Por un momento se creyó a salvo. Apretaba la carrera respirando acompasado, uno, dos, uno, dos, con la sangre golpeándole muy fuerte en las sienes y el corazón, y los pulmones quemaban igual que si se los estuvieran sacando del pecho para volverlos del revés. Corría casi a ciegas en la oscuridad, oyendo detrás las zancadas de los otros, las imprecaciones del Gitano Mairena, el resuello del Pollo Muelas. Un par de veces creyó que le rozaban la espalda o las piernas, y enloquecido de terror apretó el galope, sintiendo que aumentaba la distancia entre él y sus perseguidores. Las luces de los automóviles sobre el puente se acercaban con rapidez. La escalera, se dijo atropelladamente, ofuscado por el esfuerzo. Había una escalera en algún lugar a la izquierda, y arriba calles, luces, coches, gente. Torció a la derecha acercándose al muro en diagonal, algo golpeó su espalda, aceleró de nuevo mientras dejaba escapar un grito de angustia. Allí estaba la escalera: la adivinó, más que vio, en las sombras. Hizo un último esfuerzo, pero cada vez resultaba más difícil coordinar el movimiento de las piernas. Se desacompasaban, perdía terreno, el cuerpo se iba hacia adelante, en el vacío. Sus pulmones eran una llaga dolorosa y no encontraban aire que respirar. De ese modo llegó al pie de la escalera y pensó, fugazmente, que tal vez iba a conseguirlo. Entonces le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas, encogido, como si lo hubieran abatido de un escopetazo.
Estaba hecho polvo. Bajo la camisa, los billetes se le pegaban al cuerpo con el sudor. Giró hasta quedar tumbado boca arriba sobre el primer peldaño, y todas las estrellas del cielo se le movían alrededor, igual que en una atracción de feria. Dónde se han llevado todo el oxígeno, pensó, una mano conteniendo los saltos del corazón para que éste no escapara por la boca abierta. A su lado, resoplando, apoyados en la pared, el Gitano Mairena y el Pollo Muelas intentaban recobrar el aliento.
– Qué hijoputa -oyó decir al Gitano, entrecortada la voz-. Corre como una bala.
El Pollo Muelas se había puesto en cuclillas, respirando igual que una gaita llena de agujeros. La luz de un farol del puente iluminaba media sonrisa simpática.
– Has estado cojonudo, Peregil, de verdad -dijo casi con ternura, palmeándole la cara en suaves cachetes-. Nos has impresionado un huevo. Palabra.
Después se puso en pie con dificultad, y sin dejar de sonreír le dio otro par de cachetitos amistosos en la mejilla. Luego saltó sobre su brazo derecho, partiéndoselo con un crujido. Así le rompió el primero de los huesos que iban a romperle aquella noche.
Macarena Bruner miró el reloj por enésima vez. Pasaban cuarenta minutos de las once.
– Algo va mal -dijo en voz baja.
Quart estaba seguro de eso, pero no comentó nada. Aguardaban en la oscuridad, junto a la verja cerrada de un embarcadero de patines acuáticos. Sobre sus cabezas, más allá de las palmeras y las buganvillas, tras las terrazas desiertas del Arenal, se veía la cúpula iluminada del teatro de la Maestranza y un ángulo del edificio del Banco Cartujano. Unos trescientos metros orilla abajo, la Torre del Oro iluminada montaba guardia junto al puente de San Telmo. Y justo en la mitad, amarrado al muelle, estaba el Canela Fina.
– Algo ha salido mal -insistió Macarena.
Llevaba un suéter con las mangas anudadas sobre los hombros. Estaba tensa, inquieta, pendiente del muelle donde tenía que presentarse el hombre de Pencho Gavira. La embarcación en la que según su marido, o ex marido, estaba el padre Ferro, se veía silenciosa y a oscuras, sin rastro de vida. Durante un rato -disponían de tiempo- Quart consideró para sus adentros la posibilidad de que el banquero les hubiese hecho una mala jugada; pero tras darle vueltas descartó la idea. Tal como estaban las cosas, había engaños que Gavira no podía permitirse.
Un soplo de brisa hizo crujir las tablas del embarcadero. El agua chapaleó débilmente en los pilares del muelle. Fuera lo que fuese, algo había alterado el plan; y las cosas amenazaban con desarrollarse de modo menos tranquilizador que el previsto. El instinto de Quart decía que aquel punto muerto auguraba nuevos problemas. Suponiendo que el párroco estuviera en el barco -de lo que no tenían más indicio que la palabra de Gavira-, su rescate iba a complicarse mucho si no hacía acto de presencia el presunto mediador. Quart miró el perfil oscuro y vigilante de Macarena, y luego pensó en el subcomisario Navajo. Tal vez estaban llegando demasiado lejos.
– Quizá fuera conveniente -dijo, con suavidad- llamar a la policía.
– Ni lo pienses -ella no apartaba su atención del muelle desierto y del barco-. Antes tenemos que hablar con don Príamo.
Quart miró a uno y otro lado, bajo las acacias que bordeaban la orilla.
– Pues no viene nadie.
– Ya vendrá. Pencho sabe lo que se juega en esto.
Pero nadie acudió a la cita. Pasaron las doce y la tensión se hizo insoportable. Macarena se paseaba nerviosa junto a la verja del embarcadero. Además, había olvidado sus cigarrillos. Quart se quedó vigilando el Canela Fina mientras ella iba hasta una cabina telefónica del paseo, a llamar a su marido. Volvió sombría. El banquero aseguraba que Peregil se comprometió a acudir a las once en punto, con dinero para el rescate. No se explicaba lo ocurrido, pero se reuniría con ellos en quince minutos.
Apareció al cabo de un rato, caminando bajo las acacias hasta unírseles junto al embarcadero. Vestía un polo bajo la americana, pantalón ligero y calzado deportivo. En la oscuridad parecía mucho más moreno que de costumbre.
– No me explico lo de Peregil -dijo a modo de saludo.
No hubo excusas, ni comentarios inútiles. En pocas palabras lo pusieron al tanto de la situación. El banquero estaba muy preocupado por la ausencia de su asistente, y dispuesto a todo con tal de que no mezclaran a la policía. Una cosa era que ésta se las hubiese con el párroco en libertad, y otra muy distinta que los agentes tuvieran que rescatarlo de un secuestro más o menos imputable a Gavira. Mientras hablaban, Quart admiró su sangre fría: no hacía aspavientos, ni protestas de inocencia, ni intentaba convencer a nadie. Había traído cigarrillos, y él y Macarena fumaron con las brasas protegidas en el hueco de la mano. El banquero escuchaba más que hablaba, inclinada la cabeza, dueño de sí. Lo único que parecía preocuparle era que todo se resolviese a gusto de todos. Por fin miró directamente a Quart:
– ¿Usted qué opina?
Esta vez no había suspicacia, ni chulería en el tono. Era objetivo y tranquilo: sota, caballo y rey, una consulta técnica antes de pasar a la acción. Su pelo peinado con brillantina reflejaba las luces del río.
Quart sólo dudó un instante. Tampoco a él lo hacía feliz que el párroco pasara de manos de sus secuestradores a las del subcomisano Navajo, sin tiempo para un largo cambio de impresiones. Miró el Canela Fina.
– Habría que entrar -opinó.
– Pues vamos -dijo Macarena, resuelta.
– Un momento -opuso Quart-. Antes conviene saber qué vamos a encontrar ahí.
Gavira se lo dijo. Según los informes de Peregil, la banda la formaban tres. Un tipo gordo, grande, cincuentón, era el jefe. Había también una mujer y un ex boxeador. Este último podía ser peligroso.
– ¿Conoce el barco por dentro? -le preguntó Quart.
Gavira dijo que no, aunque era del tipo común para turistas: una cubierta superior con varias filas de asientos, un puente a proa y un interior con media docena de camarotes, cuarto de máquinas y una cámara. Ése, en concreto, llevaba mucho tiempo fuera de servicio, casi abandonado. Alguna vez se fijó en él mientras tomaba copas en las terrazas del Arenal.
A medida que iba definiéndose la acción, los fantasmas que en las últimas horas habían turbado a Quart se alejaban poco a poco. La noche, el barco a oscuras, la inminencia de un enfrentamiento, lo llenaban de una expectativa casi gozosa, un poco infantil. Era jugar de nuevo, recobrar los viejos gestos conocidos, el control de sí mismo. Recorrer las casillas del sorprendente juego de la Oca que era la vida. Reconocía por fin su territorio, el paisaje incierto del mundo en que se movía habitualmente; y de ese modo retornaba a ser él mismo. De pronto la presencia de Macarena se acotaba de modo tranquilizador en el orden exacto de las cosas, y el templario inseguro podía recobrar la paz del buen soldado. Descubría incluso en Pencho Gavira -y eso era lo singular de aquella situación- a un inesperado camarada de campaña, traído por la brisa del mar y las aguas del río que se deslizaba despacio y manso a sus pies, diluyendo la antipatía que había podido sentir antes, y que sin duda volvería a experimentar mañana. Pero, al menos por una noche, todos los amigos muertos de un templario no estaban muertos. Y le complacía que aquél, inesperado, hubiese venido a pie, sin escolta, caminando solo bajo las acacias oscuras de la orilla en lugar de atrincherarse tras su miedo y todo lo que tenía por perder, y ahora se dispusiera a abordar el Canela Fina sin otras palabras que las imprescindibles.