Литмир - Электронная Библиотека

Don Ibrahim no dijo nada. Su propia vida le había enseñado a considerar a los hombres y a ser piadoso con sus miserias y sus vergüenzas. A fin de cuentas la existencia era un sube y baja, y el que más y el que menos terminaba tropezando en un peldaño. Así que retiró silenciosamente la vitola de un Montecristo para acariciar con delicadeza la superficie suave, ligeramente nervuda, de las prietas hojas de tabaco. A continuación lo horadó con la navajita de Orson y se lo llevó a los labios, haciéndolo girar voluptuosamente mientras humedecía el extremo. Saboreando el aroma de aquella perfecta obra de arte.

– ¿Qué tal se porta el cura? -preguntó Peregil.

Había cesado el balanceo y mostraba un poco más de entereza, aunque seguía tan pálido como uno de los cirios de la parroquia que sus tres mercenarios habían dejado, temporalmente, sin titular. Con el puro aún sin encender en la boca, don Ibrahim asintió con mucha gravedad. Un gesto apropiado a la materia que los ocupaba, pues se refería a un digno hombre de iglesia; a un santo varón. Y hasta donde alcanzaba, un secuestro no tenía por qué estar reñido con el respeto. Eso lo había aprendido en Hispanoamérica, donde la gente se fusilaba hablándose todo el rato de usted.

– Se porta bien. Muy entero y tranquilo. Como si no fuera con él.

Apoyado en la mesa y procurando mantener los ojos apartados de los restos de comida, Peregil tuvo fuerzas para componer una desmayada sonrisa:

– Es duro el viejo.

– Ozú -dijo la Niña -. De cojones.

Hacía ganchillo, cuatro al aire y dejo dos, moviendo las manos con rapidez entre el tintineo de las pulseras; y de vez en cuando dejaba sobre la falda aguja y labor para darle un tiento a la caña de manzanilla que tenía cerca, junto a la botella más que mediada. El calor le extendía la mancha oscura de maquillaje en torno a los ojos, agrandándoselos, y la manzanilla le había corrido un poco el carmín. Cuando la embarcación se balanceaba lo hacían también sus largos zarcillos de coral.

Don Ibrahim refrendó el comentario de la Niña Puñales enarcando las cejas. En lo tocante al párroco no exageraba ni tanto así. Habían ido a su encuentro pasada la medianoche, en el callejón al que daba la puerta del jardín de la Casa del Postigo, y llevó un rato echarle una manta por la cabeza y maniatarlo camino de la furgoneta -alquilada por veinticuatro horas- que tenían apostada en la esquina. En la refriega, a don Ibrahim se le partió el bastón de María Félix, el Potro tuvo un ojo a la funerala, y a la Niña le saltaron los empastes de dos dientes. Parecía mentira hasta qué punto un abuelete pequeñajo y reseco, cura por más inri, podía defender su pellejo.

Además de mareado, Peregil estaba inquieto. Echarle mano a un sacerdote y mantenerlo un par de días alejado de la circulación no era precisamente la clase de delito que vuelve comprensivos a los jueces. Tampoco don Ibrahim las gozaba todas consigo; pero tenía plena conciencia de que era tarde para envainársela. Además, se trataba de una idea suya; y los hombres como él iban, sin pestañear, a las duras y a las maduras. Amén de que cuatro kilos y medio, sumando lo correspondiente a cada uno de los compadres, era una pasta flora.

Peregil se había quitado, como don Ibrahim, la americana. Pero a diferencia de las sobrias mangas de camisa blanca del indiano, con elásticos sobre los codos, las del asistente de Pencho Gavira lucían un devastador conjunto de rayas blancas y azules con cuello color salmón y una corbata de crisantemos verdes, rojos y malvas que le colgaba en mitad del pecho igual que un manojo marchito. Un cerco de sudor le humedecía el cuello:

– Espero que os atengáis al plan.

Don Ibrahim lo miró con reprobación, ofendido. Él y sus compadres eran precisos cual bisturíes -se pasó un dedo cauto por las cerdas del bigote y la piel churruscada-, salvo imprevistos aleatorios como el del Potro y la gasolina, o la propensión de ciertos carretes fotográficos a velarse cuando les daba la luz. Además, tampoco el plan operativo era como para saltarle a uno los plomos. Todo consistía en retener al párroco día y medio más, y después darle puerta. Algo fácil, bonito y barato, con un toque, un no sé qué de elegante en la ejecución. Stewart Granger y James Mason, incluso Ronald Colman y Douglas Fairbanks junior -don Ibrahim, el Potro y la Niña habían ido a una videoteca para alquilar ambas versiones y documentar debidamente el asunto-, lo hubieran encontrado impecable.

– En cuanto a nuestros emolumentos…

Dejó el ex falso abogado la frase en el aire, por delicadeza, concentrándose en encender el puro. Hablar de dinero entre gente honorable estaba fuera de lugar. Peregil era tan honorable como podía serlo un cojón de pato, pero eso no era óbice para que le concediesen, al menos en lo formal, el beneficio de la duda. Así que aplicó la llama del mechero a un extremo del Montecristo, llenándose boca y fosas nasales con la primera y deliciosa bocanada, y esperó que el otro completara la sugerencia.

– En el momento en que soltéis al cura -apuntó Peregil, un poco más desenvuelto- os pago a los tres. Millón y medio a cada uno, sin IVA.

Rió entre dientes su propia broma mientras sacaba otra vez el pañuelo para secarse la frente, y la Niña Puñales apartó un momento los ojos del ganchillo para echarle una mirada entre las pestañas postizas espesadas con rímmel. También don Ibrahim le dirigió al esbirro una ojeada entre el humo habano, pero en su caso fue de preocupación. No le gustaba el individuo y mucho menos aquella risa, y por un momento se estremeció con la sospecha de si Peregil tendría dinero suficiente para abonar honorarios, o jugaba de farol. Con un suspiro fatalista le dio otra chupada al puro, y de la americana colgada en el respaldo de la silla sacó el reloj al extremo de su cadena. No era fácil ser jefe, pensaba. Nada cómodo aparentar seguridad, dar órdenes o sugerir comportamientos procurando que no te falle la voz, disimulada la incertidumbre tras un gesto, una mirada, una sonrisa oportuna. Igual Jenofonte, el de los quinientos mil aquéllos, o Colón, o Pizarro cuando trazó la raya en el suelo con su espada y dijo de aquí para allá oro y un par de huevos, habían experimentado, también, aquella incómoda sensación de estar pintando el techo y quedarse sujetos a la brocha mientras desaparecía la escalera bajo sus pies, como en los tebeos de Mortadelo.

Don Ibrahim miró con ternura a la Niña Puñales. Lo único que le preocupaba en la posibilidad de ir a la cárcel era que allí se tendrían que separar… ¿Quién iba entonces a cuidar de ella? Sin el Potro, sin él mismo para decirle ole cuando tararease una copla, alabar su cocido de los domingos, llevarla a la Maestranza las tardes de buen cartel, darle el brazo cuando se le iba la mano en los bares con la prima rubia de Sanlúcar, la pobre se moriría como un pajarito fuera de su jaula. Y además estaba aquel tablao que debían conseguir a toda costa, para tenerla como a una reina.

– Releva al Potro, Niña.

La Niña contó un par de vueltas de aguja más hasta completar la serie. Movió silenciosamente los labios al hacerlo; y luego, apurando de camino el resto de la caña de manzanilla, se puso en pie para alisarse la falda del vestido de lunares mientras echaba un vistazo por el portillo. Tras los geranios plantados en latas vacías de atún Albo, mustios aunque el Potro del Mantelete los regaba cada noche, se veía el antiguo muelle, un par de embarcaciones amarradas y, al fondo, la Torre del Oro y el puente de San Telmo.

– No hay moros en la costa -dijo.

Después, llevándose la labor de ganchillo, cruzó la cámara con revuelo de falda de volantes almidonados, dejando un espeso aroma a Maderas de Oriente que Peregil acusó de modo visible a su paso. Al abrirse la puerta del camarote, don Ibrahim entrevió por un momento al párroco: de espaldas, sentado en una silla, con los ojos vendados por un pañuelo de seda de la Niña, atadas las muñecas al respaldo con esparadrapo ancho comprado la tarde anterior en una farmacia de la calle Pureza. Seguía tal y como lo habían puesto: quieto, hermético, sin decir esta boca es mía salvo cuando le preguntaban si quería un bocadillo, una copita, o echar una meada; y en esos casos se limitaba a mandarlos a tomar por saco.

92
{"b":"125165","o":1}