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El compañero de asiento de David se había inclinado hacia delante para mirar por la ventanilla.

– ¿Está de regreso a casa o viene por negocios? -preguntó. No había pronunciado una palabra durante todo el vuelo porque se había pasado todo el tiempo concentrado en su ordenador.

– Por negocios -contestó David sin extenderse más.

No le gustaba especialmente charlar con sus compañeros de viaje porque las conversaciones acababan derivando invariablemente hacia cuál era su profesión. En alguna ocasión, obligado por las circunstancias, había dicho que era asesor de sanidad; y eso había salido bien hasta que un día se topó con un compañero de viaje que se dedicaba precisamente a eso; el resto de la conversación se había hecho francamente incómodo, y solo lo había salvado la oportunidad de desembarcar.

– Yo también he venido por negocios -dijo el hombre estirado-. Software para ordenadores. Y diga, ¿dónde se aloja? Si se dirige a Manhattan quizá podríamos compartir un taxi. Cuando llueve en Nueva York no son fáciles de encontrar.

– Es muy amable por su parte -repuso David-, pero todavía tengo que arreglar algunas cosas. Este viaje lo tuve que improvisar en el último minuto.

– Puedo recomendarle el Marriott -insistió el hombre-. Casi siempre tienen habitaciones disponibles los fines de semana, y está en un sitio muy céntrico.

David sonrió lo mejor que pudo.

– Lo recordaré; pero no voy directo al centro. Tengo que hacer una parada aquí primero, en Queens. -Había planeado coger un taxi hasta Long Island City, donde le pediría al taxista que esperase mientras recogía la pistola.

«Recuerda, esa tigresa suele llevar siempre pistola -le había dicho Robert-, de modo que no le des demasiadas oportunidades. Mejor dicho: no le des ninguna. Todo el problema viene precisamente de que no tiene el menor escrúpulo para usarla.»

David había asentido ante aquel consejo no solicitado. De todas maneras no necesitaba que se lo advirtieran. Era un profesional que llevaba años haciendo aquello. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un trozo de papel. La dirección era: «1421, Vernon Avenue, Long Island City». Se preguntó qué clase de sitio sería, y también si no tendría problemas a la hora de recoger la pistola. Durante un reciente viaje a Chicago, el proveedor había sido detenido por cargos no relacionados con el arma y se había paralizado toda la operación, lo que le obligó a quedarse cinco días más en la Ciudad del Viento. Confiaba en que no se repitiera la misma pifia en Nueva York, ya que estaba impaciente por poder regresar a St. Louis.

Miró las demás direcciones que tenía anotadas en el papel. Eran las del piso de Jasmine Rakoczi y de su gimnasio, ambos en el Upper West Side.

– ¿Dónde está el Marriott? -le preguntó a su estirado compañero de viaje, que estaba ocupado guardando el ordenador en su respectivo maletín.

– En Times Square -contestó el hombre.

– ¿Y eso se encuentra en el West Side?

– Desde luego que sí, justo al lado de la zona de los teatros.

David decidió no olvidarlo. Su plan consistía en recoger la pistola y buscar un hotel. Tras haber pasado varias noches en la costa Oeste, se sentía agotado y deseaba poder dormir a pierna suelta. Luego, ya buscaría la mejor manera de despachar a la tal Rakoczi. Lo mejor de su misión era acordarse del aspecto que tenía. Robert le había dicho que era uno de los mejores cuerpos que había visto, e indiscutiblemente Robert tenía buen gusto. David tenía planeado comprobarlo con sus propios ojos, y eso significaba que su piso sería la apuesta más segura.

21

Con un gesto de revés, Jack dejó el número de Cosmopolitan en la mesita de la sala de médicos de la planta de quirófanos. Buscaba desesperadamente algo que leer, pero aquella revista en concreto no era de las suyas. Ya había acabado con todo lo demás, incluyendo los números atrasados de Time, People, National Geograpbic y Newsweek además de los periódicos del sábado. Incluso había intentado mirar un rato la CNN, pero no había podido concentrarse en el programa, especialmente después de las dos tazas de café que se había tomado. Habían dado las doce menos cuarto, y Laurie seguía en el quirófano, lo cual lo tenía cada vez más inquieto.

Jack había subido al segundo piso junto con la doctora Riley y el ordenanza para acompañar a Laurie; luego le había dado un último y tranquilizador apretón en el brazo antes de que ella y los demás desaparecieran hacia la sala de quirófanos. Con la esperanza de que Laura reconsiderara su negativa a permitirle permanecer como observador, había ido a los vestidores y se había puesto la ropa de trabajo del hospital después de dejar la suya en una taquilla sin candado. Sin embargo, Laura siguió mostrándose firme y le dijo que saldría a avisarle tan pronto como la intervención hubiera finalizado. Jack intentó distraerse para no obsesionarse con lo mucho que tardaba. Mientras esperaba, el turno y las caras de la sala cambiaron cuando entró el nuevo grupo encargado de ocuparse del ala de quirófanos.

Nadie lo molestó, y él lo agradeció porque no estaba de humor para ponerse a conversar.

Justo antes de la medianoche, la doctora Riley apareció por fin en la puerta de la sala. Cuando vio a Jack se le acercó, y él se puso en pie. Parecía agotada, pero afortunadamente sonreía.

– Lamento el suspense -dijo Laura-. Hemos tardado un poco más de lo que esperábamos, pero todo ha ido bien.

– Gracias a Dios -suspiró Jack-. ¿Cuál ha sido el problema?

– No dejaba de sangrar. Había perdido mucha sangre, y su nivel de coagulación no era el que deseábamos. En estos momentos se encuentra en la UCPA, y quiero que siga allí para que puedan controlar su nivel de coagulación y su presión sanguínea.

– Parece buena idea.

– Veo que se ha cambiado de ropa.

– Sí. Esperaba que cambiara de idea sobre dejarme entrar como observador.

– Lo siento -dijo Laura-. Sé por Laurie que su relación es algo más que profesional. En los casos de parto no tengo inconveniente a la hora de que las parejas participen; pero no cuando se trata de operaciones como esta.

– No tiene que disculparse -repuso Jack-. Ella está bien, y eso es lo único que importa.

– En realidad me alegro de que se haya cambiado porque he conseguido que le dejen pasar para una visita rápida, suponiendo que esté de acuerdo.

– Me encantaría, pero dígame una cosa: ¿se trataba de un embarazo ectópico?

– Sí -contestó Laura-. Estaba localizado en el istmo del oviducto, bastante cerca de la pared uterina, lo cual puede que explique el volumen de la hemorragia. El oviducto en sí tenía un aspecto anormal y hemos tenido que extirparlo junto con el ovario derecho. En el aspecto positivo, el oviducto y el ovario izquierdo eran perfectamente normales, de modo que su fertilidad no debería verse afectada.

– Eso es algo que le gustará saber -convino él.

Sabiendo ya que Laurie se encontraba en vías de recuperación, Jack se permitió pensar en el feto que había perdido y se sorprendió ante sus propias emociones. A pesar de que, tal como Laurie había señalado, creía que iba a experimentar alivio, lo cierto era que se sentía triste. Aunque lamentarse no le resultaba agradable en ninguna circunstancia, en aquella concreta veía un lado positivo porque le hacía pensar que podía estar más dispuesto a tener otro hijo de lo que hubiera pensado solo unos días antes.

Haciéndole un gesto para que lo siguiera, Laura lo condujo a la zona principal de quirófanos. Había varias enfermeras reunidas alrededor del mostrador, ocupadas con papeleo. De la pared de enfrente colgaba una pizarra de borrado rápido con una serie de casillas: a la izquierda figuraban los números de los quirófanos; en la parte superior, formando columnas, había espacios para el nombre de los pacientes, del cirujano, el anestesista, las enfermeras de turno y el tipo de intervención. Jack vio que había ocho casos en curso, y el nombre de Laurie tachado.

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