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Quart le dio vuelta a la postal. Había unas líneas escritas con letra inglesa de ángulos suaves y tinta ya poco legible, convertida en trazos pálidos de color marrón claro:

Aquí rezo por ti cada día y espero tu regreso, en el lugar sagrado de tu juramento y mi felicidad.

Te amaré siempre.

Carlota

No había matasellos sobre la estampilla intacta de veinticinco céntimos con la efigie de Alfonso XIII niño, y la fecha manuscrita del encabezamiento estaba borrada por una mancha de humedad. Quart descifró un 9 y tal vez un 7 al final, lo que podía significar año 1897. La dirección sí estaba, en cambio, perfectamente clara: Capitán don Manuel Xaloc. A bordo del buque «Manigua». Puerto de La Habana. Cuba.

Cogió el teléfono, marcando el número de Recepción. El conserje negaba que alguien hubiese subido al cuarto ni preguntado por Quart desde las ocho de la mañana, hora en que había comenzado su turno. Tal vez podría informarse con las encargadas de la limpieza. Quart habló con ellas y colgó el teléfono sin averiguar nada. No recordaban haber tocado el Nuevo Testamento, y no podían decirle si estaba en el cajón o sobre la mesa cuando arreglaron la habitación. Pero nadie había entrado allí, excepto ellas.

Fue a sentarse frente a la ventana con la tarjeta en la mano y sin dejar de mirarla. Un barco atracado en el puerto de La Habana en 1897. Un capitán llamado Manuel Xaloc y una tal Carlota que lo amaba y rezaba por él en Nuestra Señora de las Lágrimas. ¿Tenía algún sentido lo escrito en el reverso de la postal, o sólo la foto de la iglesia era lo que contaba?… De pronto recordó el Evangelio de los Gedeones. ¿Marcaba la tarjeta una página, o estaba puesta al azar? Execró su descuido mientras se incorporaba y acudía a la mesa, mas por suerte había dejado el libro abierto boca abajo. Eran las páginas 168 y 169 -San Juan, 2- y aunque no había ningún párrafo subrayado, pudo hallar la cita con facilidad. Era demasiado evidente:

«15 Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas;

16 y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi padre casa de mercado.»

Movió la cabeza, observando alternativamente el libro y la postal. Pensaba en monseñor Spada y en Su Eminencia el cardenal Iwaszkiewicz, y decidió que no les iba a complacer en absoluto el giro que parecía tomar aquello. Y a él, mucho menos. Alguien era aficionado a cierto tipo de juegos inquietantes, como infiltrarse en ordenadores papales o en cuartos de hotel y evangelios ajenos. Quart pasó revista a todos los rostros hasta ese momento conocidos, preguntándose si entre ellos estaría el que buscaba. Sangre de Dios. Sentía una creciente exasperación, y arrojó libro y postal sobre la colcha de una cama. Tal como estaban las cosas, era lo que faltaba: un fantasma jugando al escondite.

Quart salió del ascensor en la planta baja, pasó junto a la vitrina con la colección de abanicos del hotel y anduvo por el pasillo que rodeaba el vestíbulo. Su silueta negra y sobria contrastaba en el ambiente. El Doña María era un establecimiento de cuatro estrellas para turistas, situado en un bello edificio antiguo de la calle Don Remondo, a dos pasos de Santa Cruz; y a los decoradores se les había ¡do un poco la mano en la planta baja, sobrecargada de motivos folklóricos, toreros y cuadros con mujeres andaluzas de teja y mantilla. En la puerta, una joven guía turística de aire fatigado, que sostenía en alto una pequeña bandera holandesa, congregaba a un grupo multicolor equipado con aparatos fotográficos y cámaras de vídeo. Al acercarse al mostrador para dejar la llave, Quart alcanzó a leer su nombre en la plaquita de plástico que llevaba sobre el pecho: V. Oudkerk. Sonrió compasivo, y la joven le devolvió otra sonrisa resignada antes de alejarse al frente de su tropa.

– Una señora lo espera, don Lorenzo. Acaba de llegar.

Quart miró al conserje, sorprendido, y luego se volvió hacia los sillones del vestíbulo. Había allí una mujer morena, de pelo negro y largo hasta más abajo de los hombros: gafas oscuras, téjanos, zapatos mocasín y americana marrón sobre una camisa azul claro. Parecía muy hermosa, y a medida que Quart se fue acercando y ella se puso en pie pudo confirmarlo mientras apreciaba el contraste del collar de marfil sobre la piel bronceada, la pulsera de oro en la muñeca, el bolso de piel de Ubrique en el sofá, a su lado. La mano delgada, elegante, de uñas perfectas, que extendía ante sí, presta al saludo:

– Me llamo Macarena Bruner.

La había reconocido unos segundos antes, gracias a las fotos de la revista. Quart no pudo evitar quedarse mirando su boca. Era grande, bien dibujada, entreabierta con el leve destello de los incisivos muy blancos bajo el labio superior en forma de corazón. Matizada por un poco de lápiz de labios rosa pálido, casi incoloro.

– Vaya -dijo ella. Parecía estudiarlo con detalle tras sus gafas oscuras, un poco sorprendida-. Realmente tiene buen aspecto.

– También usted lo tiene -respondió Quart, con calma.

Era un poco más baja que él, que rondaba el metro ochenta y cinco. Los téjanos y el cinturón de cuero moldeaban bajo la chaqueta unas caderas atractivas. Llevaba tres gatitos bordados en la camisa, generosamente colmada por los volúmenes correspondientes, y Quart creyó oportuno apartar la mirada, vagamente inquieto, so pretexto de consultar el reloj. Ella lo seguía observando, reflexiva.

– Quisiera que habláramos -dijo por fin.

– Naturalmente. Se lo agradezco, porque pensaba ir a verla -Quart miró a su alrededor-… ¿Cómo ha dado conmigo?

– Una amiga. Gris Marsala.

– Ignoraba que fueran amigas.

La vio sonreír con desenvoltura: un brillo de marfil en la boca, gemelo al del collar sobre la piel color tabaco rubio. Saltaba a la vista que era una mujer segura de sí, tanto por su condición como por su belleza; pero Quart era consciente de que el severo traje negro y el alzacuello la desconcertaban un poco, igual que a Gris Marsala. Era algo frecuente en las mujeres, hermosas o no; como si el hábito sacerdotal situase al hombre fuera del alcance común a su especie.

– ¿Podemos hablar ahora?

– Claro.

Tomaron asiento uno frente al otro. Ella cruzando las piernas, en el sofá que había ocupado mientras esperaba; él en un sillón contiguo.

– Sé a qué ha venido a Sevilla.

– No espere que me sorprenda -Quart esbozaba una sonrisa de resignación-. Mi viaje parece del dominio público.

– Gris me recomendó verlo a usted.

La miró con renovado interés. Mantenía puestas las gafas oscuras, y se preguntó cómo eran sus ojos.

– Qué extraño. Ayer su amiga no parecía dispuesta a cooperar.

El cabello de Macarena Bruner resbalaba sobre el hombro cubriéndole media cara, y ella se lo echó atrás con un gesto. Era muy negro y abundante, apreció Quart. Una belleza andaluza semejante a las que pintaba Romero de Torres, o a la Carmen de la Fábrica de Tabacos descrita por Merimée. Cualquier pintor, cualquier francés o cualquier torero podían perder la cabeza por aquella mujer. Durante una fracción de segundo se preguntó si también cualquier cura.

– No debe tener una falsa idea de esa iglesia -puntualizaba ella. Hizo una corta pausa, antes de añadir-: Ni del padre Ferro.

Quart se permitió una risa contenida cuyo objeto, más que otra cosa, era poner aquella incómoda fracción de segundo en el lugar conveniente. Así que buscó aplomo en el sarcasmo:

– No me diga que también forma parte de su club de fans.

Tenía una mano colgando en el brazo del sillón, y a pesar de los cristales oscuros se percató de que ella miraba esa mano. La retiró discretamente, cruzando los dedos con la otra.

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