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Entró la Niña y salió el Potro del Mantelete, cerrando la puerta a su espalda.

– ¿Cómo lo lleva? -preguntó Peregil.

– ¿Quién?

El Potro se había parado junto a la mesa, el aire perplejo, un ojo maltrecho del zipizape nocturno. Bajo la camiseta de tirantes se le moldeaban los duros y enjutos pectorales aceitados de sudor. Aún lucía una venda en el antebrazo izquierdo. En el hombro opuesto, junto a la marca de la vacuna, llevaba una cabeza de mujer tatuada en azul, con gorro legionario y un nombre ilegible debajo. Don Ibrahim nunca había preguntado si aquel nombre era el de la hembra infiel causa de su ruina, ni el Potro la mencionó jamás. Igual ni se acordaba. De cualquier modo, la vida de cada uno era la vida de cada uno.

– El cura -insistía Peregil con voz desmayada-. Que cómo lo lleva.

El ex torero y ex boxeador consideró largamente la cuestión. Arrugaba el entrecejo balanceándose un poco sobre las piernas, y por fin miró a don Ibrahim igual que un lebrel recibiendo la orden de un extraño, vuelto al amo en busca de confirmación.

– Lo lleva bien -respondió por fin, al no encontrar objeción en los ojos de su jefe y compadre-. Está quieto y no dice nada.

– ¿No ha hecho preguntas?

El Potro se restregaba con dos dedos la aplastada nariz mientras hacía memoria, voluntarioso. El calor no aguzaba sus reflejos.

– Ninguna -repuso por fin-. Le desabotoné un poco la sotana para que respire, y tampoco dijo ni pío -reflexionó largamente sobre todo aquello-. Ni que fuera mudo.

– Natural -terció don Ibrahim-. Se trata de un hombre de iglesia. Es la dignidad ofendida.

Se sacudió un poco el faldón de la camisa, pues ya le caía sobre la barriga la primera ceniza del puro, mientras el Potro asentía lento con la cabeza, mirando hacia la puerta cerrada como si acabase de resolver algo que lo hubiera intrigado mucho rato. Será eso, repitió dos veces. La dignidad.

Peregil boqueaba, pálido y sudoroso. Tenía el pañuelo como para escurrirlo en un cubo.

– Me voy -dijo. El humo del habano, con el balanceo, le daba a todas luces la puntilla-. Así que manteneos atentos a mis instrucciones.

Empezó a incorporarse, arreglando maquinalmente el pelo sobre su calva. En ese momento el Canela Fina se balanceó al paso de otro barco de turistas, y la mirada de Peregil siguió, con fijeza obsesiva, el movimiento de estribor a babor del rayo de sol que entraba por el portillo de los geranios. La piel se le puso más grasienta y pálida, y aspiró aire igual que un jurel recién pescado, mirando a don Ibrahim y al Potro con ojos de extravío.

– Perdonad -murmuró, la voz ahogada, antes de precipitarse camino de la puerta y la escala.

Fue la peor comida de su vida. Pencho Gavira apenas probó las habas tiernas con chipirones y el salmón a la plancha, y sólo recurriendo a toda su sangre fría llegó a los postres con la sonrisa intacta y sin saltar de la mesa cada cinco minutos para telefonear a su secretaria, que buscaba afanosa a Peregil por toda Sevilla. A veces, en plena conversación con los consejeros del Cartujano, el banquero se quedaba en blanco, pendientes los otros de lo que estaba a medio exponer; y sólo con un inaudito esfuerzo de voluntad era capaz de rematar la cuestión de modo airoso. Habría necesitado todo aquel tiempo para pensar, trazando planes y soluciones a las alternativas que la ausencia del sicario iba haciendo sucederse en su mente; pero no disponía de esa tregua. También esa reunión resultaba decisiva para su futuro, por lo que no podía descuidar a sus comensales. Se batía, por tanto, en dos frentes: como Napoleón contra un ejército inglés y otro prusiano en Waterloo. Una sonrisa, un sorbo de rioja, un planteamiento, una reflexión oculta justo el tiempo de encender un cigarrillo. Poco a poco los consejeros iban entrando por el aro; mas la falta de noticias por parte de Peregil empezaba a ser angustiosa. Gavira tenía la certeza de que su asistente estaba relacionado con la desaparición del cura, y -eso daba sudores fríos- también podía estarlo con la muerte de Bonafé. Aquello le hacía correr estremecimientos por la espina dorsal; pero a pesar de todo el banquero tenía cuajo y aguantaba el tipo. En su lugar, otro con menos arrestos se habría echado a llorar sobre el mantel.

El maître se acercaba entre las mesas, y por su forma de mirarlo Gavira supo que se dirigía a él. Reprimiendo el impulso de precipitarse desde su asiento, concluyó la frase que tenía a medias, apagó el cigarrillo en el cenicero, bebió un sorbo de agua mineral, secó cuidadosamente sus labios con la servilleta y se puso en pie, dirigiéndoles una sonrisa a los consejeros:

– Disculpad un momento.

Después caminó hacia el vestíbulo haciendo un par de inclinaciones de cabeza para saludar a algunos conocidos, con la mano derecha en el bolsillo para evitar que le temblara. El vacío de su estómago se ahondó al ver a Peregil con el pelo despeinado sobre la calva y una corbata espantosa.

– Tengo buenas noticias -anunció el sicario.

Estaban solos. Gavira casi lo empujó dentro de los servicios de caballeros, cerrando la puerta detrás cuando se aseguró de que allí no había nadie.

– ¿Dónde has estado?

Peregil hizo una mueca satisfecha:

– Ocupándome de que mañana no haya misa -dijo.

Toda la tensión, toda la angustia acumulada, se le disparó a Gavira como un resorte. Habría matado a Peregil allí mismo. Con sus propias manos.

– ¿Qué has hecho, cabrón?

Al asistente se le borró la sonrisa de la boca. Parpadeaba, aturdido.

– Pues qué voy a hacer -balbució- Lo que usted me dijo. Neutralizar al cura.

– ¿Al cura?

El esbirro apoyaba la espalda contra el lavabo donde Gavira lo tenía acorralado. La luz de neón le hacía brillar la calva bajo los mechones de pelo que se elevaban desde la oreja izquierda.

– Sí -confirmó-. Unos amigos lo han puesto fuera de circulación hasta pasado mañana. En perfecto estado de salud.

Observaba desconcertado a su jefe, sin comprender aquella actitud agresiva. Gavira dio un paso atrás mientras hacía cálculos.

– ¿Cuándo fue eso?

– Anoche -Peregil aventuró una tímida sonrisa, atento a las reacciones de su jefe-. Está en lugar seguro y bien tratado. El viernes se le suelta, y santas pascuas.

Gavira movía la cabeza. No le cuadraban las cuentas.

– ¿Y el otro?

– ¿Quién es el otro?

– Bonafé. El periodista.

Vio enrojecer a Peregil como si le hubiesen bombeado un litro de sangre a la cara.

– Ah, ése -ahora el asistente parecía desencajado. Alzaba las manos para definir algo en el aire-. Bueno… Se lo puedo explicar todo, créame -bajo el neón, la sonrisa forzada parecía un agujero oscuro en mitad de su cara-. Es algo complicada la historia, pero se la puedo aclarar. Lo juro.

A Gavira le vino una ola de pánico. Si su asistente estaba relacionado con la muerte de Honorato Bonafé, los problemas no habían hecho más que empezar. Dio unos pasos por el cuarto, intentando reflexionar a toda prisa. Pero los azulejos blancos le inspiraban el vacío más absoluto. Se volvió a mirar a Peregil:

– Pues más vale que tu explicación sea buena. Al cura lo busca la policía.

En contra de lo que esperaba, Peregil no se mostró especialmente impresionado. Más bien mostraba alivio por el nuevo giro de la conversación:

– Qué rápidos. Aun así, no se preocupe usted.

Gavira no daba crédito a lo que oía:

– ¿Que no me preocupe?

– En absoluto -el esbirro esbozó una sonrisita nerviosa-. Sólo va a costamos cinco o seis kilos más.

Gavira se fue otra vez hasta él. La duda oscilaba entre tumbarlo de un puñetazo y patearle el cráneo o seguir interrogándolo.

Con un esfuerzo sobre sí mismo, preguntó de nuevo:

– ¿Hablas en serio, Peregil?

– Que sí. Usted tranquilo.

– Oye -esforzándose en mantener la compostura, el banquero se pasaba las palmas de las manos por las sienes-. Tú me estás vacilando.

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