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Macarena se volvió a Quart, que tenía plato y taza en las manos y removía el café con la cucharilla:

– La duquesa cree que en California los hacendados todavía visten traje charro y botones de plata, fray Junípero predica en las iglesias, y el Zorro cabalga por allí batiéndose a sable por los pobres.

– ¿Y no es así? -preguntó Quart, divertido.

Cruz Bruner hizo un vigoroso gesto afirmativo.

– Así debería ser -dijo, y luego miró a su hija como si el comentario del sacerdote fuera decisivo-. A fin de cuentas, tu architatarabuelo Fernando fue gobernador de California antes de que nos quitaran aquello.

Lo dijo con el aplomo de su sangre y la de los graves caballeros apostados en los lienzos del corredor; parecía que California se la hubieran arrebatado directamente a ella o a su familia. Resultaba singular la mezcla de familiaridad y tolerancia cortés, algo altiva, con que Cruz Bruner se dirigía a sus semejantes, con toda aquella larga memoria desfilando en silencio por sus ojos enrojecidos, lúcidos y tristes, en los que de pronto asomaba la sonrisa como el estallido de un cristal roto. Quart observó las manos y el rostro llenos de arrugas, moteados por manchas pardas; la piel seca y la débil línea de carmín rosa pálido que trazaba el contorno imaginario de unos labios marchitos. El cabello blanco con reflejos azulados, el collar de pequeñas perlas en torno al cuello, el abanico de Romero de Torres. Ya apenas quedaban mujeres como ésa. Conocía a algunas supervivientes -damas solitarias que paseaban su tiempo perdido y sus nostalgias en pueblecitos de la Costa Azul, matronas de la antigua nobleza negra italiana, secas reliquias centroeuropeas con sonoros apellidos austrohúngaros, piadosas señoras españolas-, y sabía que del molde original quedaban muy pocas, y Cruz Bruner era de las últimas. Los hijos e hijas eran balas perdidas, sin oficio ni beneficio, pasto de prensa amarilla, cuando no trabajaban de nueve a seis en un despacho o un banco, regentaban bodegas, tiendas o discotecas de moda, y le hacían el juego a los financieros y a los políticos de quienes dependía su sustento. Estudiaban en Norteamérica, viajaban a Nueva York antes que a París o Venecia, no sabían hablar francés, y se casaban con gente divorciada, modelos de alta costura o advenedizos cuya única memoria eran los dígitos de una cuenta corriente recién estrenada con la especulación y los golpes de fortuna. Ella misma lo había dicho durante la cena, con una sonrisa y un relámpago de humor inteligente, burlón. Como las ballenas y las focas, yo también pertenezco a una especie amenazada: la aristocracia.

– Ciertos mundos no terminan con terremotos, ni estrépitos formidables -la septuagenaria miraba a Quart con aire de duda, preguntándose si era capaz de comprender sus palabras-. Se limitan a extinguirse en silencio, con un discreto ay.

Acomodó el almohadón en su espalda antes de quedarse callada unos instantes, escuchando. Cantaban los grillos en el jardín junto a la tapia del convento vecino, y un leve resplandor en el cielo anunciaba la salida de la luna.

– En silencio -repitió.

Quart miró a Macarena. Tenía la luz de los faroles de la galería a la espalda, y la mitad del rostro en penumbra bajo el pelo que le había resbalado desde un hombro. Cruzaba las piernas bajo el largo vestido de algodón oscuro, con las sandalias mostrando sus pies desnudos. El marfil del collar le resplandecía suavemente en el cuello.

– No es el caso de Nuestra Señora de las Lágrimas -aventuró Quart-. Su decadencia sí hace ruido.

Macarena no dijo nada. Fue su madre quien movió un poco la cabeza:

– No todos los mundos se resignan a desaparecer -susurró. El comentario sonaba como un suspiro.

– Usted no tiene nietos -dijo Quart.

Procuró decirlo en tono neutro, casual. Que no pudiera considerarse una provocación o una impertinencia, aunque algo tuviese de ambas cosas a la vez. Pero Macarena siguió impasible, y fue Cruz Bruner quien habló, al tiempo que miraba a su hija:

– Tiene razón. No los tengo.

Hubo un silencio que él sostuvo con la esperanza de no haber errado el tiro. Ahora Macarena había adelantado el rostro, lo suficiente para que el trozo de luna que despuntaba sobre el alero iluminase una mirada hostil fija en Quart:

– Ese no es asunto suyo -dijo al fin, en voz muy baja.

– Puede que tampoco lo sea mío -concedió la duquesa, acudiendo en ayuda de su invitado-. Pero es una lástima.

– ¿Por qué ha de ser una lástima? -el tono de Macarena fue cortante como un cuchillo; le hablaba a su madre pero seguía mirando al sacerdote-. A veces es mejor no dejar nada atrás -hizo un gesto violento, exasperado, para apartar el cabello-. Son afortunados esos soldados que van a las guerras con todo cuanto tienen: su caballo y su sable, o su fusil. Sin nadie por quien preocuparse y sufrir.

– Como algunos sacerdotes -concluyó Quart, que tampoco quitaba los ojos de ella.

– Tal vez -Macarena reía ahora sin ganas; muy lejos de su habitual risa franca, de muchacho-. Debe de ser maravilloso sentirse tan irresponsable y tan egoísta. Elegir la causa que uno ame o le convenga, como hace Gris. O como usted. No la que se hereda o le imponen a una.

Con las últimas palabras quedó un rastro de amargura. Cruz Bruner entrelazaba los dedos en torno al abanico:

– Nadie te forzó a ocuparte de esa iglesia, hija mía. Ni a convertirla en cuestión personal.

– Por favor. Sabes mejor que nadie que hay obligaciones que no eliges, pero que recaen sobre ti. Baúles que no se abren impunemente… Hay vidas gobernadas por fantasmas.

La duquesa hizo sonar el abanico con un chasquido.

– Ya la oye, padre. ¿Quién dijo que las heroínas románticas habían desaparecido?… -se dio un poco de aire antes de cerrar las varillas pensando en otra cosa. Miraba, abstraída, los rasguños en los nudillos del sacerdote-. Pero los fantasmas sólo duelen con la juventud. El tiempo los multiplica, es cierto; aunque también suaviza sus efectos: el dolor se vuelve melancolía. Todos mis fantasmas nadan en una balsa de aceite -deslizó una lenta mirada alrededor, a los arcos mudéjares del patio, la fuente de azulejos y la luna que ascendía en el rectángulo de cielo negro azulado-. Ni siquiera esto duele ya -miró a su hija-. Sólo tú, quizás. Un poco.

Ladeó la cabeza la anciana, con gesto idéntico al de Macarena, y de pronto Quart descubrió en su rostro los rasgos familiares de la hija. Fue una visión rápida que lo hizo asomarse por un extraño momento al futuro, treinta o cuarenta años más tarde, de la hermosa mujer que estaba a su lado, mirándolo callada mientras escuchaba a su madre. Todo llega, se dijo Quart. Y todo acaba.

– Por un tiempo confié en el matrimonio de mi hija -seguía diciendo Cruz Bruner-. Eso me consolaba al pensar que tarde o temprano terminaré por dejarla sola. Octavio Machuca y yo coincidimos en que Pencho era ideal: listo, buena planta, un futuro por delante… Se veía muy enamorado de Macarena, y estoy segura de que aún lo está, a pesar de cuanto ha ocurrido -se fruncieron los labios inexistentes de la duquesa-. Pero de la noche a la mañana, todo empezó a cambiar -le dirigió una fugaz mirada a su hija-. La niña abandonó su casa y volvió conmigo.

El tono de la anciana había virado al reproche, pero Macarena continuaba impasible. Quart bebió un último sorbo de su taza y la puso encima de la mesa. Tenía la continua sensación de rozar certezas, sin conseguirlo.

– No me atrevo -aventuró- a preguntar por qué.

– No se atreve -Cruz Bruner se abanicaba, mirándolo con ironía-. Tampoco yo me atrevo. En otro momento habría calificado todo esto como una desgracia; pero ya no sé qué es mejor… Soy la penúltima de mi estirpe, con casi tres cuartos de siglo propio a cuestas y una galería de retratos de antepasados que ya nadie teme, respeta o recuerda.

La luna fue a enmarcarse en mitad del rectángulo de cielo. Cruz Bruner hizo apagar todos los faroles. La luz se volvió azul y plata, con los blancos del patio -dibujos en azulejos, sillas, tonos pálidos en el mosaico del suelo- destacando en la penumbra igual que si fuese de día.

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