De camino a casa de su amigo, Alice puso la música alta, pero si al llegar le hubieran preguntado qué escuchaba no habría sabido decirlo. De pronto estaba furiosa; sabía que iba a estropearlo todo, pero también que no había remedio. Al levantarse hacía un rato de la mesa había superado el invisible limite más allá del cual las cosas ocurren por sí solas. Lo mismo le había pasado cuando el accidente de esquí, en que bastó que desplazara hacia delante el centro de gravedad unos milímetros para acabar cayendo de cabeza en la nieve.
A casa de Mattia sólo había ido una vez y no pasó de la sala de estar. Aquel día, mientras Mattia subía a mudarse a su habitación, cambió con la madre unas embarazosas palabras. La señora Adele, sentada en el sofá, la miraba con un aire inquieto, casi alarmado, como si el pelo le ardiera o algo parecido, y ni siquiera atinó a invitarla a tomar asiento.
Alice tocó el timbre de los Balossino-Corvoli hasta que el piloto rojo se encendió, como dando el último aviso. El interfono crepitó un instante y la voz de la madre de Mattia contestó, asustada:
– ¿Quién es?
– Soy Alice. Perdone la hora, pero… ¿está Mattia?
Al otro lado hubo un silencio nervioso. Alice tuvo la desagradable impresión de ser observada por el objetivo del interfono y se echó todo el pelo por el hombro. La puerta se abrió con un chasquido eléctrico y Alice, antes de entrar, lo agradeció sonriendo a la cámara.
En el vacío vestíbulo del edificio sus pasos resonaron con ritmo de latir cardíaco. La pierna coja parecía más muerta que nunca, como si el corazón se hubiera olvidado de irrigarla.
La puerta del piso estaba entornada, pero no había nadie esperándola. Alice pidió permiso y entró. Mattia salió del salón, se detuvo a no menos de tres pasos de ella y sin mover un miembro le dijo:
– Hola.
– Hola.
Siguieron quietos, examinándose, como dos perfectos desconocidos. Mattia, que calzaba pantuflas, había montado el dedo gordo del pie sobre el vecino y los oprimía entre sí y contra el suelo como si quisiera aplastarlos.
– Perdona si…
– Pasa -dijo Mattia con voz mecánica.
Alice quiso cerrar la puerta pero la palma sudada le resbaló por el pomo de latón. Sonó un portazo que hizo retemblar las maderas y Mattia tuvo un arranque de impaciencia.
¿A qué ha venido?, se preguntó.
Tuvo la sensación de que la Alice sobre la que acababa de hablar a Denis no era la misma que ahora se presentaba en su casa sin avisar. Era una idea absurda y quiso conjurarla, pero no logró superar aquella sensación de fastidio.
Se le ocurrió una palabra: acorralado. Y recordó cuando su padre lo derribaba sobre la alfombra y, aprisionándolo entre sus brazos enormes, le hacía cosquillas en la barriga y las costillas; él se desternillaba hasta enrojecer.
Alice lo siguió al salón. Los padres de Mattia esperaban en pie, formando un pequeño comité de bienvenida.
– Buenas -los saludó ella, encogiéndose de hombros.
– Hola, Alice -contestó Adele, aunque sin moverse del sitio.
Pietro, en cambio, cosa inesperada, se acercó y le acarició el pelo:
– Cada vez estás más guapa. ¿Qué tal tu madre?
Adele, que esbozaba una sonrisa fija, se mordió los labios lamentando no haberlo preguntado antes ella.
Alice se sonrojó, pero no queriendo parecer melodramática contestó:
– Como siempre, ahí sigue.
– Deséale lo mejor de nuestra parte -dijo Pietro.
Y los cuatro se quedaron mudos. El padre de Mattia miraba a Alice como si fuese transparente, y ella trató de disimular su cojera equilibrando el peso sobre las dos piernas. De pronto tomó conciencia de que su madre no conocería ya a los padres de Mattia y lo sintió, pero aún sintió más ser la única en darse cuenta.
– Id arriba si queréis -dijo al final Pietro.
Alice sonrió a Adele, inclinó la cabeza ante Pietro y salió del salón. Mattia se había adelantado y llegó antes a su cuarto.
– ¿Cierro? -preguntó ella al entrar, sintiendo que el valor la abandonaba de pronto.
– Hum.
Mattia se sentó en la cama y cruzó las manos sobre las rodillas. Alice paseó la mirada por la reducida habitación. Los objetos aparentaban no haber sido tocados nunca, parecían pulcramente expuestos en el escaparate de una tienda. No había nada superfluo, ni fotos en las paredes ni muñecos infantiles conservados como fetiches, nada que transmitiese esa sensación de familiaridad y cariño que suelen tener las habitaciones de los adolescentes. Alice, que tenía la cabeza y el cuerpo hechos un lío, se sintió fuera de lugar. Sin pensarlo realmente, dijo:
– Un cuarto muy bonito.
– Gracias.
Sobre sus cabezas flotaba una gran burbuja llena de cosas que tendrían que decirse y los dos miraban al suelo para no verla.
Apoyándose contra el armario y deslizándose por él, Alice se sentó en el suelo, la pierna sana flexionada sobre el pecho. Procuró sonreír.
– Bueno, ¿qué se siente al ser doctor?
Mattia encogió los hombros y esbozó una media sonrisa.
– Nada especial.
– Nunca estás satisfecho, ¿eh?
– Eso parece.
Alice emitió un murmullo afectuoso y pensó que no había razón alguna para sentirse violentos, aunque de hecho lo estaban, de una manera invencible.
– Y eso que últimamente te han pasado un montón de cosas…
– Así es.
Alice dudó en decirlo, pero lo soltó con la boca seca:
– Algunas de ellas bonitas, ¿o no?
Mattia encogió las piernas y pensó: «Me lo temía.»
– Sí, algunas.
Sabía muy bien lo que debía hacer: levantarse, sentarse a su lado, sonreír, mirarla a los ojos y besarla; pura mecánica, trivial sucesión de acciones que lo llevarían a aplicar su boca sobre la de ella. Aunque en aquel momento no le apetecía, podía hacerlo, podía confiarse al automatismo del acto.
Quiso levantarse pero no pudo; como si la cama, superficie pegajosa, lo retuviera.
Una vez más Alice actuó por él.
– ¿Puedo sentarme a tu lado?
Él asintió con la cabeza y se apartó un poco sin necesidad.
Ayudándose con las manos, Alice se puso en pie.
Sobre la cama, en el sitio que Mattia había dejado libre, había una hoja escrita a máquina y plegada como un acordeón en tres partes. Al cogerla para apartarla, Alice observó que estaba escrita en inglés.
– ¿Y esto?
– Me ha llegado hoy. Una carta de una universidad.
Ella leyó el nombre de la ciudad, escrito en negrita en la esquina superior izquierda, y los ojos se le empañaron.
– ¿Y qué te dicen?
– Me ofrecen una beca.
Alice sintió un mareo y palideció.
– ¡Uau! -dijo aparentando alegría-. ¿Para cuánto tiempo?
– Cuatro años.
Ella tragó saliva. Seguía de pie.
– ¿Y vas a aceptar? -musitó.
– Aún no lo sé -contestó él como excusándose-. ¿Tú qué harías?
Alice permaneció con la hoja en la mano, la mirada perdida.
– ¿Tú qué harías? -repitió él, como si creyera que no lo había oído.
– ¿Que qué haría? -contestó ella en un tono repentinamente duro que casi sobresaltó a Mattia.
Sin saber por qué, Alice pensó en su madre, ingresada en el hospital, aturdida a base de fármacos. Miró impasible el papel y tuvo impulsos de romperlo. Pero lo dejó de nuevo en la cama, donde tendría que haberse sentado ella.
– Sería conveniente para mi carrera -se justificó Mattia.
Ella asintió con la cabeza, seria, sacando la barbilla, como si en la boca tuviera una pelota.
– Bueno, pues ¿a qué esperas? Vete. Total, aquí no hay nada que te importe, me parece -murmuró.
Mattia notó que se le hinchaban las venas del cuello. Quizá porque iba a llorar. Desde aquella tarde en el parque siempre se lo parecía, como algo que se le atragantaba; al parecer, sus conductos lacrimales, tanto tiempo obturados, se habían abierto por fin y todo lo que llevaba dentro pugnaba por salir. Con voz algo trémula dijo: