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Macarena Bruner permaneció unos instantes en silencio. Se había apartado de nuevo el cabello de la cara y parecía meditar sobre la conveniencia de proseguir o no aquella conversación.

– Oiga -dijo por fin-. Gris y yo somos amigas. Y en cuanto a usted, cree que su presencia aquí puede ser útil, aunque sus intenciones no sean buenas.

Quart captó el tono conciliador. Alzó una mano y vio que una vez más ella seguía el movimiento:

– Hay algo que me irrita en todo esto, ¿sabe?… No sé cómo debo llamarla. ¿Señora Bruner?

Estaba incómodo ante su mirada oculta por cristales ahumados, y ella se daba perfecta cuenta de ello.

– Llámeme Macarena.

Se quitó las gafas negras, y a Quart lo sorprendió la belleza de los ojos grandes, oscuros con reflejos de miel. Alabado sea Dios, habría dicho en voz alta de creer realmente que Dios se ocupara de ese tipo de cosas. Así que se limitó a sostener la mirada de aquellos ojos como si la salvación de su alma dependiera de eso. Quizá dependiera, después de todo, si es que había un alma y una Providencia.

– Bien, Macarena -dijo, inclinándose hacia ella hasta apoyar los codos en las rodillas. Al acercarse pudo sentir su perfume; suave, como jazmín-. Algo me irrita mucho en esta historia. Todo el mundo da por sentado que estoy en Sevilla para fastidiar a don Príamo Ferro. Y no es cierto. He venido a elaborar un informe sobre la situación. Y carezco de ¡deas preconcebidas. Lo que ocurre es que el padre está muy poco dispuesto a cooperar -se echó hacia atrás en el asiento, ácido-… En realidad nadie está dispuesto a cooperar.

Ahora fue ella la que sonrió:

– Nadie se fía, y es lógico.

– ¿Por qué?

– Porque el arzobispo ha estado hablando mal de usted. Lo llama el cazador de cabelleras.

Hizo Quart una mueca. Santo varón, Su Ilustrísima.

– Sí. Somos viejos conocidos.

– Pero lo del padre Ferro puede arreglarse -ella se mordía el labio inferior-. Tal vez yo pueda hacer algo.

– Sería mejor para todos, y en especial para él. Pero dígame por qué lo haría usted… ¿Qué gana en esto?

Movió de nuevo la cabeza, como si eso no tuviera importancia, y el cabello volvió a resbalar sobre el hombro. Se lo apartó, mirando fijamente a Quart.

– ¿Es cierto que el Papa recibió un mensaje?

Era indudable que Macarena Bruner conocía el efecto de sus ojos. Quart tragó saliva con disimulo; mitad por la mirada, mitad por la pregunta.

– Es confidencial -respondió, suavizándolo con una sonrisa-. Comprenda que ni lo confirme ni lo desmienta.

Ella encogió los hombros con desdén:

– Es un secreto a voces.

– En ese caso, permítame no añadir la mía.

Brillaron los ojos oscuros, reflexivos. Macarena Bruner se recostó en un brazo del sofá, y el movimiento hizo que los gatitos bordados bajo su chaqueta se desperezaran, sugerentes.

– La última palabra sobre Nuestra Señora de las Lágrimas la tiene mi familia -explicó-. Quiero decir mi madre y yo. Si el edificio se declara en ruina, y si el Arzobispado autoriza su demolición, la decisión final sobre el destino del solar nos pertenece.

– No del todo -objetó Quart-. Según mis noticias, el Ayuntamiento tiene algo que decir.

– Pleitearemos.

– Pero usted sigue técnicamente casada. Y su esposo…

Lo interrumpió, negando con la cabeza:

– Hace seis meses que vivimos en casas diferentes. Mi marido no tiene derecho a actuar por su cuenta.

– ¿Y no intenta convencerla?

– Lo intenta -ahora Macarena Bruner sonreía de un modo nuevo; un gesto desdeñoso y distante, casi cruel, que le endurecía la boca-. Pero da lo mismo que lo intente o no. Esa iglesia va a sobrevivir.

– ¿Sobrevivir? -se extrañó Quart-. Curiosa palabra. Habla de ella como si estuviera viva.

Le miraba otra vez las manos:

– Tal vez lo esté. Hay muchas cosas que están vivas, aunque no lo parezcan -se había quedado absorta un momento, y pareció regresar bruscamente-. Pero me refería a que es necesaria. El padre Ferro también lo es.

– ¿Por qué? Hay otros curas y otras iglesias en Sevilla.

Ella se rió de verdad. Una risa franca y sonora, tan contagiosa que Quart, sin venir a cuento, estuvo a punto de imitarla.

– Don Príamo es especial, y su iglesia también -aún sonreía, y los reflejos de miel reaparecieron en su mirada, fija en Quart-. Pero no podría explicárselo con palabras. Tiene que ir allí.

– Ya estuve. Y su párroco favorito estuvo a punto de echarme a patadas.

Macarena Bruner se echó a reír otra vez. Quart nunca había oído reír a una mujer de forma tan estruendosa y simpática. Asombrado de sí mismo, se encontró deseando verla hacerlo de nuevo. En su cerebro bien adiestrado sonaron alarmas por todas partes. Aquello empezaba a parecerse mucho a zascandilear por jardines que sus viejos mentores eclesiásticos aconsejaban mantener a distancia: serpientes, manzanas, encarnaciones de Dalila y toda la parafernalia.

– Sí -dijo ella-. Gris me lo contó. Pero inténtelo de nuevo. Vaya a misa; observe lo que ocurre allí. Quizá comprenda mejor.

– Lo haré. ¿Frecuenta usted la misa de ocho?

No hubo mala intención en la pregunta, pero la mirada de Macarena Bruner viró al recelo, súbitamente seria.

– Ése no es asunto suyo.

Abría y cerraba las patillas de sus gafas de sol. Quart alzó un poco ambas manos en una disculpa, y siguió un breve silencio incómodo. Para salvar la situación miró alrededor en busca de un camarero y preguntó si quería tomar algo. Ella negó con la cabeza. Ahora parecía más relajada, y Quart formuló otra pregunta:

– ¿Qué piensa de las dos muertes?

Esta vez la risa fue desagradable, entre dientes:

– Que no se debe jugar con la ira de Dios.

Quart la miró muy serio:

– Singular punto de vista.

– ¿Por qué? -parecía sinceramente sorprendida-. Ellos, o quienes los enviaron, se lo andaban buscando.

– No es un sentimiento muy cristiano.

Hizo un gesto de impaciencia, cogiendo el bolso que tenía a su lado y volviéndolo a dejar. Liaba y desliaba los dedos en la correa de la bandolera.

– Usted no comprende, padre… -lo miró, indecisa- ¿Cómo debo llamarlo? ¿Reverendo? ¿Padre Quart?

– Puede llamarme Lorenzo, a secas. No voy a oírla en confesión.

– ¿Por qué no? A fin de cuentas es un sacerdote.

– Un poco singular, quizás -admitió Quart-. Y aquí no ejerzo exactamente como tal.

Al hablar había desviado un par de segundos la vista, incapaz de sostener del todo la situación. Cuando volvió a mirar, ella lo observaba con una curiosidad nueva, casi maliciosa.

– Sería divertido confesarme con usted. ¿Le gustaría?

Quart respiró con calma una, dos veces. Después frunció un poco los labios, como si considerase en serio la cuestión. La portada del Q+S pasó ante sus ojos como un mal presagio.

– Es posible -dijo- Pero temo no ser objetivo con ese sacramento, en su caso. Es demasiado…

– ¿Demasiado qué?

No era juego limpio por su parte, se dijo con amargura. Ella presionaba al límite. Presionaba demasiado, y eso era excesivo incluso para un tipo con los nervios del sacerdote Lorenzo Quart. Respiró otras dos veces, cual si aquello fuera una sesión de yoga. Plantéatelo así, se dijo. Procura que la calma no te abandone ahora.

– Atractiva -respondió con perfecta frialdad-. Supongo que es la palabra adecuada. Pero eso lo sabe mejor que yo.

Macarena Bruner apreció la respuesta con un breve silencio. Notable, decían sus ojos.

– Gris tiene razón -dijo-. Usted no parece un cura.

Asintió Quart sin bajar del todo la guardia:

– Imagino que el padre Ferro y yo somos especies diferentes…

– Acertó. Él es mi confesor.

– Estoy seguro de que se trata de una buena elección -hizo una pausa esmerada para despojar de ironía cualquiera de sus palabras-. Se trata de un hombre riguroso.

Ella no se dejó embaucar por el adjetivo:

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