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La misa había terminado. La iglesia estaba desierta. Quart seguía sentado inmóvil en su banco, después que don Príamo Ferro dijera Ite, missa est retirándose del altar sin mirar una sola vez en su dirección, y los fieles se hubiesen ido uno a uno, incluida Macarena Bruner, que pasó por su lado tras las gafas oscuras y sin muestras de reparar en él. Durante un rato, la vieja beata del velo fue la única compañía de Quart; y mientras ésta rezaba, el padre Óscar salió de nuevo al altar por la puerta de la sacristía, apagó los cirios y la luz eléctrica del retablo, y volvió a retirarse sin levantar la mirada del suelo. Después también la beata se fue, y el agente del IOE quedó solo en la penumbra de la iglesia vacía.

A pesar de sus actitudes y del rigor con que se atenía a la regla, Quart era un hombre lúcido. Y esa lucidez se manifestaba como una maldición serena que impedía aprobar por completo el orden natural de las cosas, sin proporcionarle a cambio coartadas que hicieran soportable semejante conciencia. En el caso de un sacerdote, como en el de cualquier oficio que exigiese creer en el mito de la situación privilegiada del hombre en la armonía del Universo, aquello resultaba molesto y peligroso; pocas cosas sobrevivían a la certeza de lo insignificante que es la vida humana. En cuanto a Quart, sólo la fuerza de voluntad, encarnada en su disciplina, permitía mantener a raya la peligrosa frontera donde la verdad desnuda tienta a los hombres, dispuesta a pasar factura en forma de debilidad, apatía o desesperación. Ésa era, tal vez, la causa de que permaneciera sentado en el banco de la iglesia, bajo la bóveda negra que olía a cera y piedra vieja y fría. Miraba a su alrededor los andamios contra las paredes, los polvorientos exvotos junto al Nazareno de sucio pelo natural, la madera dorada del retablo en sombras, las losas del suelo que los pasos de gente muerta habían desgastado cien, doscientos o trescientos años atrás. Y veía aún el rostro mal afeitado y ceñudo del padre Ferro que se inclinaba sobre el altar, pronunciando herméticas frases ante una veintena de rostros aliviados de su condición humana por la esperanza de un padre todopoderoso, un consuelo, una vida mejor donde los justos obtendrían su premio y los impíos su castigo. Aquel modesto recinto estaba muy lejos de los escenarios al aire libre, las pantallas gigantes de televisión, el folklore y la ordinariez de las chillonas iglesias multicolores donde todo era válido: las técnicas de Goebbeis, los escenarios de rock, la dialéctica de los mundiales de fútbol, el agua bendita con aspersor electrónico. Por eso, como los peones pasados a los que aludía Gris Marsala, ajenos ya a la batalla cuyo rumor se apagaba a sus espaldas, librados a su propia suerte e ignorando si quedaba en pie un rey por el que luchar, algunas piezas elegían su casilla en el tablero de ajedrez: un lugar donde morir. El padre Ferro había escogido el suyo, y Lorenzo Quart, cualificado cazador de cabelleras por cuenta de la Curia romana, era capaz de comprenderlo sin demasiado esfuerzo. Quizá por eso ahora no las tenía todas consigo sentado en un banco de aquella iglesia pequeña, maltrecha y solitaria, convertida por el viejo párroco en su Torre Maldita: un reducto para defender las últimas ovejas fieles de los lobos que vagaban por todas partes, afuera, listos para arrebatarles los últimos jirones de inocencia.

En todo eso estuvo pensando Quart sentado en su banco, durante un buen rato. Luego se levantó y fue por el pasillo central hasta el altar mayor, escuchando el eco de sus pasos bajo la cubierta elíptica del crucero. Se detuvo frente al retablo, junto a la lamparilla encendida del Santísimo, y miró las esculturas orantes de los antepasados de Macarena Bruner a los lados de la imagen central de la Virgen de las Lágrimas. Bajo su baldaquino regio, escoltada por querubines y santos entre hojarasca y adornos de madera dorada, la talla de Martínez Montañés se perfilaba en penumbra, con la claridad diagonal que las vidrieras hacían pasar entre la estructura geométrica, racional, de los andamios. Era muy bella y muy triste, con el rostro ligeramente vuelto hacia arriba igual que un reproche, y las manos vacías y abiertas, extendidas a cada lado como si preguntara en nombre de qué le habían arrebatado a su hijo. Las veinte perlas del capitán Xaloc brillaban suavemente en su rostro, en la corona de estrellas y en la túnica azul, bajo la que un pie desnudo sobre la media luna aplastaba una cabeza de serpiente.

– … Y pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo…

La voz citando el Génesis sonó a su espalda, y al volverse Quart descubrió los ojos claros de Gris Marsala. No la había oído entrar y ahora estaba tras él, después de acercarse silenciosamente gracias a sus zapatillas de tenis.

– Anda usted como los gatos -dijo Quart.

Ella se rió, moviendo la cabeza. Llevaba como siempre el pelo recogido en la nuca con su corta trenza, un polo holgado y téjanos sucios de pintura y yeso. Quart pensó en ella maquillándose frente al espejo antes de la visita del obispo, y en la mirada de aquellos ojos fríos multiplicada al romperse el cristal bajo el puñetazo. Buscó en sus manos la cicatriz. Allí estaba: un trazo lívido de tres centímetros en la cara interior de la muñeca derecha. Se preguntó si había sido intencionado.

– No me diga que oyó misa aquí – dijo ella.

Asintió Quart, viéndola sonreír de modo indefinible. Todavía le miraba la cicatriz; y Gris Marsala, al advertirlo, volvió el antebrazo, ocultándola.

– Ese párroco -dijo Quart.

Iba a añadir algo, pero se quedó callado como si aquello lo resumiera todo. Al cabo de un momento ella sonrió de nuevo; esta vez de modo más oscuro, cual si lo hiciera para sí misma después de escuchar palabras no pronunciadas.

– Sí -murmuró-. Se trata exactamente de eso.

Parecía aliviada, y dejó de protegerse la muñeca. Después le preguntó si había visto a Macarena Bruner, y Quart asintió con un gesto.

– Viene cada mañana, a las ocho -precisó ella-. Los jueves y los domingos, con su madre.

– No la imaginaba tan pía.

No había intención en el sarcasmo, pero Gris Marsala encajó molesta el comentario:

– Déjeme decirle algo. No me gusta ese tono suyo.

Dio él unos pasos frente al retablo, mirando la imagen de la Virgen. Después se volvió de nuevo a la mujer:

– Quizá tenga razón. Pero anoche cené con ella, y sigo desconcertado.

– Sé que cenaron -los ojos claros lo estudiaban con atención, o curiosidad-. Macarena me despertó a la una de la madrugada para tenerme casi media hora al teléfono. Entre otras muchas cosas, dijo que usted vendría a misa.

– Es imposible -objetó Quart-. Ni yo mismo estaba seguro hasta unos minutos antes.

– Pues ya ve. Ella sí lo estaba. Dijo que tal vez así empezara a comprender -se detuvo, inquisitiva-… ¿Ha empezado a comprender?

Quart la miró impávido:

– ¿Qué más le dijo?

Hizo la pregunta de un modo superficial, casi irónico; mas se arrepintió antes de completar la frase. Realmente estaba interesado por lo que Macarena Bruner había podido contarle a su amiga la monja, y le irritaba que resultara evidente.

Gris Marsala miraba el alzacuello de la camisa del sacerdote. Pensativa.

– Dijo muchas cosas. Que usted le cae bien, por ejemplo. Y que no es tan diferente de don Príamo como cree -ahora sus ojos lo recorrían de arriba abajo, valorativos y deliberados-. También dijo que es el cura más sexy que ha visto en su vida -la sonrisa que le asomó a la boca rozaba la provocación-. Dijo exactamente eso: sexy. ¿Qué le parece?

– ¿Por qué me cuenta todo esto?

– Qué tontería. Se lo cuento porque me ha preguntado.

– No me tome el pelo -se llevó un índice a la sien-. Lo tengo gris, como el suyo.

– Me gusta su pelo tan corto. A Macarena también.

– No ha respondido a mi pregunta, hermana Marsala.

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