– ¿Te ha dado por la música clásica?
Alice echó una ojeada a los discos y torció el gesto.
– ¡Qué va! Son suyos. Yo sólo me los pongo para dormir.
Mattia se ajustó el cinturón de seguridad, que le apretó en el hombro por estar regulado para una persona más baja, Alice seguramente, que era quien se sentaba ahí mientras su marido conducía, escuchando quizá música clásica; trató de imaginárselos, pero se distrajo leyendo lo que ponía en el retrovisor: «Objetcs in the mirror are closer than they appear.»
– De Fabio, ¿no? -preguntó. Conocía la respuesta, pero quería deshacer aquel nudo, conjurar aquella presencia tácita y molesta que parecía observarlos desde el asiento trasero. De lo contrario, el diálogo entre ellos se encallaría en ese tema como un barco entre escollos.
Alice asintió con cierto esfuerzo. Se dijo que si le contaba todo, lo del niño, la pelea, lo del arroz -aún había granos en los rincones de la cocina-, él pensaría que lo había llamado por eso y no creería lo de Michela; pensaría que era una mujer en crisis conyugal que trata de recuperar viejas amistades para no sentirse tan sola. Por un instante ella misma se preguntó si no era así.
– ¿Tenéis hijos?
– No.
– ¿Y por qué…?
– Dejemos el tema -zanjó Alice.
Mattia calló, pero no se excusó.
– ¿Y tú? -interrogó ella al poco. Había dudado si preguntarlo, por miedo de la posible respuesta. Pero al fin lo dijo sin querer, casi para sorpresa suya.
– Yo nada -contestó Mattia.
– ¿No tienes hijos?
– No tengo… -«A nadie», iba a decir-. No me he casado.
– Ya. O sea, que sigues haciéndote de rogar -repuso ella, y lo miró sonriendo.
Mattia negó con la cabeza, apurado; comprendía lo que quería decir.
Habían llegado a un amplio aparcamiento desierto de la zona industrial, donde había hileras de grandes naves y no vivía nadie. Arrimadas a una pared gris, junto a una persiana bajada, había tres pilas de tablones envueltas en plástico. Sobre el tejado se veía un letrero apagado; por la noche debía de iluminarse con un vivo naranja.
Alice detuvo el coche en medio del aparcamiento, apagó el motor y abrió la portezuela.
– Te toca -dijo.
– ¿Qué? -Conducir.
– No, ni hablar.
Ella se quedó mirándolo fijamente, entornados los ojos y fruncidos los labios, con un cariño que parecía tener olvidado y sólo ahora revivía.
– Tampoco has cambiado tanto. -No era un reproche, más bien una agradable constatación.
– Ni tú. -Se encogió de hombros y añadió-: Bueno, lo intentaremos.
Alice rió. Se apearon para cambiar de sitio, y Mattia se dirigió al suyo con un bamboleo exagerado, parodiando así su gran resignación. Trocaban por primera vez los papeles, y así se hallaron dándose el perfil que cada cual prefería.
– No tengo ni idea -dijo él cuando estuvo al volante, levantando los brazos como si no supiera de verdad dónde ponerlos.
– ¿Nada? ¿Nunca has conducido?
– No.
– Pues apañados estamos.
Alice se inclinó hacia él. Mattia le miró un instante el pelo, que pendía a plomo hacia el centro de la Tierra; le vio también, bajo la camiseta que se le levantó un poco, parte del tatuaje que mucho tiempo atrás observara muy de cerca. Y sin querer, como pensando en voz alta, comentó:
– Qué delgada estás.
Alice volvió la cabeza hacia él como alarmada, pero repuso encogiéndose de hombros:
– No; como siempre.
Se reclinó un poco y señaló los tres pedales.
– Bien. Embrague, freno y acelerador. Con el pie izquierdo aprietas el embrague, con el derecho los otros.
Mattia inclinó la cabeza, un tanto distraído todavía por la proximidad de su cuerpo y el aroma a gel de baño que irradiaba.
– Las marchas las sabes, ¿no? -prosiguió Alice-. Mira, aquí lo pone. Primera, segunda, tercera. De momento con ésas bastará. Para cambiar de marcha, pisa el embrague y luego vas soltándolo despacio. Lo mismo para arrancar: pisas el embrague y luego lo sueltas a la vez que pisas el acelerador, todo suavemente. Para frenar, pisas el freno con el pie derecho y a continuación el embrague con el izquierdo. ¿Preparado?
– No sé, no sé…
Mattia procuró concentrarse. Estaba nervioso como en los exámenes. Había acabado convenciéndose de que, fuera de su elemento, los conjuntos ordenados y transfinitos de las matemáticas, era un perfecto inútil. Al contrario de lo que les sucede a las personas normales, que ganan en confianza según envejecen, él confiaba en sí mismo cada vez menos. Calculó la distancia que los separaba de las pilas de tablones; cincuenta metros por lo menos. Aunque saliera disparado, tendría tiempo de frenar. Giró la llave de contacto, aunque demasiado tiempo, lo que hizo rascar el motor. Fue soltando el embrague, pero no dio bastante gas, y el coche se caló con una sacudida. Alice se echó a reír.
– Casi. Debes pisar un poco más el acelerador.
Mattia tomó aire y volvió a intentarlo. Esta vez el coche salió despedido hacia delante. Alice le ordenó que embragara y cambiara a segunda. Él lo hizo, aceleró más y se dirigió derecho a la pared de la fábrica. Cuando estaban a unos diez metros dio un volantazo que los lanzó a un lado, giró en redondo y regresó al punto de partida.
Alice batió palmas y exclamó:
– ¡Aprobado!
Él giró de nuevo y dio otra vuelta, como si no supiera hacer otra cosa que describir aquel giro ceñido y oval pese a disponer enteramente de la amplia explanada.
– Sigue recto y sal a la carretera -ordenó Alice.
– ¿Estás loca?
– Venga, que apenas hay nadie. Además, si ya sabes.
Mattia aferró el volante. Empezaron a sudarle las manos y la adrenalina puso en tensión sus músculos; hacía mucho que no le ocurría. Pensó que estaba conduciendo todo un coche, con sus pistones y engranajes bien engrasados, y que a su lado tenía a Alice para darle las indicaciones pertinentes. Era lo que tanto había soñado… o bueno, no exactamente eso, pero por una vez decidió obviar las imperfecciones.
– Vale -dijo.
Se dirigió a la salida del aparcamiento. Al llegar a la carretera se inclinó hacia delante, miró a ambos lados y giró el volante con suavidad, acompañando el movimiento con todo el tronco como hacen los niños que juegan a conducir.
Y se halló en plena carretera. El sol ya bajo le quedó a la espalda y le daba en los ojos reflejado en el retrovisor. El cuentakilómetros marcaba treinta y el coche parecía vibrar con el cálido resuello de una bestia domada.
– ¿Voy bien? -preguntó.
– De maravilla. Ya puedes meter la tercera.
Era una recta de varios cientos de metros y él miraba al frente. Alice aprovechó para observarlo con calma. Ya no era el Mattia de la foto. Su tez ya no era lisa, tersa y elástica; las primeras arrugas, aún muy finas, le surcaban ya la frente. Iba afeitado, pero los pujantes cañones le ensombrecían las mejillas. Su cuerpo daba una impresión de macicez y no dejaba intersticios por los que invadir su espacio, como a ella tanto le gustaba hacer de adolescente. O quizá fuera que ya no se sentía con derecho a hacerlo, que ya no se veía capaz.
Procuró encontrarle parecido con la chica del hospital, pero ahora que lo tenía allí el recuerdo se volvía más impreciso. Ya no veía tan claro que los detalles coincidieran como había creído. El pelo de la chica era más claro. Y no recordaba que tuviera hoyuelos a ambos lados de la boca, ni tan poblados los extremos de las cejas. Por primera vez temió haberse equivocado.
¿Cómo explicárselo?, se preguntó.
Quizá considerando que el silencio se prolongaba demasiado o advirtiendo que ella lo miraba, Mattia carraspeó. Alice desvió la mirada.
– ¿Recuerdas la primera vez que te llevé en coche? -le dijo-. Me habían entregado el carnet hacía menos de una hora.
– Ya, y entre tantas cobayas me elegiste a mí.
Alice se dijo que no era verdad, que no lo había elegido entre nadie; no había pensado en nadie más.