– El Santo Padre ha recibido su informe.
Quart asintió despacio mientras se servía un poco de azúcar, y luego aguardó de pie, removiendo el café con la cucharilla. Llevaba las mangas de la camisa vueltas sobre los antebrazos, con el cuello abierto sin la cinta de celuloide blanco. El Mastín inclinaba la pesada cabeza de gladiador, mirándolo por encima de su taza:
– También -añadió- ha recibido otro informe del arzobispo de Sevilla donde se le menciona a usted.
La lluvia arreciaba afuera, y el repiqueteo del agua en la terraza atrajo un momento la atención de los dos hombres. Quart puso la taza vacía en la bandeja y sonrió. El gesto triste, distante, que uno tiene preparado desde mucho tiempo atrás, en la certeza de que tarde o temprano lo va a necesitar.
– Siento haberle causado problemas. Monseñor.
Era el viejo tono de siempre. Disciplinado, respetuoso. Aunque estaba en su propia casa permanecía sin sentarse, casi a punto de alinear los pulgares con las costuras del pantalón negro. El director del IOE le dirigió una ojeada de afecto y luego encogió los hombros.
– Usted no me ha causado problemas a mí -dijo con suavidad-. Al contrario: informó puntualmente en un tiempo récord, hizo un trabajo difícil y tomó las decisiones adecuadas respecto a la entrega del padre Ferro a la policía y su defensa legal -estuvo callado un momento, mirándose las enormes manos entre las que casi desaparecía su taza-… Todo habría sido perfecto si se hubiera limitado a eso.
Se acentuó la sonrisa triste de Quart:
– Pero no lo hice.
Los ojos de perro viejo del arzobispo, surcados de vetas marrones, miraron largamente a su agente:
– No lo hizo. Al final decidió tomar partido -dudó un instante, arrugando el ceño-. Implicarse, supongo, es la palabra. Y lo hizo del modo y en el momento menos oportuno.
Quart lo miró con franqueza:
– Para mí lo era. Monseñor.
El arzobispo inclinaba de nuevo la frente, benévolo.
– Tiene razón, disculpe. Para usted lo era, naturalmente. Aunque no para el IOE -dejó su taza junto a la otra, en la bandeja, y estuvo observando a su interlocutor con curiosidad-. Ni para el papel imparcial que se le ordenó desempeñar allí.
– Sabía que era inútil -insistió Quart-. Un símbolo, nada más -se quedaba absorto, recordando-… Pero hay momentos en que ese tipo de cosas tiene su importancia.
– Bueno -concedió monseñor Spada-. En realidad no fue del todo inútil. Según mis noticias, la Nunciatura de Madrid y el Arzobispado de Sevilla han recibido esta mañana instrucciones para preservar Nuestra Señora de las Lágrimas, así como para el nombramiento de un nuevo párroco… -estudió la expresión de Quart antes de dedicarle un guiño irónico y bienhumorado-. Aquellas consideraciones finales suyas sobre el trocito de cielo que desaparece, la piel parcheada del tambor y todo lo demás, surtieron su efecto. Muy emotivo y convincente. De haber conocido sus habilidades retóricas, las habríamos utilizado mucho antes.
Dicho eso, el Mastín se calló. Te toca preguntar a ti, decía su silencio. Facilítame un poco las cosas.
– Esa es una buena noticia. Monseñor -Quart lo miraba expectante-. Pero las buenas noticias se dan por teléfono… ¿Cuál es la mala?
Suspiró el prelado.
– La mala se llama Su Eminencia Jerzy Iwaszkiewicz -desvió un momento la vista y suspiró otra vez-. A nuestro querido hermano en Cristo se le escapó el ratón entre las zarpas, y quiere cobrárselo de algún modo… Le ha sacado mucho jugo al informe del arzobispo de Sevilla. Según concluye, usted se extralimitó en sus atribuciones. Y encima Iwaszkiewicz ha dado crédito a ciertas insinuaciones de monseñor Corvo sobre su conducta personal… La verdad es que entre uno y otro se lo han puesto bastante difícil.
– ¿Ya usted, Ilustrísima?
– Oh, bueno -monseñor Spada alzaba una mano, descartándose a sí mismo-. Yo soy menos atacable, tengo dossieres y cosas así. Gozo del relativo apoyo del secretario de Estado… En realidad me han ofrecido paz a cambio de una pequeña compensación.
– Mi cabeza.
– Más o menos -el arzobispo se había levantado para dar unos pasos por el cuarto. Ahora estaba a espaldas de Quart, contemplando un pequeño boceto que colgaba, enmarcado, en la pared- Se trata de algo simbólico, entiéndalo. Más o menos como aquella misa suya del jueves pasado… Todo esto es injusto, lo sé. La vida es injusta. Roma es injusta. Pero es lo que hay. Son las reglas de nuestro juego, y usted lo ha sabido siempre.
Caminó alrededor del sacerdote hasta quedar de nuevo frente a él. Tenía las manos cruzadas a la espalda y el aire reflexivo:
– Lo echaré de menos, padre Quart -dijo-. Antes y después de Sevilla, usted sigue siendo un buen soldado. Sé que hizo las cosas lo mejor que supo. Tal vez durante estos años eché sobre sus hombros demasiados fantasmas. Espero que el de ese brasileño, Nelson Corona, descanse ahora en paz.
– ¿Qué van a hacer conmigo?
Era una pregunta neutra, objetiva; sin el menor rastro de ansiedad. Monseñor Spada alzó las manos al cielo, impotente:
– Iwaszkiewicz, siempre tan piadoso, quería mandarlo de funcionario a cualquier oscura secretaría… -el arzobispo chasqueó la lengua, dando a entender que mucho le hubiera sorprendido otro tipo de proyectos en Su Eminencia-. Por suerte ahí tenía yo algunas cartas en la manga. No voy a decir que me haya jugado el cuello por usted; pero tuve la precaución de proveerme de su currículum, y saqué a relucir los servicios prestados: incluido lo de Panamá y aquel obispo croata al que sacó de Sarajevo. Así que al final Iwaszkiewicz se dio por satisfecho con su mera ejecución formal como agente del IOE -los hombros cuadrados volvieron a alzarse un poco bajo la chaqueta del Mastín- Con eso el polaco me come un alfil, pero la partida queda en tablas.
– ¿Y cuál es el veredicto? -se interesó Quart. Pensaba en sí mismo lejos de todo aquello. Tal vez no sea tan difícil, se dijo. Quizá más duro y hará más frío; pero también hace frío dentro.
Por un momento se preguntó si tendría el valor de abandonarlo todo con una sentencia excesiva. Empezar en otra parte a cuerpo limpio, sin el protector traje negro que era su uniforme y su única patria. El problema, después de Sevilla, era que había menos lugares a donde ir.
– Mi amigo Azopardi -estaba diciendo monseñor Spada-, el secretario de Estado, se ofrece a echarnos una mano. Ha prometido ocuparse de usted. La idea es conseguirle un destino como agregado en una nunciatura; Hispanoamérica, a ser posible. Pasado un tiempo, si soplan mejores vientos y yo sigo al frente del IOE, volveré a reclamarlo… -parecía aliviado al no observar ninguna reacción en Quart-. Considérelo un exilio temporal, o una misión más larga que las otras. Resumiendo: desaparezca una buena temporada. A fin de cuentas, aunque la obra de Pedro es eterna, los papas y sus equipos pasan. Los cardenales polacos envejecen, se jubilan, se les detecta un cáncer; ya sabe -rubricó aquello con una torcida sonrisa-. Y usted es joven.
Quart se había acercado al ventanal de la terraza. La lluvia continuaba repiqueteando en las baldosas, a sus pies, y era un manto gris deslizándose por los tejados de las casas cercanas. Aspiró el aire húmedo. Los ocres de las fachadas y la plaza de España relucían en la calle desierta como un óleo bajo barniz fresco.
– ¿Qué noticias hay del padre Ferro?
El Mastín enarcó las cejas. Eso ya no está en mi mano, daba a entender el gesto.
– Según nos cuenta la Nunciatura de Madrid -dijo-, el abogado que usted le buscó lo está llevando bastante bien. Creen poder obtener su libertad alegando senilidad y falta de pruebas; o, en el peor de los casos, una sentencia suave de acuerdo con las leyes españolas. Se trata de un hombre mayor, afectado por la edad, y hay un montón de razones que pueden inclinar a los jueces en su beneficio. De momento está en el hospital penitenciario de Sevilla, en situación razonablemente cómoda, y es posible solicitar su internamiento en una residencia de sacerdotes ancianos… Tengo la impresión de que saldrá bien librado; aunque a sus años no estoy seguro de que le importe mucho.