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En cuanto a Macarena, parecía moverse por el umbral de una pesadilla. En la cubierta del Canela Fina, vuelta hacia el río, Quart había visto estremecerse sus hombros mientras ella decía adiós, entre lágrimas, al sueño que se hundía en las aguas negras, a sus pies. Ya no pronunció una sola palabra. Después que condujeron al párroco a la Jefatura de Policía, Quart la acompañó en un taxi hasta su casa; y tampoco entonces Macarena dijo nada. La dejó sentada en el patio junto a la fuente de azulejos, a oscuras, y cuando murmuró una indecisa despedida antes de irse, ella miraba la torre apagada del palomar. En el rectángulo de cielo negro, la noche seguía pareciendo un telón de teatro pintado de puntitos luminosos sobre la Casa del Postigo.

Sonaron una puerta, voces y pasos al extremo del vestíbulo blanco, y Quart se mantuvo alerta, la taza de café todavía en la mano. Pero nadie apareció, y al cabo de un momento sólo quedaba otra vez el silencio bajo el neón, y la imagen estática, en blanco y negro, de la calle deformada por el objetivo gran angular en los monitores del policía. Se levantó Quart dando unos pasos sin rumbo, y cuando estuvo frente al panel de vidrio blindado el agente le sonrió con embarazosa simpatía. Compuso otra sonrisa similar y se asomó a la puerta de la calle. Había otro guardia allí, con chaleco antibalas azul oscuro y un subfusil colgado del hombro, paseando aburrido bajo las grandes palmeras de la entrada. La Jefatura estaba situada en la parte moderna de la ciudad, y en el cruce de calles, desierto a aquellas horas, los semáforos iban lentamente del rojo al verde, del verde al ámbar.

Se esforzaba en no pensar. Es decir: reflexionaba sólo sobre las circunstancias técnicas del caso. La nueva situación del padre Ferro, los aspectos judiciales, los informes que debía mandar a Roma apenas amaneciese… Y procuraba que todo lo demás -sensaciones, incertidumbres, intuiciones- no se adueñara de él, quitándole la serenidad necesaria en su trabajo. Tras el tenue límite de todo aquello, al acecho del menor resquicio para adueñarse del panorama, sus viejos fantasmas pugnaban por unirse a los nuevos; con la diferencia de que esta vez el sacerdote Lorenzo Quart sentía los redobles en su propia piel. Era fácil quedar al margen cuando algo -aunque sólo fuera una cierta idea de uno mismo- se interponía entre la acción y sus consecuencias; pero ya no lo era tanto mantener el pulso firme cuando se escuchaba la respiración de la víctima. O cuando se la reconocía como álter ego, y los conceptos del bien y el mal, lo justo y lo inconveniente, difuminaban sus contornos en aquella terrible certeza.

Se contempló un largo rato en el reflejo oscuro del cristal de la puerta. El pelo gris muy corto de quien en otro tiempo había sido buen soldado. El rostro delgado que reclamaba una cuchilla y espuma de afeitar. El alzacuello negro y blanco que ya no podía mantenerlo a salvo de nada. Era un largo camino para encontrarse de nuevo en el rompeolas batido por la lluvia, con las gotas de agua cayendo por la mano fría, tan desamparada como la del niño que se aferraba a ella. Como los brazos que descendían de la cruz a un Cristo de vidrio inexistente, reducido a un hueco silueteado de plomo en la ventana que Gris Marsala se obstinaba en recomponer.

Una puerta se abrió al otro lado del vestíbulo, y el ruido de voces llegó hasta Quart. Al volverse vio que Simeón Navajo venía hacia él; su camisa roja garibaldina era un brochazo de color en la aséptica blancura del vestíbulo. Así que le devolvió la taza vacía al guardia de la garita y fue a su encuentro. El subcomisario se secaba las manos con una toalla de papel. Acababa de salir de los lavabos, y el pelo húmedo estaba tenso hacia atrás, recién sujeto en su nuca por la coleta. Tenía cercos de fatiga en torno a los ojos, y las gafas redondas le resbalaban hacia la punta de la nariz.

– Ya está -dijo, arrojando la toalla a una papelera-. Acaba de firmar su declaración.

– ¿Sostiene que mató a Bonafé?

– Sí -Navajo encogía los hombros casi excusándose por aquello. Son cosas que pasan, decía el gesto; ni usted ni yo tenemos la culpa-. Y preguntado por las otras dos muertes, cosa que hemos hecho por puro trámite, resulta que ni las afirma ni las niega. Es un fastidio, porque eran casos cerrados, y ahora nos obliga a reabrir la investigación…

Metió las manos en los bolsillos, dio unos pasos en dirección a la puerta y se detuvo allí, mirando las luces de la calle desierta.

– La verdad -añadió- es que su colega no resulta muy comunicativo. Se ha limitado a responder sí o no casi todo el rato, o a guardar silencio como le aconsejaba el abogado.

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso. Ni siquiera cuando hemos hecho el careo con la señora, o señorita… o hermana Marsala, como se diga, lo he visto pestañear.

Quart miró hacia la puerta:

– ¿Sigue ella ahí adentro?

– Sí. Está firmando las últimas declaraciones, con ese abogado que usted trajo. Dentro de un momento podrá irse a casa.

– ¿Refrenda la confesión de don Príamo?

Navajo hizo una mueca:

– Todo lo contrario. Insiste en que no se lo cree. El párroco es incapaz de matar a nadie, asegura.

– ¿Y qué contesta él?

– Nada. La mira y no dice nada.

Volvió a abrirse la puerta al extremo del vestíbulo, y Arce, el abogado, vino hasta ellos. Era un individuo de aspecto apacible, vestido de oscuro y con la insignia colegial de oro en la solapa. Hacía años que se ocupaba de asuntos jurídicos de la Iglesia y tenía merecida fama de especialista en todo tipo de situaciones irregulares, incluida ésa. En concepto de honorarios y dietas cobraba una fortuna.

– ¿Y ella? -preguntó Navajo.

– Acaba de firmar su declaración -dijo Arce-. Y ha pedido un par de minutos con el padre Ferro, para despedirse. Sus compañeros no ven inconveniente, así que los he dejado hablando un poco. Bajo vigilancia, por supuesto.

Suspicaz, el subcomisario miró a Quart y luego al abogado.

– Pues ya pasa de dos minutos -sugirió-. Así que es mejor que se la lleven.

– ¿Van a bajar al párroco a los calabozos? -preguntó Quart.

– Esta noche dormirá en la enfermería -Arce indicaba con un gesto que la deferencia se la debían al subcomisario-. Hasta que mañana decida el juez.

Se abrió de nuevo la puerta, y Gris Marsala vino hasta ellos acompañada por un agente que traía en la mano unas hojas mecanografiadas. La monja tenía el aire abatido, muy fatigado. Seguía llevando los mismos tejanos y zapatillas deportivas que en la iglesia, y una cazadora vaquera sobre el polo azul. En la luz cruda y blanca del vestíbulo aún parecía más inerme que por la mañana.

– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Quart.

Ella tardó una eternidad en volverse hacia el sacerdote, cómo si le costara reconocerlo.

– Nada -las palabras salieron lentamente, inexpresivas. Movía la cabeza a uno y otro lado, con desesperanza-. Dice que lo mató, y luego se calla.

– ¿Y usted lo cree?

En alguna parte del edificio, apagada y lejana, resonó una puerta al cerrarse. Gris Marsala miró a Quart, sin responder. Sus ojos claros reflejaban un desprecio infinito.

Cuando el abogado Arce se fue en un taxi con la monja, Simeón Navajo pareció relajarse, aliviado. Detesto a esos fulanos, confió a Quart en voz baja. Con sus trucos, sus habeas corpus y todo lo demás. Son la peste, páter; y ese suyo tiene más conchas que las islas Galápagos. Después de aquel desahogo, el subcomisario le echó un vistazo a los folios que habría traído el otro policía, antes de pasárselos al sacerdote:

– Aquí tiene copia de la declaración. No es algo muy regular, así que hágame el favor de no airearla demasiado por ahí. Pero usted y yo… -Navajo sonreía a medias- Bueno. Me hubiera gustado ayudar más en este asunto.

Quart lo miró, agradecido:

– Lo ha hecho.

– No me refiero a eso. Quiero decir que un sacerdote detenido por asesinato… -Navajo se tocó la coleta, incómodo-. Ya me entiende. No lo hace sentirse a uno satisfecho de su trabajo.

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