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– ¡Niña! ¡Potro! -gritó don Ibrahim, sofocado por el forcejeo, desasiéndose del banquero Gavira.

Algo se rompió con estrépito. Por todas partes menudeaban los gritos y los golpes en la oscuridad. Alguien, sin duda el cura alto, cayó sobre el indiano, y antes de que éste pudiera incorporarse el otro le sacudió un codazo en la cara que le hizo ver las estrellas. Caray con el clero y la otra mejilla y la madre que los parió. Sintiendo gotas de sangre deslizársele desde la nariz, don Ibrahim se fue a gatas, arrastrando la barriga. Hacía un calor espantoso y la grasa del cuerpo le impedía respirar. En la puerta se recortó un momento la silueta del Potro, que seguía disparando leña a diestro y siniestro, a lo suyo. Se oyeron más golpes y gritos de procedencia diversa, y algo más se partió con ruido de astillas. Un zapato de tacón pisó una mano de don Ibrahim, y después un cuerpo le cayó encima. Reconoció en el acto la falda de volantes y el olor a Maderas de Oriente.

– ¡La puerta, Niña!… ¡Corre a la puerta!

Se levantó como pudo, tirando de la mano que encontró a tientas, le soltó un puñetazo -rallándole por mucho- a alguien que se interpuso en su camino, y con la energía de la desesperación condujo a la Niña hacia el puente y la cubierta. Subió sin aliento, encontrándose que el Potro ya estaba fuera dando saltos alrededor del timón, cuya funda de lona sacudía como si fuera un saco de boxeo. Desfallecido el corazón, agotado, seguro de que estaba a punto de llegarle el infarto de un momento a otro, don Ibrahim agarró al Potro por un brazo y, sin soltar de la mano a la Niña, los condujo a toda prisa hacia la escala para saltar a tierra. Allí, empujándolos ante él, consiguió llevárselos muelle arriba. Cogida de su mano, aturdida, la Niña Puñales sollozaba. Junto a ella, inclinada la frente y respirando por la nariz, hop, hop, el Potro del Mantelete seguía asestándole puñetazos a las sombras.

Sacaron al padre Ferro a la cubierta superior y se sentaron con él, maltrechos y doloridos, gozando del aire fresco de la noche tras la escaramuza. Habían encontrado una linterna, y a su luz Quart pudo observar el pómulo inflamado de Pencho Gavira, que empezaba a cerrarle el ojo derecho, la cara sucia de Macarena, que tenía un arañazo superficial en la frente, y el aspecto desastrado del viejo párroco, con la sotana mal abotonada y la barba de casi dos días llenándole el rostro de ásperas cerdas blancas entre las antiguas cicatrices. El mismo Quart no estaba en mejor estado: el puñetazo que le había dado el tipo con pinta de boxeador antes de apagarse la luz le tenía agarrotada la mandíbula, y el tímpano correspondiente zumbaba de un modo molesto. Con la punta de la lengua se tanteó un diente, creyendo que se movía. Sangre de Cristo.

Era una situación extraña. La cubierta del Canela Fina llena de asientos destrozados, las luces del Arenal sobre el parapeto, la Torre del Oro iluminada tras las acacias, orilla abajo. Y Gavira, Macarena y él formando un semicírculo alrededor del padre Ferro, a quien no habían oído pronunciar una palabra ni una queja. Ni siquiera un gesto de agradecimiento. Miraba la superficie negra del río igual que si estuviera muy lejos de allí.

Fue Gavira quien habló primero. Se había puesto su americana sobre los hombros, preciso y muy tranquilo. Sin eludir su responsabilidad, habló de Celestino Peregil y de cómo éste había interpretado mal sus instrucciones. Ésa era la causa de que él hubiera acudido aquella noche, intentando reparar en lo posible el daño causado. Estaba dispuesto a ofrecer al párroco todo tipo de satisfacciones, incluido el descuartizamiento de Peregil cuando lograse echarle la vista encima; pero era mejor dejar bien claro que eso no cambiaba en nada su actitud respecto a la iglesia. Una cosa era una cosa, matizó, y otra cosa era otra cosa. Tras lo cual interpuso un breve silencio, se pasó los dedos por el pómulo hinchado, y encendió un cigarrillo.

– De modo -añadió tras un instante de reflexión- que vuelvo a quedar al margen de esto.

Y ya no volvió a abrir la boca para nada. Fue Macarena quien habló a continuación, haciendo un relato minucioso de cuanto había ocurrido en ausencia del párroco, y éste la escuchó sin dar señales de emoción, ni siquiera cuando ella mencionó la muerte de Honorato Bonafé y las sospechas de la policía. Lo que llevaba el asunto a Lorenzo Quart. Ahora el padre Ferro se había vuelto hacia él, y lo miraba.

– El problema -dijo Quart- es que usted no tiene coartada.

A la luz de la linterna, los ojos del párroco parecían más oscuros y herméticos:

– ¿Por qué había de necesitarla? -preguntó.

– Bueno -se inclinaba hacia él, los codos sobre las rodillas-. Hay un horario crítico, por decirlo de algún modo, en la muerte de Bonafé: desde las siete o siete y media de la tarde hasta las nueve, más o menos. Depende a qué hora cerrase la iglesia… Si hubiera testigos sobre lo que estuvo haciendo todo ese tiempo, sería estupendo.

Era una dura cabeza la del párroco, pensó una vez más mientras aguardaba la respuesta. Aquel pelo blanco a trasquilones, la nariz ancha, la cara marcada como si la hubiesen tallado a martillazos. La luz de la linterna acentuaba esa apariencia:

– No hay testigos de nada -dijo.

Parecía indiferente a lo que eso significaba. Quart cambió una mirada con Gavira, que permanecía en silencio, y luego suspiró, desalentado:

– Nos complica la situación. Macarena y yo podemos certificar que usted acudió a la Casa del Postigo sobre las once, y que su actitud, desde luego, estaba fuera de toda sospecha. Gris Marsala, por su parte, probará que hasta las siete y media todo transcurrió con normalidad… Supongo que lo primero que va a preguntarle a usted la policía es cómo no vio a Bonafé en el confesionario. Pero no llegó a entrar en la iglesia, ¿verdad?… Es la explicación más lógica. Y supongo que el abogado que pondremos a su disposición le pedirá que se reafirme en ese punto.

– ¿Por qué había de hacerlo?

Lo miró Quart, irritado por lo obvio de todo aquello:

– Pues qué quiere que le diga. Es la única versión creíble. Será más difícil sostener su inocencia si les cuenta que cerró la iglesia sabiendo que había un muerto dentro.

Don Príamo Ferro se mantuvo inexpresivo, igual que si nada fuera con él. Entonces Quart, en tono áspero, le recordó que habían pasado los tiempos en que las autoridades aceptaban como artículo de fe la palabra de un sacerdote; y menos cuando a éste le aparecían cadáveres en el confesionario. Pero el párroco no prestaba atención a sus palabras, limitándose a dirigirle largas y silenciosas miradas a Macarena. Después se quedó otro rato callado, de nuevo sumido en la contemplación del río:

– Dígame una cosa… ¿Qué es lo que conviene a Roma?

Aquello era lo último que esperaba oír Quart. Se movió en su asiento, impaciente.

– Olvídese de Roma -dijo con mal humor-. No es usted tan importante. De todos modos habrá un escándalo. Imagínese: un sacerdote sospechoso de asesinato, y en su propia iglesia.

Si se lo imaginaba, no lo dijo. Se había llevado una mano a la cara y se rascaba la barba. Por alguna extraña razón parecía expectante. Casi divertido.

– Bien -asintió al fin-. Parece que lo ocurrido conviene a todo el mundo. Usted se libra de la iglesia -le dijo a Gavira, que guardó silencio- y ustedes -a Quart- se libran de mí.

Macarena se puso en pie con una exclamación de protesta.

– No diga eso, don Príamo. Hay gente que necesita esa iglesia, y lo necesita a usted. Yo lo necesito. La duquesa también -miró a su marido, desafiante-. Y mañana es jueves, no lo olvide.

Por un momento el duro perfil del padre Ferro pareció dulcificarse un poco.

– No lo olvido -dijo. De nuevo la linterna dibujaba el relieve de la piel tallada a buril-. Pero hay cosas que ya no están en mis manos… Dígame una cosa, padre Quart: ¿Usted cree en mi inocencia?

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