– No -admitió Quart- No creo que le importe.
Monseñor Spada había vuelto a la mesa para servirse más café.
– Un personaje increíble, ese párroco. ¿De veras cree que él lo hizo?… -miraba a Quart con la taza otra vez llena en la mano-. De quien no hemos vuelto a tener noticias es de Vísperas. Resulta una lástima que al final no lograse usted averiguar la identidad del pirata. Eso me habría permitido defenderlo mejor frente a Iwaszkiewicz -hizo una pausa, sombrío, bebiendo un sorbo-. Al polaco le habría encantado morder ese hueso.
Quart asintió en silencio. Seguía inmóvil ante el ventanal abierto de la terraza, mirando caer la lluvia, y la luz del exterior hacía más gris su pelo corto de soldado. Pequeñas gotas de agua le salpicaban la cara.
– Vísperas -dijo.
Aquella noche, la última, había bajado al vestíbulo del hotel para encontrarla igual que la primera vez, sentada en el mismo sillón. Y era muy poco el tiempo transcurrido desde el primer día, pero a Quart le pareció que llevaba una eternidad en Sevilla. Que él siempre estuvo allí, como la inmensa nave de piedra, pináculos y arbotantes, varada a pocos metros de distancia, al otro lado de la plaza. Como las palomas que cruzaban desorientadas el espacio de noche iluminado por los focos. Como Santa Cruz, el río. La torre almohade y la Giralda. Como Macarena Bruner, que ahora lo miraba acercarse. Y cuando se incorporó del sillón, erguida en el vestíbulo vacío, Quart pensó que su presencia aún lo conmovía hasta la médula. Por suerte, reflexionó mientras iba a su encuentro, ella no lo amaba.
– Vengo a despedirme -dijo Macarena- Y a darle las gracias.
Salieron a la calle para dar un corto paseo. Era, en efecto, una despedida: frases cortas y monosílabos, lugares comunes, apuntes de cortesía propios de perfectos desconocidos, y ni una sola referencia a ellos dos. Quart no pasó por alto la vuelta al usted. Ella mostraba la desenvoltura de siempre, pero eludía sus ojos y se demoraba en el alzacuello del sacerdote. Por primera vez la vio intimidada. Hablaron del padre Ferro, del viaje que Quart emprendería a la mañana siguiente. De la misa que él había celebrado en Nuestra Señora de las Lágrimas.
– Nunca hubiera imaginado verlo allí -concluyó Macarena.
A veces, como la noche que pasearon por Santa Cruz, el azar de sus pasos los llevaba a rozarse, y cada vez Quart experimentó la aguda certeza física de lo perdido: sensación de vacío, inmensa y desesperada tristeza. Caminaban ahora en silencio, pues todo estaba dicho entre los dos; y seguir hablando hubiese requerido palabras que ninguno quería pronunciar. La luz de los faroles empujó sus sombras hacia la muralla árabe y allí se detuvieron, la una frente a la otra. Quart miró los ojos oscuros, el collar de marfil sobre la piel color tabaco rubio. No le guardaba rencor. Se había dejado utilizar con plena conciencia; él era un arma tan adecuada como otra cualquiera, y para Macarena resultaba legítimo pelear por una causa que creía justa. En cuanto a Quart, el debe y el haber se mezclaban confusos en sus pensamientos, que la serenidad de las últimas horas apenas empezaba a poner en orden. Pronto sólo quedaría el vacío de la pérdida, debidamente atenuado por el orgullo y la disciplina. Pero ni aquella mujer ni Sevilla podrían borrársele jamás de los sentidos ni de la memoria.
Buscó una frase. Una palabra, al menos, para pronunciar antes que Macarena desapareciese de su vida para siempre. Algo que ella pudiera recordar, en consonancia con la muralla centenaria, las farolas de hierro, la torre iluminada al fondo y el cielo donde brillaban las estrellas heladas del padre Ferro. Pero sólo encontró en su interior la nada más absoluta. Un cansancio largo, objetivo, resignado, inexpresable de otro modo que no fuese una mirada, o una sonrisa. Así que sonrió un poco en la penumbra, ante los ojos de mujer donde una vez había visto reflejarse dos bellas lunas gemelas en un jardín. Y ella se lo quedó mirando por primera vez a la cara, entreabiertos los labios como si rondase en éstos una palabra que tampoco era capaz de hallar. Entonces Quart giró sobre sus talones y se alejó, sintiendo los ojos de la mujer fijos en su espalda. Y mientras lo hacía pensó estúpidamente que si en ese momento ella gritara te quiero se arrancaría el alzacuello de la camisa, volviendo atrás para tomarla en sus brazos como los oficiales que destrozaban su carrera en brazos de mujeres fatales, en las viejas películas en blanco y negro, o aquellos otros ingenuos varones -Sansón, Holofernes- del Viejo Testamento. La idea hizo que se dirigiera a sí mismo una mueca burlona. Sabía -lo había sabido siempre- que Macarena Bruner nunca volvería a decirle a un hombre esas palabras.
– ¡Aguarde! -dijo ella, inesperadamente-. Quiero enseñarle algo.
Quart se detuvo. No era la fórmula mágica, pero bastaba para volverse y poder mirarla otra vez. Y al hacerlo vio que seguía quieta en el mismo sitio, junto a la sombra que proyectaba en la muralla. Parecía haber reflexionado mucho antes de decidirse a llamarlo. Echaba hacia atrás el cabello con un movimiento enérgico de la cabeza, en gesto desafiante más dirigido a sí misma que al propio Quart.
– Se lo ha ganado -añadió.
Sonreía.
La Casa del Postigo estaba en silencio. El reloj inglés de la galería dio doce campanadas cuando cruzaron el patio de la fuente de azulejos, entre geranios y helechos. Todas las luces se hallaban apagadas, y la luna despuntando sobre los arcos mudéjares hacía deslizarse sus sombras por el mosaico del suelo, que brillaba con el agua de las macetas recién regadas. En el jardín cercano cantaban los grillos, al pie de la torre oscura del palomar.
Macarena condujo a Quart a través de la galería decorada con bargueños y alfombras, y después de pasar un pequeño salón lo precedió por una escalera de peldaños de madera y barandilla de hierro, en cuyos ángulos había relucientes bolas de bronce. Llegaron así al piso superior, a la galería acristalada que circundaba el patio. Al fondo había una puerta cerrada, y se dirigieron a ésta. Antes de abrirla, Macarena se detuvo y miró gravemente a Quart.
– Nunca -susurró- ha de saberlo nadie.
Después se puso un dedo sobre los labios, abrió la puerta silenciosamente, y hasta ellos llegaron las notas de La flauta mágica. La habitación tenía dos estancias y en la primera, sin luces, había muebles cubiertos por fundas de tela blanca, y una ventana entre cuyos visillos penetraba la luz de la luna. La música venía del fondo. Allí, tras una corredera acristalada abierta de par en par, la luz de un flexo iluminaba una mesa con un complicado equipo PC, dos monitores Sony de alta definición, impresora láser y conexión a una línea telefónica. Y ante el ordenador, con el abanico de Romero de Torres y dos botellas vacías de coca-cola sobre una pila de ejemplares de la revista Wired, atenta a la pantalla donde parpadeaban letras e iconos, absorta en la fuga que cada noche la liberaba de aquella casa, Sevilla, ella misma y su pasado. Vísperas viajaba silenciosamente a través del ciberespacio infinito.
Ni siquiera mostró sorpresa. Tecleaba despacio, con los ojos fijos en uno de los monitores. Quart observó que lo hacía con extrema atención, como si temiese pulsar una tecla equivocada y eso diera al traste con algo importante. Le dirigió un vistazo a la pantalla llena de cifras y de signos cuyo sentido se le escapaba por completo; pero el pirata informático parecía moverse a sus anchas por todo aquello. Vestía una bata de seda oscura y chinelas, y al cuello llevaba su hermoso collar de perlas. Desconcertado, Quart miró a Macarena y luego movió la cabeza, esperando que todo fuese una gran broma que pretendían gastarle entre ella y su madre. Pero de pronto cambiaron los signos de la pantalla y aparecieron otros nuevos, y los ojos de Cruz Bruner, duquesa del Nuevo Extremo, relucieron intensamente.