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Ella rió, e innumerables pequeñas arrugas cercaron sus ojos.

– Apee el tratamiento, se lo ruego -reía al mostrar sus téjanos sucios y los andamios de las paredes-. No sé si todo esto es propio de una monja.

No lo era, se dijo Quart. Ni eso, ni su actitud en el extraño triángulo que formaban ellos dos y Macarena Bruner; o quizá cuarteto, si incluían al inevitable padre Ferro. Tampoco la imaginaba con hábito, en un convento. Parecía haber recorrido un largo camino desde Santa Bárbara.

– ¿Piensa regresar alguna vez?

Tardó un poco en responder. Miraba el fondo de la nave, los bancos apilados cerca de la puerta. Tenía los pulgares en los bolsillos traseros del pantalón, y Quart se preguntó cuántas monjas serían capaces de llevar unos téjanos ceñidos como los llevaba Gris Marsala: esbelta como una muchacha a pesar de su edad. Sólo el rostro y el cabello habían envejecido, y aun así emanaba especial atractivo aquella forma suya de moverse.

– No lo sé -dijo, el aire ausente-. Quizá dependa de este lugar; de lo que ocurra aquí. Creo que por eso no me he ido -ahora se dirigía a Quart sin mirarlo, entornados los ojos ante la luz del sol que ya entraba por el rectángulo iluminado de la puerta-. ¿Nunca sintió de pronto un vacío inesperado, allí donde cree tener un corazón?… Hace clac y se detiene un momento, sin motivo aparente. Luego todo sigue su marcha, pero una sabe que ya no es lo mismo y se pregunta, inquieta, si algo andará mal.

– ¿Cree que lo averiguará aquí?

– Ni idea. Pero hay lugares que encierran respuestas. Esa intuición nos hace vagar alrededor, al acecho. ¿No cree?

Incómodo, Quart se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro.

No era su género de conversación favorito, mas necesitaba palabras. En cualquiera podía estar el cabo de la madeja.

– Lo que yo creo es que durante toda la vida vagamos en torno a nuestra tumba. Quizá la respuesta sea ésa.

Al decirlo sonrió un poco, quitándole trascendencia al comentario. Pero ella no se dejó distraer por la sonrisa:

– Yo tenía razón. No es un sacerdote como los otros.

No dijo por qué, ni ante quién hacía valer aquella razón, ni tampoco Quart quiso indagar en ello. Sobrevino entonces un silencio que nadie hizo amago de llenar. Caminaron uno junto al otro a lo largo de la nave. Quart miraba las paredes, la pintura desconchada y los dorados deslucidos de las cornisas. Junto al eco de sus pasos. Gris Marsala caminaba en silencio. Por fin ella habló de nuevo:

– Hay cosas -dijo-. Hay lugares y personas por donde no es posible pasar de modo impune… ¿Sabe de qué estoy hablando? -se detuvo un instante a observar a Quart y después prosiguió camino, moviendo la cabeza-. No, no creo que lo sepa todavía. Me refiero a esta ciudad. A esta iglesia. También a don Príamo y a la propia Macarena -se había parado otra vez y sonreía, burlona-. Es bueno que sepa en qué se mete.

– Quizá no tengo nada que perder.

– Tiene gracia oírle eso. Macarena asegura que es lo más interesante de usted. La impresión que produce -estaban ya junto a la puerta, y la luz de la calle contraía los iris claros en los ojos de la mujer-. Se diría que, como don Príamo, tampoco tiene gran cosa que perder.

El camarero hizo girar la manivela del toldo hasta que la sombra cubrió la mesa donde estaban Pencho Gavira y Octavio Machuca. Sentado a los pies del viejo banquero, un limpiabotas le daba al betún, haciendo chascar el cepillo contra la palma de la mano:

– Ponga usted el otro, caballero.

Obediente, Machuca retiró el pie derecho de la caja de tachuelas doradas y espejitos y puso el izquierdo en el mismo sitio. El limpiabotas colocó los protectores para no manchar los calcetines y prosiguió concienzudo su tarea. Era muy flaco, agitanado, pasada la cincuentena, con los brazos llenos de tatuajes y décimos de lotería asomándole por el bolsillo de la camisa. Cada día, el presidente del Banco Cartujano se hacía lustrar los zapatos a sesenta duros el servicio, mientras miraba pasar la vida desde su mesa en la esquina de La Campana.

– Vaya una calor que hace -dijo el limpia.

Se secaba con el dorso de la mano negra de betún las gotas de sudor que le caían por la nariz. Pencho Gavira encendió un cigarrillo y le ofreció otro al betunero, que se lo puso encima de una oreja sin dejar de frotar los zapatos de Machuca con el cepillo. La taza de café y el ABC sobre la mesa, el viejo banquero observaba satisfecho el trabajo. Al terminar la faena le alargó al limpia un billete de mil, y éste se rascó el cogote, perplejo:

– No llevo suelto, caballero.

Sonreía el presidente del Cartujano, habitual, cruzando las largas piernas:

– Pues cóbramelo mañana, Ratita. Cuando tengas cambio.

Devolvió el limpiabotas el billete, llevándose dos dedos a la frente en vago gesto militar antes de alejarse hacia la plaza Duque de la Victoria con el banco y su cajón bajo el brazo. Pencho Gavira vio que pasaba junto a Peregil, quien aguardaba a respetuosa distancia, junto al escaparate de una zapatería y a pocos pasos del Mercedes azul oscuro detenido junto al bordillo de la acera. Cánovas, el secretario de Machuca, revisaba papeles en una mesa cercana, disciplinado y silencioso, esperando despachar los asuntos del día.

– ¿Cómo va la iglesia, Pencho?

Era una pregunta de aspecto rutinario, como sobre el estado del tiempo o la salud de un pariente. El viejo Machuca había cogido el periódico y pasaba páginas sin prestarles atención, hasta que llegó a las necrológicas. Allí se puso a leer esquelas detenidamente. Gavira se recostó en la silla de mimbre y miró las manchas de sol que ganaban terreno a sus pies, avanzando despacio desde la calle Sierpes.

– Estamos en ello -dijo.

Machuca entornaba los párpados enfrascado en las esquelas. A su edad suponía un consuelo comprobar cuánta gente conocida iba desfilando antes que uno.

– Los consejeros se impacientan -comentó sin dejar de leer-. Para ser exactos, unos se impacientan y otros esperan que te rompas la crisma -pasó una página, dedicándole media sonrisa a la extensa relación de hijos, nietos y demás familia que rogaba por el alma del excelentísimo señor don Luis Jorquera de la Sintacha, hijo ilustre de Sevilla, comendador de la Orden de Mañara, maestresala de la Real Cofradía de la Caridad Perpetua, fallecido tras recibir los santos sacramentos, etcétera: Machuca y toda Sevilla estaban al corriente de que el excelentísimo difunto había sido un perfecto sinvergüenza, enriquecido en los años de postguerra con el tráfico de penicilina-. Faltan muy pocos días para debatir tu proyecto sobre la iglesia.

Gavira asintió, el cigarrillo en la boca. Eso sería veinticuatro horas después de que los saudíes de Sun Qafer Alley aterrizaran en el aeropuerto de la ciudad para comprar por fin Puerto Targa. Y con ese acuerdo firmado sobre la mesa, nadie iba a decir esta boca es mía.

– Estoy apretando las últimas tuercas -dijo.

Machuca movió lentamente la cabeza, de arriba abajo, un par de veces. Sus ojos rodeados por profundos cercos oscuros iban del diario a la gente que pasaba por la calle.

– Ese cura -comentó-. El viejo.

Gavira prestó atención; pero el banquero estuvo un rato callado como si no llegase a concretar la idea. O tal vez se limitaba a provocar a su delfín. De un modo u otro, Gavira guardó silencio.

– Él es la clave -prosiguió Machuca-. Mientras no renuncie, el alcalde seguirá sin vender, el arzobispo sin secularizar, y tu mujer y su madre mantendrán su postura. Esas misas de los jueves te hacen bien la puñeta.

Seguía refiriéndose a Macarena Bruner como mujer de Gavira; y eso, aunque técnicamente era cierto, tenía incómodas connotaciones para éste. Machuca se negaba a aceptar la separación del matrimonio que había apadrinado. También encerraba una advertencia: nada iba a quedar resuelto para su sucesor mientras continuara la equívoca situación conyugal, con Macarena poniéndolo en evidencia. La buena sociedad sevillana, que había aceptado a Gavira cuando su boda con la niña del Nuevo Extremo, no perdonaba cierto tipo de cosas. Hiciera lo que hiciese, curas o toreros de por medio, Macarena era una de ellos; pero Gavira, no. Sin su mujer quedaba reducido a un chulo advenedizo y con dinero.

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