónica-. Al fin y al cabo está proponiendo visitar la casa donde vive una monja sola. ¿No le preocupa el qué dirán? Monseñor Corvo, por ejemplo. O sus jefes en Roma… -se dio una exagerada palmada en la cadera, burlona, cual si acabara de caer en la cuenta-. Aunque, por supuesto, es usted quien informa a sus jefes de Roma.

Quart dudó un segundo entre fruncir el ceño o echarse a reír. Se echó a reír.

– Sólo es una sugerencia -dijo-. Una idea. Estoy reuniendo piezas de un rompecabezas -miró a su alrededor, otra vez la espadaña entre los andamios, la imagen mutilada, de nuevo a ella-. Ver cómo vive me ayudaría.

Ahora se enfrentaba directamente a sus ojos. Era sincero, y Gris Marsala se daba cuenta.

– Ya entiendo. Busca pistas del crimen, ¿verdad?

– Eso es.

– Ordenadores conectados con Roma y cosas así.

– Exacto.

– Y si me niego, ¿entrará de todos modos, igual que hizo en casa de don Príamo?

– ¿Cómo sabe eso?

– El padre Óscar me lo dijo.

Demasiada información circulando, pensó Quart, irritado. Se lo contaban todo unos a otros en aquel extraño club, y el único que obtenía las cosas con sacacorchos era él. Sintió un gran cansancio con el sol despiadado en la cabeza y los hombros; la tentación de soltarse el alzacuello o quitarse la chaqueta. Pero siguió inmóvil, una mano en el bolsillo, aguardando.

Gris Marsala se movía lentamente en torno a la hormigonera, con una mano en el borde. Miraba dentro igual que si esperase encontrar algo olvidado. También sonreía, reflexiva.

– ¿Por qué no? -dijo por fin-. Nunca ha ido un hombre a mi casa en estos tres años. No estará mal comprobar cómo se siente una -deslizó sobre Quart una larga ojeada valorativa e hizo una mueca-. Espero no arrojarme sobre usted apenas cierre la puerta… ¿Se defendería como Santa María Goretti, o está dispuesto a concederme alguna posibilidad? -con el dedo índice hizo un curioso gesto, un movimiento circular en torno a las patas de gallo que tenía alrededor de los ojos, y luego deslizó el dedo a lo largo de su nariz hasta la boca-. Aunque mucho me temo que a mi edad ya no soy una prueba para el celibato de nadie… Es duro, ¿sabe?, para cualquier mujer, darse cuenta de que ha perdido su atractivo para siempre -otra vez se endureció la expresión en los ojos claros, cuyas pupilas parecían desaparecer, contraídas por la luz cegadora de la plaza-. Sobre todo para una monja.

– Póngase cómodo -dijo Gris Marsala.

Era una ironía evidente. Las comodidades resultaban mínimas en el pequeño saloncito de la casa; un segundo piso cuyo estrecho balcón, adornado con macetas y protegido del calor y la luz por una estera de esparto, daba a la calle San José, en las proximidades de la Puerta de la Carne. Habían tardado sólo diez minutos en ir desde Nuestra Señora de las Lágrimas por calles que el sol convertía en hornos revocados de cal, con aquella claridad hiriente que penetraba hasta los más insospechados rincones. Sevilla era, sobre todo, luz. Paredes blancas y luz en todos sus matices, concluyó Quart, que había caminado junto a Gris Marsala en una especie de zigzag, buscando la sombra de los aleros y las esquinas como cuando en Sarajevo monseñor Pavelic y él se movían de resguardo en resguardo, a causa de los francotiradores.

Se detuvo en el centro de la habitación mientras guardaba las gafas de sol en el bolsillo interior de su chaqueta, y miró alrededor. Todo estaba inmaculadamente limpio y ordenado. Había un sofá tapizado en tela con tapetes de ganchillo en los brazos y el respaldo, un televisor, un pequeño mueble con libros y cintas musicales, una mesa de trabajo con lápices y bolígrafos dentro de jarras de cerámica, papeles y carpetas. Y un ordenador personal. Sintiendo los ojos de Gris Marsala, Quart fue hasta el PC: un 486 con impresora. Suficiente para Vísperas, aunque sin modem de conexión a la línea telefónica que estaba al otro extremo del cuarto. El teléfono, además, era de clavija antigua, directamente encastrada en la pared, incompatible con el ordenador.

Se acercó a mirar las cintas y los libros. En lo musical predominaba el barroco; pero encontró mucho flamenco clásico y moderno, con todo Camarón completo. Los libros eran tratados de arte y restauración, con manuales técnicos o estudios sobre Sevilla. Dos de ellos, Arquitectura barroca sevillana de Sancho Corbacho y la Guía artística de Sevilla y su provincia, estaban llenos de hojitas autoadhesivas con anotaciones, marcando páginas. El único libro religioso era una Biblia de Jerusalén en piel, de lomera muy gastada. En la pared, protegida por un cristal, había una lámina con la reproducción de un cuadro. Le echó un vistazo al pie impreso: La partida de ajedrez, de Pieter Van Huys.

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