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Cuando volvió a la realidad, los ojos oscuros, egoístas, de Macarena estaban fijos en los suyos. Pero Quart no era el objeto de su interés. No vio gotas de miel ni luna agitando hojas de buganvillas y naranjos. No había nada que le concerniera; y por un instante el agente del IOE se preguntó qué diablos estaba haciendo él todavía allí, reflejado en aquellos ojos extraños.

– No veo por qué iba a huir el padre Ferro -dijo, haciendo el esfuerzo de retornar a las palabras y a la disciplina que traían consigo-. Si la causa de su desaparición fue un secuestro, eso atenúa las sospechas sobre él.

El argumento no pareció tranquilizarla en absoluto:

– No cambia nada. Dirán que cerró la iglesia con el cadáver dentro.

– Sí. Pero tal vez, como dijo tu amiga Gris, pueda demostrar que no llegó a verlo. Será bueno para todos que se explique por fin. Bueno para ti, y para mí. Bueno para él.

Movió ella la cabeza:

– Tengo que hablar con don Príamo antes que la policía.

Había ido hasta la ventana. Miraba el patio interior, apoyada en el marco.

– Yo también -dijo Quart, acercándose-. Y es mejor que se presente él mismo, acompañado por mí y por el abogado que he hecho venir de Madrid -consultó el reloj-. Que ahora debe de estar con Gris en la Jefatura de Policía.

– Ella nunca acusará a don Príamo.

– Claro que no.

Se volvió hacia Quart. La ansiedad se reflejaba en los ojos oscuros:

– ¿Van a detenerlo, verdad?

Habría levantado los dedos para tocar esa boca, pero el gesto de ella no era suyo, sino de otro. Qué absurdo tener celos de un viejo cura pequeño y sucio, pero lo cierto es que los tenía. Tardó unos segundos en responder:

– No lo sé -tras el momento de duda desvió la mirada hacia el patio. Sentada en una mecedora junto a la fuente de azulejos, abanicándose ajena a todo, Cruz Bruner leía apaciblemente-. Por lo que vi en la iglesia, temo que sí.

– Crees que fue él, ¿verdad? -Macarena también miró a su madre. Lo hizo con una inmensa tristeza-. Aunque no haya desaparecido por su voluntad, tú lo sigues creyendo.

– Yo no creo nada -se zafó Quart, malhumorado-. Creer no es mi trabajo.

Le venía a la memoria el salmo de la Biblia referido a la historia de Uzá, «quien osó tocar el Arca de la Alianza, y el Señor se encolerizó contra él por su atrevimiento, lo hirió y murió allí mismo, junto al Arca de Dios»… Por su parte. Macarena inclinaba el rostro. Había deshecho el cigarrillo entre los dedos, sin llegar a encenderlo, y las briznas de tabaco caían a sus pies.

– Don Príamo nunca haría una cosa así.

Quart movió la cabeza, pero no dijo nada. Pensaba en Honorato Bonafé muerto en el confesionario, fulminado por la cólera implacable del Todopoderoso. Era precisamente al padre Ferro a quien él imaginaba haciendo una cosa así.

Un cuarto para las once. Apoyado en un farol bajo el puente de Triana, Celestino Peregil oyó las campanadas del reloj sin levantar la vista de las luces reflejadas en el agua negra del río. Los faros de los automóviles que pasaban por encima corrían a lo largo de la barandilla de hierro, sobre los arcos remachados y los pilares de piedra, y también más allá del parapeto de jardines y terrazas que se levantaba en el paseo de Cristóbal Colón, junto a la Maestranza. Pero abajo, en la orilla, todo estaba tranquilo.

Echó a andar por la explanada bajo el puente, hacia los antiguos muelles del Arenal. La brisa de Sanlúcar empezaba a rizar suavemente la superficie oscura del Guadalquivir, y el fresquito de la noche levantó el ánimo del sicario. Tras las emociones de las últimas horas, todo iba de vuelta a la normalidad. Incluso la úlcera parecía dispuesta a dejarlo en paz. La cita estaba prevista a las once junto al barco donde aguardaban don Ibrahim y sus secuaces, y el propio Gavira le había dado toda clase de instrucciones y seguridades a Peregil para evitar fallos: irían la señora y el cura alto, y él debía limitarse a efectuar la entrega sin problemas. Al párroco lo iban a sacar del Canela Fina, y la pareja se haría cargo en uno de los antiguos almacenes del muelle, cuya llave llevaba Peregil en el bolsillo. En cuanto al dinero de los tres malandrines, al asistente le había costado un poco convencer a su jefe de que aflojase lo necesario; pero la urgencia del caso y las ganas del banquero por quitarse de encima al párroco facilitaron las cosas. Con una íntima sonrisa, el esbirro se tocó la barriga: llevaba los cuatro millones y medio en billetes de diez mil escondidos bajo la camisa, en el elástico de los calzoncillos; y en su casa tenía otras quinientas mil que había conseguido colarle de clavo a su jefe a última hora, so pretexto de gastos imprescindibles para llevar la cosa a buen término. Tanta viruta en la cintura lo obligaba a caminar rígido, igual que si llevara un corsé.

Empezó a silbar, optimista. Salvo alguna pareja de novios o un pescador aislado, el paseo hasta los muelles se veía desierto. Unas ranas croaban entre los juncos de la orilla, y Peregil las escuchó, complacido. Asomaba la luna sobre Triana y el mundo era maravilloso. Las once menos cinco. Apretó el paso. Estaba deseando terminar con el sainete para irse derecho al Casino, a ver lo que el medio kilo daba de sí. Reservándose cinco mil duros para un homenaje con Dolores la Negra.

– Hombre, Peregil. Qué sorpresa.

Se paró en seco. Dos siluetas sentadas en uno de los bancos de piedra se habían incorporado a su paso. Una delgada, alta, siniestra: el Gitano Mairena. Otra menuda, elegante, con movimientos precisos de bailarín: el Pollo Muelas. Una nube ocultó la luna, o quizá lo que ocurrió fue que los ojos de Peregil se nublaron de pronto. Tenía puntitos negros bailándole ante los ojos, y la úlcera se le despertó de un modo salvaje. Le flaquearon las piernas. Una lipotimia, pensó. Me voy a caer redondo de una lipotimia.

– Adivina qué día es hoy.

– Miércoles -la voz le salía desmayada, apenas audible, en un amago de protesta-. Me queda un día.

Las dos sombras se acercaron. En cada una de ellas, una más arriba que otra, relucía la brasa de un pitillo.

– Llevas mal las cuentas -dijo el Gitano Mairena-. Te queda una hora, porque el jueves empieza a las doce en punto de esta noche -encendió un fósforo y su llamarada iluminó la mano con su meñique amputado y la esfera de un reloj-. Una hora y cinco minutos.

– Voy a pagar -dijo Peregil-. Os lo juro.

Sonó la risa simpática del Pollo Muelas:

– Pues claro. Por eso vamos a sentarnos los tres juntos, en este banco. Para hacerte compañía mientras llega el jueves.

Ciego de pánico, Peregil echó una ojeada alrededor. Las aguas del río no le ofrecían amparo alguno, y las mismas posibilidades iba a encontrar en una carrera desesperada por el muelle desierto. En cuanto a un arreglo negociado, lo que llevaba encima podía resolver temporalmente el asunto, con dos objeciones: ni cubría la totalidad de la deuda con el prestamista, ni él podía justificar su pérdida ante Pencho Gavira, con quien el montante ascendía ya a once millones como once cañonazos. Eso, sin contar el secuestro del párroco que tenía colgado como una soga al cuello, la cita con la señora y el cura alto, y la cara que iban a poner don Ibrahim, el Potro del Mantelete y la Niña Puñales si los dejaba en la estacada con aquel marrón. A lo que podía sumarse el muerto de la iglesia, la policía, y toda la otra ruina que llevaba encima. De nuevo observó la corriente negra del río. Igual le salía más barato saltar al agua y ahogarse.

Suspiró hondo, muy hondo, y sacó un paquete de cigarrillos. Después miró a la sombra alta y luego a la baja, resignado ante lo inevitable. Quién dijo miedo, pensó. Habiendo hospitales.

– ¿Tenéis fuego?

Aún no había prendido un fósforo el Gitano Mairena cuando Peregil ya estaba corriendo a toda mecha a lo largo del muelle, de vuelta hacia el puente de Triana, como si le fuera la vida en ello. Que era exactamente lo que le iba.

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