– Es parecido a cruzar una línea -prosiguió la duquesa, y Quart supo que continuaba la conversación interrumpida-. Y visto desde allí el mundo sea diferente.
– ¿Y qué hay allí?
La anciana lo miró con fingida sorpresa:
– En boca de un sacerdote es una pregunta inquietante… Las mujeres de mi generación creímos siempre que ustedes tenían respuestas para todo. Cuando a mi viejo confesor, ya fallecido, le pedía consejo respecto a las calaveradas de mi marido, siempre me aconsejaba resignación, oraciones, y ofrecer mis angustias a Jesucristo. Según él, la vida privada de Rafael iba por una parte, y mi salvación por otra. No tenían nada que ver.
Miraba alternativamente a su hija y a Quart, y éste se preguntó qué consejos conyugales eran los que don Príamo Ferro le había dado a Macarena.
– A este lado de la línea -prosiguió Cruz Bruner, retomando el hilo- hay cierta curiosidad desapasionada. Una ternura tolerante hacia quienes llegarán hasta aquí tarde o temprano, y no lo saben.
– ¿Como su hija?
La anciana lo pensó un momento:
– Por ejemplo -dijo por fin, y estudió a Quart, interesada-. O como usted mismo. No siempre será un sacerdote apuesto que atraiga a sus feligresas.
Quart ignoró la alusión. Seguía rozando certezas, sin éxito:
– ¿Y qué tiene que ver todo eso con el padre Ferro?… ¿Cuál es su visión desde el otro lado?
La anciana hizo un gesto de ignorancia. Empezaba a aburrirle aquella conversación.
– Tendría que preguntárselo a él. Me parece que don Príamo no es tierno, ni tolerante. Pero es un sacerdote honrado, y yo creo en los sacerdotes. Creo en la Iglesia católica, apostólica y romana, y espero salvar mi alma en la vida eterna -se tocó la barbilla con el abanico cerrado-… Creo hasta en los sacerdotes como usted, que no dicen misa ni cosas así; incluso en esos que llevan pantalón vaquero y zapatillas de tenis, como el padre Óscar… En ese mundo desaparecido del que procedo, un sacerdote significaba algo. Por otra parte -miró a su hija-. Macarena quiere mucho a don Príamo, y yo también creo en Macarena. Me gusta verla librar sus batallas personales, aunque a veces no la entienda. Batallas imposibles cuando yo tenía su edad.
Reflexionaba Quart sobre la integridad del párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas. Era la segunda vez que oía proclamar aquella honradez en los dos últimos días; pero eso estaba en contradicción con el informe sobre Cillas de Ansó. Miró el reloj:
– ¿El padre Ferro está ahora en el observatorio?
– Es demasiado pronto -respondió Cruz Bruner-. Suele subir un poco más tarde, hacia las once… ¿Le gustaría esperarlo?
– Sí. Hay un par de cosas que debo comentar con él.
– Excelente. Así gozaremos más tiempo de su compañía -volvían a cantar los grillos, y la vieja dama escuchaba atenta, vuelta a medias hacia el jardín-… ¿Sabe ya quién le mandó nuestra postal?
Sólo tornó a mirarlo después de hecha la pregunta; Quart había metido la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y puesto sobre la mesa la tarjeta nunca recibida por el capitán Xaloc.
– No tengo la menor idea -se sentía observado por Macarena-. Pero al menos ahora sé quién era cada cual, y lo que significa.
– ¿De verdad lo sabe? -Cruz Bruner plegaba y desplegaba el abanico, y por fin tocó con su extremo el rectángulo de cartulina que destacaba sobre la mesa-… En ese caso, mientras espera a don Príamo, quizá sea un buen momento para devolver la postal al baúl de Carlota.
Quart miró a las dos mujeres, indeciso. Macarena se había levantado y aguardaba, inmóvil, con la postal en la mano y la luna recortándole en un trazo pálido la silueta del cabello y los hombros. Se puso en pie y la siguió a través del patio y del jardín.
Cuando subieron al palomar, unas nubes rozaban la parte inferior de la luna; y aquella claridad velada confería una apariencia irreal a la ciudad bajo sus pies. Los tejados de Santa Cruz se escalonaban a la manera de un antiguo decorado de teatro, en planos de sombras rotos a intervalos por la luz de una ventana, un farol distante en un trozo de calleja estrecha entre dos aleros, una terraza donde la ropa tendida colgaba como sudarios en la noche. La Giralda se alzaba iluminada al fondo igual que si la hubieran pintado sobre un telón oscuro, y la espadaña de Nuestra Señora de las Lágrimas parecía muy próxima, casi al alcance de la mano, al otro lado de los largos visillos blancos que se movían lentamente, agitados por el aire.
– No es brisa del río, sino del mar -dijo Macarena-. Sube de noche, desde Sanlúcar.
Después introdujo los dedos a la izquierda de su escote, y sacando el mechero del tirante del sujetador encendió un cigarrillo. El humo se fue por los arcos de la habitación, entre el enjambre de insectos nocturnos que revoloteaba en torno a la lámpara encendida, en el espacio de luz que ésta proyectaba junto al baúl abierto.
– Es cuanto queda de Carlota Bruner -dijo.
En el baúl había cajas lacadas, cuentas de azabache, una figurita de porcelana, abanicos rotos, una mantilla blonda muy vieja y raída, agujones de sombrero, ballenas de corsé, un bolso de finos eslabones de plata, unos gemelos de ópera guarnecidos de nácar, las ajadas flores de tela, papel y cera de un sombrero, libros de fotos y postales, viejas revistas ilustradas, estuches de piel y cartón, unos insólitos guantes rojos y largos de gamuza, ajados libros de poesía y cuadernos escolares, bolillos de madera para encaje, una trenza de pelo castaño muy claro de casi tres palmos de longitud, un catálogo de la Exposición Universal de París, un trozo de coral, una góndola en miniatura, un vetusto folleto turístico de las ruinas de Cartago, una peineta de carey, un pisapapeles de cristal con un caballito de mar en su interior, varias monedas antiguas, romanas, y otras de plata con la efigie de Isabel II y Alfonso XII. En cuanto al paquete de cartas, era grueso y estaba sujeto con una cinta. Calculó Quart medio centenar: casi las dos terceras partes eran sobres que contenían cuartillas plegadas en tres dobleces, y el resto tarjetas postales. La tinta había palidecido en el papel amarillento y quebradizo, virando del negro o el azul a un sepia diluido que a veces se tornaba ilegible. Ninguna llevaba matasellos y todas estaban escritas con la letra inclinada, fina e inglesa, de Carlota. Dirigidas al capitán don Manuel Xaloc, puerto de La Habana, Cuba.
– ¿No hay ninguna de él?
– No -arrodillada ante el baúl, Macarena cogió varias cartas y estuvo revisándolas con el cigarrillo humeante entre los dedos-. Mi bisabuelo las quemaba a medida que se las iban entregando en Correos. Es una pena. Sabemos lo que ella escribía, pero no lo que le contaba él.
Sentado en uno de los viejos sillones, con los estantes llenos de libros a su espalda, Quart echó un vistazo a las postales. Todas eran estampas populares de Sevilla como la que él había recibido: el puente de Triana, el puerto con la Torre del Oro y una goleta amarrada frente a ella, un cartel de la Feria, la reproducción de un cuadro de la Catedral. Te espero, te esperaré siempre, con todo mi amor, siempre tuya, aguardo noticias, te ama Carlota. Extrajo una carta de su sobre. La fecha del encabezamiento era 11 de abril de 1896:
Querido Manuel:
No me resigno a vivir sin noticias tuyas. Tengo la seguridad de que mi familia interviene tu correo, pues sé que no me has olvidado. Hay algo en mi corazón, un pequeño tic-tac como el de tu reloj, que dice que mis cartas y mi esperanza no viajan al vacío. Voy a enviarte ésta con una doncella que creo segura, y espero que mis palabras lleguen a ti. Con ellas renuevo mi mensaje de amor y mi promesa de aguardarte siempre, hasta que regreses por fin.
¡Qué larga es la espera, corazón! Pasa el tiempo y sigo aguardando que una de las velas blancas que vienen río arriba te traiga consigo. La vida tiene forzosamente que ser, al final, generosa con los que tanto sufren por confiar en ella. A veces me faltan las fuerzas y lloro, y me desespero, y llego a creer que no volverás nunca. Que me has olvidado a pesar de tu juramento. ¿Ves qué injusta y estúpida puedo llegar a ser?