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– Usted no sabe nada de él.

– Es justo lo que pretendo. Saber. Pero no encuentro a nadie que me ilustre.

– Yo lo haré.

– ¿Cuándo?

– No sé. Mañana por la noche. Lo invito a cenar en La Albahaca.

Quart intentaba pensar con rapidez.

– La Albahaca -repitió, para ganar tiempo.

– Sí. En la plaza de Santa Cruz. Suelen exigir corbata, pero tratándose de usted no creo que haya problemas con ese cuello que lleva. Aunque sea sacerdote, sabe vestirse bastante bien.

Aún tardó él tres segundos en hacer un gesto afirmativo. Por qué no. Después de todo, para eso había viajado a Sevilla. Sería una buena ocasión para beber a la salud del cardenal Iwaszkiewicz.

– Puedo ponerme una corbata, si lo desea. Aunque nunca tuve problemas en ningún restaurante.

Macarena Bruner se había puesto en pie, y Quart la imitó. Ella le miraba otra vez las manos.

– ¿Cómo quiere que lo sepa? -acentuó la sonrisa mientras se ponía las gafas negras-. Nunca he cenado antes con un cura.

El aire que don Ibrahim se daba con el sombrero olía a azahar y naranjas amargas. A su lado, en un banco de la plaza Virgen de los Reyes, la Niña Puñales hacía ganchillo mientras vigilaban la puerta del hotel Doña María: cuatro al aire, dejo dos, uno corto y uno largo. La Niña repetía la secuencia moviendo silenciosamente los labios igual que si rezara, con el ovillo sobre la falda mientras el tejido le iba creciendo despacio entre las manos, y las pulseras de plata tintineaban en sus muñecas. Aquella labor era para otra colcha de su ajuar. Hacía casi treinta años que el ajuar de boda de la Niña Puñales amarilleaba entre bolas de naftalina, en un armario de su pequeño piso del barrio de Triana; pero ella seguía añadiéndole piezas como si el tiempo se le hubiera detenido en los dedos, en espera del hombre moreno con ojos verdes que un día vendría a buscarla entre coplas de aguardiente y luna blanca.

Un coche de caballos cruzó la plaza, llevando en la trasera a cuatro hooligans ingleses que bebían cerveza tocados con sombrero cordobés -jugaban el Betis y el Manchester-, y don Ibrahim lo siguió con la vista mientras se retorcía el mostacho entre suspiros de desaliento. Pobre Sevilla, musitó al cabo de un instante, abanicándose más fuerte con el panamá blanco; y la Niña Puñales asintió sin alzar la cabeza, pendiente de su labor: cuatro al aire, dejo dos. Ahora don Ibrahim había tirado la colilla del cigarro puro, y lo miraba consumirse humeando en el suelo. Por fin, con sumo esmero, lo ayudó a morir con la contera del bastón; detestaba a los tipos brutales capaces de aplastar la colilla de un buen cigarro como si en vez de apagarla, la asesinaran. El anticipo de Peregil le había permitido comprar una caja entera, nueva, precinto intacto, de Montecristos; cosa que no podía permitirse desde que el cabo Finisterre era soldado raso. Dos de ellos asomaban, espléndidos, por el bolsillo superior de la americana de su arrugado traje de lino blanco. Se llevó una mano al pecho, palpándolos con ternura. El cielo era azul, olía a azahar, estaba en Sevilla, tenía entre manos un buen negocio, habanos en el bolsillo y treinta mil pesetas en la cartera. Para que su felicidad fuera completa, sólo echaba en falta tres entradas para los toros; tres tendidos de sombra con el Faraón de Camas en el cartel, o esa joven promesa. Curro Maestral; que según el Potro tenía maneras, pero ni punto de comparación con el difunto Juan Belmente que en paz descanse. El mismo Curro Maestral que salía en las revistas entrando a matar a las mujeres de los banqueros. Lo cual, bien mirado, también era asunto de cuernos.

Y hablando de mujeres. El cura alto acababa de aparecer en la puerta del hotel, conversando con una muy aparente. Don Ibrahim le dio con el codo a la Niña Puñales, y ésta interrumpió su labor. La dama llevaba gafas oscuras y era todavía joven, de aspecto agradable, vestida de modo informal pero con ese toque de clase, elegante y desenvuelto, característico de las mujeres andaluzas de buena casta. Ella y el cura se estrechaban la mano. Aquello introducía variantes insospechadas en el asunto, así que don Ibrahim y la Niña Puñales cambiaron significativas miradas:

– Aquí hay tomate, Niña.

– Digo.

El ex falso letrado se puso en pie no sin dificultad, calándose el panamá de paja blanca mientras sostenía el bastón de María Félix con aire resuelto. Dio a la Niña instrucciones para seguir con el ganchillo sin perder de vista al cura alto, y él se puso en marcha con la mayor discreción, propulsando trabajosamente sus ciento diez kilos tras los pasos de la mujer con gafas negras. De ese modo la siguió mientras se internaba en Santa Cruz y torcía a la izquierda por la calle Guzmán el Bueno, hasta verla desaparecer en el portal del palacio conocido como Casa del Postigo. Con el ceño fruncido y los ojos vigilantes, don Ibrahim se acercó al arco de la fachada, pintada de calamocha y cal entre los inevitables naranjos de la placita que le servía de acceso. La Casa del Postigo era un lugar muy conocido en Sevilla: un palacio del siglo xvi, residencia tradicional de los duques del Nuevo Extremo. Así que el indiano tomó buena nota mientras realizaba un reconocimiento táctico. Las ventanas estaban protegidas con verjas de hierro, y bajo el balcón principal un escudo heráldico presidía la entrada con su yelmo ornado con un león por cimera, bordura con áncoras y cabezas de moros o caciques indios, una banda con una granada dentro, y la divisa Oderint dum probent. Que huelan lo que prueben o algo así, tradujo para sus adentros el ex letrado, alabando el evidente sentido común de la frase. Después se adentró como quien no quiere la cosa en el portal oscuro, hacia la cancela de hierro forjado que cerraba el paso al patio interior, bellísimo recinto de columnas mozárabes con grandes macetas de plantas y flores en torno a una fuente muy bonita de mármol y azulejos. Permaneció allí hasta que una sirvienta uniformada de negro se acercó a la cancela, recelosa. Entonces le dedicó su más inocente sonrisa, y levantando un poco el sombrero hizo mutis hacia la calle con la torpeza de un turista despistado. Una vez fuera se detuvo de nuevo ante la fachada. Aún sonreía bajo el frondoso mostacho manchado de nicotina cuando extrajo del bolsillo uno de los cigarros y, cuidadosamente, le quitó la vitola. Montecristo, Habana, rezaba en torno a la minúscula flor de lis. Horadó el extremo con una navajita que llevaba en la cadena del reloj. La navajita era un detalle -solía contar- de sus amigos Rita y Orson, en memoria de aquella tarde inolvidable en La Habana Vieja, cuando les enseñó la fábrica de tabacos Partagás, en la esquina de Dragones y Barcelona, y luego Rita y él estuvieron bailando en el Tropicana hasta las tantas. Andaban por allí rodando La dama de Shanghai o algo parecido, y Orson se emborrachó hasta las cejas y todos se habían dado besos y abrazos, y terminaron regalándole aquella navajita con la que el Ciudadano Welles capaba los vegueros. Sumido en el recuerdo, o tal vez en lo imaginario del recuerdo, don Ibrahim se puso el habano entre los labios, haciéndolo girar mientras saboreaba la hoja de tabaco puro de su envoltura exterior. Interesantes, se dijo, las amistades femeninas del cura alto. Después acercó el mechero al extremo del Montecristo, disfrutando por anticipado de la media hora de placer que tenía por delante. Para don Ibrahim, la vida era inconcebible sin un cigarro cubano que llevarse a la boca. Su aroma obraba el milagro de reconstruirle un pasado glorioso, y Sevilla, La Habana -tan parecida-, su juventud caribeña en la que ni él mismo era capaz de distinguir lo real de lo inventado, se fundían con la primera bocanada de humo en un ensueño tan extraordinario como perfecto.

La luz de puticlub era roja, y en el estéreo cantaba Julio Iglesias. El vaso de Celestino Peregil tintineó cuando Dolores la Negra le puso más hielo en el whisky.

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