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Los ojos oscuros y opacos del párroco vacilaron un instante.

– Es una situación ridícula -protestó, áspero, y Quart vio que se volvía un poco hacia él, haciéndolo responsable de todo aquello.

El arzobispo compuso una desagradable sonrisa.

– Me consta -dijo-. Pero con este recurso de jesuitas todos quedaremos satisfechos. El padre Quart hará su trabajo, yo asistiré complacido al diálogo, y usted pondrá a salvo, al menos en lo formal, su inaudita soberbia -soltó una bocanada de humo parecida a una amenaza y se ladeó en el sillón; la diversión anticipada le bailaba en los ojos-. Ahora puede empezar, padre Quart. Es todo suyo.

Y Quart empezó. Fue duro, brutal a veces, pasando factura al párroco del seco recibimiento en la iglesia el día anterior, la hostilidad manifestada en el despacho de Su Ilustrísima, el mal disimulado desprecio que le causaba su condición de viejo cura rural, testarudo, miserable. Era algo más complejo, más profundo que la antipatía personal, o la misión que lo había llevado a Sevilla. Y para sorpresa de monseñor Corvo, y en último extremo también de él mismo, actuó como un fiscal desprovisto de misericordia; acosando al anciano con un desdén ácido, despiadado, del que sólo Quart conocía el auténtico origen. Y cuando por fin, consciente de lo injusto que era todo, se detuvo a recobrar aliento, lo turbó la idea súbita de que Su Eminencia el inquisidor Jerzy Iwaszkiewicz habría aprobado aquello punto por punto.

Los dos hombres lo miraban; incómodo el arzobispo, la pipa entre los dientes y el ceño fruncido. Inmóvil el párroco, clavados en Quart unos ojos a los que el interrogatorio, más adecuado para un delincuente que para un sacerdote de sesenta y cuatro años, había velado con la humedad rojiza, contenida, de lágrimas que se niegan a salir. Quart se removió en la silla, ocultando su embarazo bajo el gesto de anotar en una tarjeta. Aquello era golpear a un hombre con las manos atadas.

– Recapitulando -ahora suavizaba un poco el tono; consultó innecesariamente sus notas para eludir la mirada del párroco-: Usted niega ser autor del mensaje recibido en la Santa Sede, y niega asimismo conocimiento del hecho, o sospechas sobre el autor y sus intenciones.

– Lo niego -repitió el padre Ferro.

– ¿Ante Dios? -preguntó Quart, excesivo, siempre un poco avergonzado de sí mismo.

El viejo sacerdote se giró hacia monseñor Corvo, en demanda de un auxilio que el otro no podía eludir. Oyeron al arzobispo carraspear mientras alzaba la mano del anillo pastoral.

– Dejaremos al Todopoderoso fuera de esto, si no les importa -el prelado lo miraba entre el humo de su pipa-. No creo que esta conversación incluya la responsabilidad de tomar juramento a nadie.

Aceptó Quart en silencio, volviéndose de nuevo al párroco:

– ¿Qué puede contarme de Óscar Lobato?

El cura encogió los hombros.

– Nada, salvo que es un excelente joven y un digno sacerdote -había un leve temblor en su barbilla mal afeitada-. Lamentaré separarme de él.

– ¿Tiene su vicario conocimientos avanzados de informática?

Entrecerró los ojos el padre Ferro. Ahora la suya era una mirada recelosa, semejante a la del campesino que ve acercarse nubes de pedrisco.

– Eso deberían preguntárselo a él -dirigió un vistazo a la estilográfica de su interlocutor e hizo un gesto cauto, indicando la puerta con el mentón-. Está ahí, esperándome.

Quart sonreía de modo casi imperceptible, seguro en apariencia, pero había algo en todo aquello que lo hacía sentirse igual que si caminara en el vacío. Algo fuera de lugar, como una nota falsa. El padre Ferro estaba diciendo casi todo el tiempo la verdad, pero inserta en ello había una mentira; tal vez una sola, tal vez no demasiado grave, pero que alteraba la consistencia del conjunto.

– ¿Qué me dice de Gris Marsala?

Los labios del párroco se endurecieron.

– La hermana Marsala tiene dispensas de su orden -miraba al arzobispo como si lo pusiera por testigo-. Es libre de entrar y salir, y trabaja de forma voluntaria. Sin ella, el edificio se habría venido abajo.

– Algo abajo se vino ya -dijo monseñor Corvo.

No había podido reprimirse; sin duda pensaba en el trozo de cornisa y en su difunto secretario. Quart seguía pendiente del sacerdote:

– ¿Cuál es la naturaleza de su relación con usted y el vicario?

– La normal.

– No sé lo que considera normal -Quart calculaba su desdénal milímetro, con mala fe-. Ustedes, los viejos curas rurales, tienen una equívoca tradición de normalidad en cuanto a amas y sobrinas…

Vio por el rabillo del ojo que monseñor Corvo casi pegaba un salto en el sillón. Se trataba de una provocación consciente, y el objetivo era obvio. Atrapó al vuelo un relámpago de cólera.

– Oiga -la ira blanqueaba los nudillos del párroco en los puños apretados-. Espero que no esté… -se interrumpió de pronto para observar a Quart con fijeza, como grabándose en la memoria hasta el último detalle de su cara-. Hay quien podría matarlo por eso.

La amenaza no desentonaba con el carácter sacerdotal del padre Ferro, ni con su aspecto seco, endurecido bajo aquella sotana llena de manchas que oscilaba a impulsos de la ira. Quizás yo mismo, decía esa apariencia. El asunto quedaba a la libre interpretación de cada cual.

Quart miró al sacerdote con perfecta calma:

– ¿Como su iglesia, por ejemplo?

– ¡Por el amor de Dios! -terció el arzobispo, escandalizado-. ¿Es que se han vuelto locos?

Sobrevino un largo silencio. El rectángulo de luz en la mesa de monseñor Corvo se había desplazado a la izquierda, lejos del alcance de su mano, y enmarcaba el tomo de La imitación de Cristo, donde el padre Ferro mantenía ahora fija su mirada. Quart observó al anciano, interesado. Se parecía mucho a otro sacerdote a quien él nunca se quiso parecer; el hombre al que casi había logrado olvidar -algún tiempo, desde el seminario, una carta o una postal; y después el silencio- y sólo acudía a su memoria como un fantasma, cuando el viento del sur reavivaba olores y sonidos agazapados en la memoria. El mar batiendo en las rocas y el aire húmedo y salino tierra adentro, y la lluvia. Olor de brasero y mesa camilla en invierno. Rosa rosae, Quoúsque tándem abutere Catilina, Nox atra cava circunvolat umbra. Tic tac de gotas de agua en el cristal empañado de la ventana, campanillazos al alba y un rostro mal afeitado, grasiento, inclinado sobre el altar murmurando plegarias a un Dios duro de oído, vueltos hombre y niño, oficiante y acólito, hacia una tierra estéril orillada a un mar cruel. Del mismo modo, acabada la cena. Éste es el cáliz de mi sangre. Podéis ir en paz. Y la respiración sorda, de animal fatigado, luego en la sacristía, cuando un jovencísimo Lorenzo Quart lo ayudaba a despojarse de los ornamentos bajo manchas de humedad que se extendían por el techo. El seminario, Lorenzo. Irás a un seminario; un día serás sacerdote, como yo. Tendrás un futuro, como yo. Quart detestaba con todas sus fuerzas y toda su memoria aquella tosquedad, la pobreza de espíritu, la misma limitación oscura y miserable, misa de madrugada, siesta en la mecedora oliendo a cerrado y a sudor, rosario a las siete, chocolate con las beatas, un gato en el portal, un ama o una sobrina que de un modo u otro aliviaran la soledad o los años. Y después el final: la demencia senil, la consunción de una vida estéril y sórdida en un asilo con la sopa cayéndole entre las encías desdentadas. Para mayor gloria de Dios.

– Una iglesia que mata para defenderse… -Quart hacía un esfuerzo para regresar al presente y a Sevilla: a lo que era, en vez de a lo que podía haber sido-. Quiero saber cómo interpreta el padre Ferro esas palabras.

– No sé de qué me habla.

– Figuran en el mensaje que alguien introdujo en la Santa Sede. Y se refieren a su iglesia… ¿Cree que puede haber un designio providencial en todo esto?

– No estoy obligado a responder a esa pregunta.

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