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Ninguno de los dos había propuesto poner música. No tenían pensado hacer nada especial; simplemente estar allí, dejando que la tarde de domingo pasara y llegara de nuevo la hora de hacer algo necesario, como cenar, dormir y empezar la semana. Por la ventana abierta entraban la luz amarillenta de septiembre y el rumor intermitente de la calle.

Alice se puso en pie, lo que apenas agitó el colchón junto a la cabeza de Mattia, y con los puños en jarras y el pelo cayéndole por la cara y ocultando su severa expresión, le dijo:

– No te muevas.

Le pasó por encima y con la pierna buena, arrastrando la otra como si fuera postiza, saltó de la cama. Mattia pegó la barbilla al pecho y la observó moverse por el cuarto; vio que abría una caja cuadrada que había sobre el escritorio y en la que no había reparado.

Y cuando se giró, Alice tenía un ojo cerrado y el otro en la mirilla de una vieja cámara fotográfica. Mattia intentó incorporarse pero ella le ordenó:

– Quieto ahí, te he dicho que no te muevas.

Y disparó. La Polaroid sacó una lengua blanca y fina que Alice agitó para que se fijaran los colores.

– ¿De quién es? -le preguntó Mattia.

– De mi padre. Estaba en el sótano. La compró hace mucho, pero nunca la ha usado.

Él se sentó en la cama. Alice dejó caer la foto en la alfombra y le tomó otra.

– Para, para -protestó él-, que en las fotos parezco tonto.

– Tú siempre pareces tonto. -Y le sacó otra-. Creo que quiero ser fotógrafa; sí, decidido.

– ¿Y la universidad?

Ella se encogió de hombros.

– La universidad le interesa a mi padre. Que vaya él.

– ¿Vas a dejarla?

– A lo mejor.

– No puedes despertarte un día, decidir que quieres ser fotógrafa y echar por la borda un año de estudios. Así no se hacen las cosas -sermoneó Mattia.

– Ah, claro, olvidaba que eres como mi padre -ironizó Alice-. Siempre sabéis lo que hay que hacer. A los cinco años ya sabías que querías ser matemático. Qué aburridos sois, viejos y aburridos.

Se volvió hacia la ventana y tomó una foto al azar. La dejó caer también en la alfombra, junto a las otras dos, y empezó a pisarlas como si fueran uvas.

Mattia quiso disculparse pero no se le ocurrió nada. Bajó de la cama y, agachándose, cogió la primera foto entre los pies de Alice. Vio cómo la forma de sus brazos cruzados tras la nuca iba emergiendo poco a poco de lo blanco; se preguntó qué extraordinaria reacción estaba produciéndose en aquella superficie brillante y se propuso consultarlo en la enciclopedia en cuanto estuviera en su casa.

– Quiero enseñarte una cosa -dijo Alice.

Arrojó la cámara de fotos a la cama, como una niña que se deshace de un juguete por otro más tentador, y salió del cuarto.

Estuvo fuera diez minutos largos. Sobre el escritorio había un estante con libros mal colocados y Mattia se entretuvo leyendo los títulos. Eran los mismos de siempre. Juntó las iniciales de todos pero no resultó ninguna palabra sensata. Le habría gustado descubrir un orden lógico en aquella sucesión de objetos; él, por ejemplo, seguramente los habría colocado según el color del lomo, siguiendo el espectro electromagnético, del rojo al violeta, o bien según la altura, de mayor a menor.

– ¡Ta-chan! -oyó de pronto la voz de Alice.

Se giró y vio a su amiga en el umbral, asida al marco de la puerta con ambas manos, como si temiera caerse, y enfundada en un traje de novia. Probablemente había sido de una blancura deslumbrante, pero sus bordes ya amarilleaban, como consumidos por una lenta enfermedad. Los años pasados en una caja habían secado y atiesado el tejido. La parte de arriba quedaba holgada sobre los diminutos pechos de Alice. Aunque el escote no era muy pronunciado, un tirante se había deslizado unos centímetros por el hombro. En aquella postura se le marcaban más las clavículas, que interrumpían la suave línea del cuello formando una concavidad profunda, como el lecho de un lago seco; Mattia se preguntó qué sensación produciría pasarle la yema del dedo con los ojos cerrados. Los puños de encaje se veían arrugados y el izquierdo estaba algo levantado. La larga cola se perdía en el pasillo, donde Mattia no llegaba a ver. Alice calzaba las mismas pantuflas rojas, que asomaban por los bajos de la amplia falda y creaban un extraño contraste.

– ¿Qué? ¿No dices nada? -le preguntó sin mirarlo, alisando la primera capa de tul de la falda, que le pareció pobre, sintética.

– ¿De quién es?

– Mío.

– Ja. ¿De quién?

– ¿De quién quieres que sea? De mi madre.

Mattia se imaginó a la señora Fernanda dentro de aquel vestido; se la imaginó con la cara que siempre le veía cuando, antes de marcharse a su casa, se asomaba al salón, donde ella solía estar viendo la tele: cara de ternura y honda lástima, como la que se pone cuando se visita a un enfermo en el hospital. Cosa ridícula, por cierto, ya que la enferma era ella, que padecía de un mal que iba extendiéndosele lentamente por todo el cuerpo.

– No te quedes ahí como un pasmarote. Hazme una foto.

Mattia cogió la Polaroid y la miró y remiró para ver dónde debía apretar. Alice se contoneaba en el dintel como mecida por una brisa imaginaria. Cuando él se llevó el aparato a la cara, ella adoptó una postura seria y casi provocativa.

– Hecho -dijo Mattia.

– Ahora una juntos.

El negó con la cabeza.

– Va, no seas aguafiestas. Pero por una vez te quiero vestido como Dios manda, no con ese jersey viejo que llevas hace un mes.

Mattia se lo miró: los puños se veían desgastados, como roídos por la polilla. Había cogido la costumbre de rascárselos con la uña del dedo gordo, porque así tenía ocupados los dedos y dejaba de arañarse la concavidad entre el índice y el medio.

– No querrás arruinarme la boda -añadió Alice frunciendo el ceño.

Era sólo un juego, bien lo sabía; un simple pasatiempo, una broma tonta como tantas otras. Pero cuando, al abrir la puerta del armario, se vio en el espejo con aquel vestido de novia blanco y junto a Mattia, le dio un vuelco el corazón y dijo:

– Aquí no hay nada. Ven.

Mattia la siguió resignado. Cuando Alice se ponía así, notaba como un cosquilleo en las piernas y le daban ganas de largarse. Había algo en su actitud, en el ansia con que se entregaba a aquellos juegos infantiles, que a él le resultaba insoportable. Se sentía como si lo atara a una silla para exhibirlo ante la gente como una especie de mascota. Él prefería no decir nada, manifestar por gestos su descontento, hasta que Alice se cansaba de su pasividad y desistía, refunfuñando que la hacía parecer una estúpida.

Detrás de la cola, Mattia siguió a su amiga a la habitación de los padres. Allí nunca había entrado. Las persianas estaban bajadas casi del todo y la luz se proyectaba sobre el parquet con rayas paralelas tan nítidas que parecían dibujadas. El aire se percibía más enrarecido que en el resto de la casa. Contra una pared había una cama de matrimonio mucho más alta que la de los padres de Mattia, y dos mesillas idénticas.

Alice abrió el armario y con el dedo pasó revista a los trajes de su padre, colgados en orden y protegidos todos por una funda de plástico. Tomó uno negro, lo dejó en la cama y ordenó a Mattia:

– Ponte éste.

– Tú estás loca. Como se entere tu padre…

– Mi padre no se entera de nada. -De pronto se quedó callada, como reflexionando en lo que acababa de decir, u observando algo más allá de aquel muro de trajes oscuros, y al cabo agregó-: Voy a buscarte una camisa y una corbata.

Mattia se quedó sin saber qué hacer; ella notó su indecisión.

– ¿Qué, no te cambias? No te dará vergüenza delante de mí, ¿verdad? -Y al decirlo notó que se le revolvía el vacío estómago. Por un instante se sintió indecente. Aquellas palabras eran un sutil chantaje.

Mattia soltó un resoplido, se sentó en la cama y empezó a descalzarse.

Alice le daba la espalda fingiendo elegir una camisa que ya tenía elegida. Cuando oyó tintinear el cinturón contó hasta tres y se volvió. Mattia estaba quitándose los vaqueros; llevaba unos calzoncillos grises holgados, no de los que se ciñen como ella había supuesto.

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