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– Vamos de una vez -se impacientó Macarena. En ese momento le daban lo mismo el uno que el otro. Sólo tenía ojos para el barco amarrado en el muelle.

Gavira miraba a Quart. Los dientes le resplandecían en las sombras de la cara:

– Después de usted, padre.

Se acercaron, procurando no hacer ruido. La embarcación estaba sujeta a los bolardos del muelle con dos gruesas estachas, una a proa y otra a popa. Subieron sigilosamente por la pasarela hasta llegar a una cubierta donde se amontonaban rollos de cabos, destrozados salvavidas, neumáticos, mesas y sillas viejas. Quart se guardó la cartera en un bolsillo del pantalón y, quitándose la americana, la puso doblada sobre uno de los asientos. Gavira lo imitó sin decir nada.

Recorrían la cubierta superior. Por un momento creyeron escuchar un roce bajo sus pies, y el muelle se iluminó débilmente, como si alguien hubiese echado un vistazo desde el interior por uno de los portillos. Quart contenía el aliento, procurando pisar en silencio del modo que le habían enseñado sus instructores de los servicios especiales de la policía italiana: primero el talón, luego el canto del pie, después la planta. La tensión le tamborileaba en los tímpanos, así que procuró serenarse para escuchar los ruidos a su alrededor. Llegó así al puente, donde el timón y los instrumentos estaban cubiertos por fundas de lona, y fue a apoyarse en el mamparo de hierro, el oído atento. Olía a descuido y suciedad. Vio cómo Macarena y después Gavira entraban tras él y se inmovilizaban tensos a su lado, recortadas sus sombras por la luz distante de los faroles del Arenal. Tranquilo el banquero, cambiando con Quart una mirada inquisitiva. Fruncido el ceño Macarena, mirándolos alternativamente en espera de una señal; tan resuelta como si toda su vida la hubiera pasado asaltando barcos a media noche. Había una puerta de madera tras la que se escuchaba, apagado, el sonido de una radio. Una fina línea de luz se advertía a sus pies, en el umbral.

– Si hay complicaciones, uno a cada hombre -susurró Quart, señalándose el pecho y luego el de Gavira, antes de indicar a Macarena-. Y ella se encarga del padre Ferro.

– ¿Y la mujer? -preguntó Gavira.

– No lo sé. Si interviene, ya veremos. Sobre la marcha.

El banquero sugirió que quizás podrían intentarlo por las buenas, hablando él en nombre de Peregil. Debatieron brevemente y en voz queda la cuestión. El problema, concluyeron, era que los secuestradores esperaban la entrega del rescate, y Gavira sólo llevaba encima sus tarjetas de crédito. Reflexionaba Quart a toda prisa, con sus compañeros de aventura mirándolo expectantes; le dejaban la decisión final de clérigo a clérigo, con los riesgos que cada opción implicaba. Lamentando por última vez no haber recurrido a la policía, Quart intentó recordar la manera de plantearse aquella clase de problemas. Por las buenas, palabras: mucha calma y muchas palabras. Por las malas, rapidez, sorpresa, brutalidad. En ambos casos, no darle nunca al adversario tiempo para pensar. Aturdirlo con un alud de impresiones que bloquearan su capacidad de reacción. Y en el peor de los casos, que la Providencia -o quien estuviese de guardia aquella noche- no permitiera lamentar desgracias.

– Vamos a entrar.

Todo esto es grotesco, se dijo. Después cogió de encima de la bitácora un tubo de acero de tres palmos de longitud y aspecto amenazador. Quien a hierro mata, murmuró para sus adentros. Ojalá aquello concluyese sin que nadie matara a nadie. Después se llenó de aire los pulmones, oxigenándolos media docena de veces, antes de abrir la puerta. A medio camino se preguntó si debía haber hecho la señal de la cruz.

La taza de café se le cayó a don Ibrahim encima de los pantalones. El cura alto había aparecido en la puerta del puente, en mangas de camisa, con su alzacuello puesto y una barra de hierro en la mano derecha. Mientras se ponía en pie con dificultad, estrechando la barriga contra el borde de la mesa, vio detrás a otro hombre moreno, de buena planta, en el que reconoció al banquero Gavira. Después apareció la duquesa joven.

– Tranquilícense -dijo el cura alto-. Venimos a hablar.

El Potro del Mantelete se había incorporado en la litera, en camiseta, el tatuaje legionario del hombro barnizado en sudor, apoyando los pies descalzos en el suelo. Miraba a don Ibrahim como preguntándole si aquella visita debía considerarse dentro o fuera de programa.

– Nos manda Peregil -anunció el banquero Gavira-. Todo está en orden.

Si todo estuviera en orden, se dijo don Ibrahim, ellos no estarían allí, Peregil habría puesto cuatro millones y medio sobre la mesa, y el cura alto no llevaría esa barra en la mano. Algo se había complicado en alguna parte, y miró sobre el hombro de los recién llegados, esperando ver aparecer a la pasma de un momento a otro.

– Tenemos que hablar -repitió el cura alto.

Lo que tenían, pensó don Ibrahim, era que largarse de allí a toda leche él, la Niña y el Potro. Pero la Niña estaba en el camarote con el cura viejo, y desaparecer no era tan fácil; entre otras cosas porque los tres intrusos estaban justo en la puerta de salida. Maldita fuera su estampa, se dijo. Maldita su mala suerte y todos los Peregiles y todos los curas del mundo. Un asunto con sotanas de por medio tenía que traer mal fario. Estaba cantado, y él era un imbécil.

– Aquí hay un malentendido -dijo, por ganar tiempo.

En cuanto a curas, el alto tenía el rostro como de piedra, con la mano crispada en torno a la barra de hierro que le sentaba a su alzacuello como a un Cristo dos pistolas. Don Ibrahim se apoyaba en la mesa, aturdido, con el Potro mirándolo igual que un perro espera la orden de su amo para lanzarse al ataque o lamer la mano. Si al menos pudiera poner a salvo a la Niña, pensó. Que ella no se viera implicada si todo se iba a hacer puñetas.

Estaba en ésas cuando los acontecimientos decidieron por él. La duquesa joven no parecía cohibida en absoluto, sino todo lo contrario. Miraba alrededor echando chispas por los ojos.

– ¿Dónde lo tienen? -preguntó.

Después, sin aguardar respuesta, dio dos pasos a través de la cámara en dirección a la puerta cerrada del camarote. Aquella moza venía caliente, se dijo don Ibrahim. Más por reflejos que por otra cosa, el Potro se puso en pie, cortándole el paso. Miraba a su compadre, indeciso, pero el indiano era incapaz de reaccionar. Entonces el banquero Gavira se acercó a la mujer como para socorrerla; y el Potro, con las ideas más claras al tratarse de un varón adulto, y por aquello de que a quien madruga, etcétera, le calzó un derechazo que tiró al otro contra el mamparo. Entonces se complicaron las cosas. Igual que si hubiera sonado el gong en algún lugar de su maltrecha memoria, el Potro alzó los puños poniéndose a dar saltos por toda la cámara del barco, golpe va y golpe viene, dispuesto a defender el título del peso gallo. A todo esto el banquero Gavira había dado en una alacena de tazas metálicas que se vino abajo con estrépito, la duquesa joven eludió otro derechazo del Potro mientras iba decidida hacia la puerta del camarote donde estaba encerrado el párroco, y don Ibrahim se puso a pedir calma a gritos sin que nadie le hiciera caso.

A partir de ahí ya fue la de Dios es Cristo. Porque la Niña Puñales había oído el ruido y salió a ver qué pasaba, dándose de boca con la duquesa joven; y mientras tanto el banquero Gavira, sin duda para resarcirse del puñetazo del Potro, se venía sobre don Ibrahim con pésimas intenciones. El cura alto, tras mirar indeciso la barra de hierro que llevaba en la mano, la tiró al suelo antes de retroceder unos pasos para esquivar los golpes que el Potro seguía lanzando contra todo cuanto se movía, incluida su propia sombra.

– ¡Calma! -suplicaba don Ibrahim-. ¡Calma!

A la Niña Puñales le dio un ataque de histeria, empujó a la duquesa joven y se lanzó contra el banquero Gavira con las uñas listas para sacarle los ojos. Gavira, con muy escaso sentido de la caballerosidad, la frenó en seco de una bofetada que mandó a la Niña de vuelta al camarote entre revuelo de volantes y lunares, justo a los pies de la silla donde, maniatado y con los ojos vendados, el cura viejo intentaba volver la cabeza para averiguar lo que pasaba. En cuanto a don Ibrahim, la bofetada a la Niña destruyó sus afanes conciliadores, poniéndole un trapo rojo ante la cara. Así que, asumiendo lo inevitable, el gordo ex falso letrado volcó la mesa, agachó la cabeza como le habían enseñado Kid Tunero y don Ernesto Hemingway en el bar Floridita de La Habana, y desempolvando un grito de pelea -«Viva Zapata» dijo, porque fue lo primero que le vino a la cabeza- lanzó sus ciento diez kilos contra el estómago del banquero, llevándoselo con el golpe al otro extremo de la cámara justo cuando el Potro le asestaba al cura alto un derechazo en la cara y el agredido se agarraba a la lámpara para no caerse al suelo. Chisporrotearon los cables de la luz al arrancarlos de cuajo, y el barco se quedó a oscuras.

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