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Se comió la gamba, apurando la cerveza, y pidió otra. Una pata del bicho se le había quedado enredada en el bigote.

– Eso es cuanto puedo contarle.

Quart le sonrió al policía:

– No es gran cosa, pero se lo agradezco.

– No debe agradecerme nada -Navajo ya la emprendía con otra gamba; el montoncito de cascaras bajo sus pies crecía con rapidez vertiginosa-. Me encantaría poder echarle una mano de verdad, pero mis jefes lo han dejado muy claro: cooperación oficiosa, la que sea posible. Algo en plan personal, entre usted y yo. Por los viejos tiempos. Pero no quieren complicarse la vida con iglesias, curas, Roma y todo eso. Otra cosa sería que alguien cometiera o hubiese cometido un delito concreto, de mi competencia. Pero las dos muertes fueron consideradas accidentes por el juez… Y que un hacker se dedique a incordiar al Papa desde Sevilla es algo que nos la trae bastante floja -chupó ruidosamente la cabeza de su gamba, mirando a Quart por encima de las gafas-, Si me permite la expresión.

Se deslizaba el sol despacio sobre el Guadalquivir, sin un soplo de brisa, y en la otra orilla las palmeras parecían centinelas inmóviles montándole guardia a La Maestranza. El Potro del Mantelete era un perfil de estatua contra el reverbero del río en la ventana; un cigarrillo en la boca y tan quieto como el bronce de su maestro Juan Belmente. A don Ibrahim, sentado ante la mesa del comedor, un aroma de huevos fritos con morcilla le venía desde la cocina con la canción que tarareaba la Niña Puñales:

¿Por qué me despierto temblando azoga

y miro la calle desierta y sin luz?

¿Por qué yo tengo la corazona

de que vas a darme sentencia de cruz?…

Aprobó un par de veces con la cabeza el ex falso letrado, moviendo silenciosamente los labios bajo el mostacho para acompañar la letra que la Niña iba desgranando bajito, con su voz ronca de aguardiente, mientras rasera en mano y delantal sobre el vestido de lunares freía los huevos con muchas puntillas, como le gustaban a don Ibrahim. Cuando no se apañaban tapeando por los bares de Triana, los tres compadres solían reunirse a comer algo en casa de la Niña, un modesto segundo piso de la calle Betis que, eso sí, tenía una vista de Sevilla con el Arenal a tiro de piedra, y la Torre del Oro y la Giralda, que ya la hubieran querido los reyes y los millonarios y los artistas de cine con todos sus parneses. Aquella ventana al Guadalquivir era el único patrimonio de la Niña Puñales; había comprado el piso mucho tiempo atrás, con los escasos beneficios que logró reunir de su pasajera fama, y -decía, a modo de consuelo- al menos eso no se lo llevó la trampa. Allí vivía sin necesidad de pagar alquiler, con algunos viejos muebles, una cama de latón reluciente, una estampa de la Virgen de la Esperanza, una foto dedicada de Miguel de Molina, y una cómoda donde amarilleaban las colchas, los manteles y las sábanas bordadas del ajuar intacto. Eso le permitía destinar sus escasos recursos a pagar puntualmente las cuotas mensuales de El Ocaso, S.A., con las que desde hacía veinte años se costeaba un humilde nicho y una lápida en el rincón más soleado del cementerio de San Fernando. Porque la Niña era cantidad de friolera.

Me miraste

y un río de cofias

cantó por mis venas

tu amor verdadero…

Don Ibrahim murmuró un ole sin darse cuenta, y siguió aplicándose en su tarea. Tenía sombrero, chaqueta y bastón sobre una silla contigua, y estaba en mangas de camisa, con elásticos que se las sujetaban sobre los codos. El sudor le ponía cercos húmedos bajo las rollizas axilas y en el cuello suelto, donde llevaba flojo el nudo de una corbata a rayas azules y rojas que, afirmaba, le había regalado aquel inglés alto, Graham Greene, a cambio de un Nuevo Testamento y una botella de Four Roses cuando estuvo en La Habana para escribir una novela de espías -corbata que, aparte el valor sentimental, además era auténtica de Oxford-. A diferencia de la Niña, ni don Ibrahim ni el Potro del Mantelete tenían vivienda propia. El Potro andaba realquilado por allí cerca en una casa flotante, un barco de turistas medio abandonado que le dejaba un amigo con quien había coincidido en la tauromaquia y en el Tercio. Por su parte, el gordo indiano era pupilo fijo en una modesta pensión del Altozano -los otros eran un viajante de peines de caballero y una dama madura de belleza ajada y profesión dudosa, o más bien no dudosa en absoluto- regentada por la viuda de un guardia civil muerto por ETA en el Norte.

No estás viendo

que al quererte como loca

desde el alma hasta la boca

se me vuelca el corazón…

Ni Concha Piquer ni Pastora Imperio ni nadie en el mundo, pensaba don Ibrahim oyendo rematar a la Niña con ese temple cuajado de hembra flamenca que toda aquella chusma de empresarios y críticos y vil gallofa había terminado empeñándose en no reconocer. Era un puntazo oírla en Semana Santa, en cualquier esquina donde la pillara, cuando se ponía a cantarle una saeta a la Esperanza o a su hijo, el Cachorro de Triana, que hacía callarse los tambores y le ponía al personal la carne de gallina. Porque la Niña Puñales era el cante y era la copla, y era España por los cuatro costados; no la de folklore barato y facilón para turistas y castizos de pastel, sino la otra, la de verdad. La leyenda oliendo a humo de taberna, los ojos verdes y el sudor del macho de toda la vida. La memoria dramática de un pueblo que echaba las penas cantando y los diablos empalmando navajas desesperadas, relucientes como los cachos de luna que alumbraban al Potro del Mantelete cuando saltaba de noche los cercados, desnudo para no romperse la única camisa, seguro de que iba a comerse el mundo y a alfombrarse la vida con billetes de mil, antes de que los toros le dejaran el chirlo en el cuello y la derrota en una esquina de los ojos. Aquella misma España que había borrado de los carteles a la Niña Puñales, la mejor voz flamenca de Andalucía y del siglo, sin tan siquiera una pensión de desempleo para ir tirando. La patria lejana que don Ibrahim soñaba en sus noches juveniles y caribeñas, a la que había pensado regresar un día como los indianos de antaño, con un Cadillac descapotable y un puro, y que sólo le dio incomprensión, escarnio y vilipendio con aquel desgraciado asunto del falso título de letrado habanero. Pero hasta los hijos de puta les deben algo a sus madres, razonaba don Ibrahim. Y las quieren. Y aquella España ingrata también tenía lugares como Sevilla, barrios como Triana, bares como Casa Cuesta, corazones fieles como el Potro, y voces de hermosa tragedia como la Niña. Una voz a la que, por poco que salieran bien las cosas, le iban a poner aquel local de poderío, ese Templo de la Copla que en las noches de fino, manzanilla, humo de tabaco y conversación, imaginaban entre los tres formal, solemne, con sillas de enea, camareros viejos y silenciosos -el impasible Potro iba a ser jefe de sala-, botellas en las mesas, un foco sobre el tablao, y una guitarra rasgueando compases de verdad para la Niña Puñales, con su voz bronca devuelta al público aún con más arte y sentimiento. Reservado el derecho de admisión, con entrada prohibida a los turistas en grupo y a los pelmazos con teléfono móvil. Y don Ibrahim no esperaba otro premio que sentarse en alguna mesa oscura, al fondo de la sala, y beberse algo despacio con un Montecristo humeándole en la mano y un nudo en la garganta oyendo cantar a la Niña Puñales. Eso, y que la caja fuera bien. Tampoco era que lo cortés quitara lo valiente.

Vertió un poco más de gasolina en la botella, con mucho cuidado para que no se derramase fuera. Había puesto hojas de periódico sobre la mesa para proteger el barniz, y secaba con un trapo las gotas de combustible que resbalaban sobre el cristal troquelado y la etiqueta de Anís del Mono. La gasolina era sin plomo y de la mejor, 98 octanos, porque -lo había apuntado la Niña con muy buen juicio- no iban a pegarle fuego con cualquier cosa a una iglesia consagrada. Así que mandaron al Potro con una lata vacía de aceite de oliva Carbonell para traerse un litro de la gasolinera más cercana. Con un litro va que arde, había dicho muy serio don Ibrahim con la gravedad del especialista, adquirida -afirmaba- una vez que Ernesto Che Guevara le explicó, mientras tomaban mojitos en Santa Clara, cómo hacer un cóctel molotov. Que era un invento ruso de Carlos Marx.

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