– Ahí está -la oyó decir.
Con inesperada agilidad, las manos de la vieja dama recorrieron el teclado, haciéndose con el control de la pantalla. Una clave y unos signos dieron paso a otros, y al cabo de unos instantes pulsó la tecla intro y echó un poco hacia atrás la cabeza, el aire satisfecho de quien culmina un largo esfuerzo. Sus labios marchitos se distendieron. Los ojos, enrojecidos de fatiga por la pantalla del ordenador, chispeaban de malicia cuando por fin miró a su hija y al sacerdote.
– Y el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche… -citó, dirigiéndose a Quart-. ¿No es cierto, padre?… Primera a los tesalonicenses, me parece. Cinco, dos.
A pesar de la edad, de los ojos cansados y de lo avanzado de la hora, parecía más inteligente y despierta que nunca. Su hija le había puesto una mano en el hombro y observaba a Quart. La anciana inclinó hacia ella su cabeza blanca, reflejos violeta bajo la luz del flexo.
– Si hubiese imaginado una visita a estas horas, me habría arreglado un poco -se tocaba el collar de perlas, en tono de suave reproche-. Pero como es Macarena quien lo trajo hasta aquí, bien hecho está -levantó una mano para oprimir la de su hija-… Ahora ya conoce mi secreto.
Todavía distaba Quart de dar crédito a todo aquello. Miró las botellas vacías de refresco, las pilas de revistas especializadas en inglés y castellano, los manuales técnicos que llenaban los cajones de la mesa, las cajas de disquetes. Cruz y Macarena Bruner acechaban sus reacciones, divertida una, grave la otra. Rindiéndose ante la evidencia, curvó los labios como si fuera a emitir un silbido, pero no lo hizo. Desde aquella mesa, una septuagenaria había puesto en jaque al Vaticano.
– ¿Cómo lo consiguió? -dijo-. Resulta increíble.
– No es necesario que nadie lo crea -dijo Cruz Bruner-. Ni siquiera es conveniente. Ni probable.
La vieja dama apartó la mano que apoyaba en la de su hija para deslizarla sobre el teclado del ordenador. Un piano tal vez, se dijo Quart. Las duquesas ancianas se limitaban a tocar el piano de toda la vida, a hacer bordados y encaje de bolillos, o a mecerse en las aguas muertas del tiempo; no a convertirse por las noches en piratas informáticos a la manera del Doctor Jekyll y Mister Hyde. Aquello era una pesadilla, y tanto daba que Macarena contara de antemano con su silencio. La duquesa tenía razón: nadie creería a Quart si lo contaba.
– Me refiero a usted -protestó-. Me refiero a todo. Nunca pensé…
– ¿Que una anciana pueda moverse con facilidad a través de esto?… -irguió un poco la cabeza, la mirada ausente, reflexionando sobre ello-. Bien. No es usual, lo admito. Pero ya ve. Un día te acercas, por curiosidad. Pulsas una tecla y descubres que ocurren cosas en esa pantalla. Y que puedes viajar a lugares increíbles y hacer cosas que nunca soñaste hacer… -los labios apergaminados se curvaron en otra sonrisa que le rejuveneció el rostro-. Es más divertido que bordar o ver telenovelas venezolanas.
– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo eso?
– Oh, no mucho. Tres, cuatro años -se volvía hacia su hija, pidiéndole que la ayudara a hacer memoria-. Siempre fui una mujer curiosa, incapaz de pasar ante dos líneas impresas sin detenerme a leerlas… Un día Macarena compró un ordenador para su trabajo. Cuando se iba yo me sentaba ante él, impresionada. Había un juego, una especie de bolita de ping-pong, y con ella aprendí a manejar el teclado. Tengo dificultades para dormir, como sabe, así que terminé pasando muchas horas ante el ordenador… Creo que me hice adicta.
– A su edad -dijo Macarena, dulcemente.
– Pues sí -la anciana miraba a Quart como animándolo a expresar su reprobación-. Pero ya ve. Sentía tanta curiosidad que empecé a leer cuanto se relacionaba con la informática. Hablo inglés desde que lo estudié de niña en las Irlandesas, así que terminé suscrita a cursos por correspondencia y a revistas especializadas -emitió una breve risa tapándose la boca con una mano, casi escandalizada de sí misma-… Por suerte, aunque mi salud deja que desear, mi cabeza sigue en su sitio. En poco tiempo me convertí en una experta… Y le aseguro que, a mis años, eso es terriblemente divertido.
– También se enamoró -dijo Macarena.
Ahora madre e hija rieron juntas. Quart se preguntó si no estarían las dos mal de la cabeza; aquello parecía una monumental tomadura de pelo. O quizá era otra razón, la suya, la que empezaba a flaquear. Esta ciudad se te ha subido al cerebro, pensó atropelladamente. Haces bien en largarte ahora que estás a tiempo.
– Ella exagera -explicaba Cruz Bruner-. Lo que ocurrió fue que obtuve el equipo apropiado y poco a poco salí al exterior. Y bueno, sí, me enamoré cibernéticamente hablando. Una noche entré por casualidad en el ordenador de un joven hacker de dieciséis años… Debería usted mirarse a un espejo, padre. Tiene la cara más estupefacta que he visto en mi vida.
– No esperará que lo encuentre normal.
– No. Supongo que no.
La anciana acercó la mano al montón de revistas técnicas que tenía sobre la mesa y pasó un dedo pulgar por las hojas de algunas. Después señaló el modem conectado a la línea telefónica.
– Imagínese -añadió- lo que descubrir ese mundo supuso para una anciana de casi setenta años… Mi amigo respondía al nick, el apodo en jerga informática, de Mad Mike, aunque a veces operaba bajo el nombre de Vizconde Valmont. Y de la mano de mi vizconde, cuya voz y rostro desconoceré siempre, empecé a recorrer los vericuetos de este mundo fascinante… Su ordenador tenía una BBS pirata, y así entré en contacto con otros adictos a la alta tecnología, a menudo muchachos que pasan horas solos en sus dormitorios, manipulando ordenadores ajenos.
Lo dijo con un gesto de orgullo, como refiriéndose al más exclusivo club. El desconcierto debía de reflejarse otra vez en la expresión de Quart, porque Macarena sonrió de nuevo:
– Explícale qué es una BBS pirata -le dijo a su madre.
– Una especie de tablón de anuncios -la vieja dama puso una mano sobre el teclado-: un ordenador cargado con software especializado, en conexión con un modem telefónico. Si accedes a él, significa que has llegado a cierto nivel en la clandestinidad informática. Cuando llamas por primera vez lo que hacen es pedirte el nombre real de usuario y el número de teléfono, y los incautos que responden con sus datos auténticos no son aceptados… El truco consiste en introducir un alias y un número de teléfono falso; una cierta dosis de paranoia es el mejor aval para un hacker.
– ¿Cuál es su alias real?
– ¿De veras le interesa?… Está contra las normas, pero se lo diré; ya que esta noche, gracias a Macarena, ha llegado usted tan lejos -irguió la cabeza, orgullosa e irónica-. Reina del Sur, ése es mi nick.
Algo se puso a parpadear en la pantalla, y la duquesa se interrumpió para pulsar algunas teclas. Un largo texto, de apretada letra pequeña, se alineaba en el monitor. Cruz Bruner miró a su hija sin decir palabra y luego siguió hablándole a Quart:
– El caso -dijo- es que después de las BBS telefónicas empecé a acceder a los Sites clandestinos escondidos en la red Internet… Si la BBS es un tablón de anuncios, el Site es como una taberna de piratas. Allí haces amigos, te diviertes e intercambias trucos, juegos, virus, informaciones útiles y cosas así. Poco a poco aprendí a moverme por todas las redes, viajar al extranjero, camuflar las entradas y salidas, penetrar en sistemas protegidos… Nunca fui tan feliz como el día que entré en el Ayuntamiento de Sevilla para manipular mis recibos de contribución urbana.
– Que es un delito -la reconvino su hija; era evidente que no por primera vez-. Cuando me enteré fui corriendo a las oficinas municipales. ¡Había saldado todos los recibos hasta el año 2005!… Tuve que decir que se trataba de un error.