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Con el índice derecho presionó una de las teclas. La pantalla se iluminó al instante, y Jack se vio contemplando una página del historial de Stephen Lewis con una lista de todos los análisis del laboratorio. La letra era diminuta, y tuvo que recurrir a las gafas de lectura que llevaba escondidas. Con ellas pudo leer lo que ponía, y sus ojos descendieron por la columna del lado izquierdo de la página. Al final llegó al MFUMP y, recorriendo horizontalmente con el dedo, halló: «MEF2A positivo».

Meneando la cabeza por su estupidez al no haber comprobado que el disco estuviera en el ordenador, Jack cogió el ratón y examinó durante varios minutos las fichas de los distintos casos de Laurie. Lo que descubrió no le sorprendió. Todos los pacientes del St. Francis y del Manhattan General habían dado positivo en la prueba MFUMP para el marcador de algún gen mutado. Algunos, los reconoció; otros, no. Al repasar el historial de Darlene Morgan, sintió un escalofrío de alarma. ¡Su prueba había dado positivo para el gen BRCA-1!

Como si lo impulsara un cohete, Jack se puso en pie de un salto, salió a toda prisa del despacho de Laurie y corrió por el pasillo hasta el ascensor. Mientras bajaba, buscó el móvil en los bolsillos de su abrigo. Miró el reloj. Eran las cuatro y dieciséis. Rápidamente marcó el número del Manhattan General, pero no intentó activar la llamada. No tenía señal.

Tan pronto se abrieron las puertas del sótano Jack corrió todo el pasillo pasando por segunda vez, pero en dirección opuesta, ante un sorprendido Carl Novak. De nuevo, hizo caso omiso del guardia. Tenía el móvil pegado a la oreja tras haber apretado el botón de activar la llamada nada más salir de la cabina. La telefonista del hospital contestó justo cuando Jack saltaba a la acera desde la plataforma de carga y descarga. Tras identificarse como médico y sin aminorar el paso, pidió casi sin aliento que le pasaran con la UCPA. Lo que deseaba era asegurarse de que no trasladaban a Laurie antes de que la doctora Riley hiciera su ronda matinal.

El teléfono de la UCPA respondió en el instante en que Jack llegaba a la Primera Avenida. Reconoció la autoritaria voz de la enfermera jefe y se detuvo. No llovía con la intensidad que lo había hecho un cuarto de hora antes, cuando había llegado a Medicina Legal, pero seguía chispeando lo bastante para que tuviera que proteger el móvil con la mano. Ante él, los relativamente infrecuentes coches corrían hacia el norte.

Entre jadeo y jadeo, Jack se identificó ante Thea.

– Espere un segundo -dijo la enfermera. A través del teléfono, Jack oyó que daba voces para que determinado paciente fuera instalado en determinada cama. Luego, Thea volvió a ponerse-. Lo siento. Estamos un tanto ocupados. ¿Qué puedo hacer por usted, doctor Stapleton?

– No quisiera ser una molestia -dijo, y mientras hablaba empezó a buscar un taxi, pero no vio ninguno-, pero quería comprobar la situación de Laurie Montgomery. -Por fin vio uno a lo lejos, con su luz de «libre» encendida. Se disponía a bajar de la acera y a hacerle señales cuando Thea lo dejó boquiabierto con su respuesta.

– Aquí no tenemos a ninguna Laurie Montgomery.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Jack, sobresaltado-. Está en una de las camas del fondo. Yo he estado ahí esta noche. Usted incluso me comentó que ella era un encanto.

– ¡Ah! ¡Esa Laurie Montgomery! Le pido disculpas. Durante las últimas horas nos ha llegado una avalancha de gente, víctimas de un accidente. Laurie Montgomery fue trasladada de la UCPA. Estaba evolucionando positivamente, y nosotros necesitábamos su cama.

Jack notó la boca seca.

– ¿Cuándo fue eso?

– Justo después del aviso de desastre de la supervisora. Yo diría que alrededor de las dos y cuarto.

– Yo les dejé el número de mi móvil -farfulló Jack-. Se suponía que debían avisarme si se producía algún cambio en su situación.

– Es que no se produjo ningún cambio. Sus constantes eran firmes como una roca. No la habría dejado marchar si hubiera existido el más mínimo problema. ¡Puede creerme!

– ¿Y adónde la han llevado? -consiguió articular Jack, intentando disimular desesperadamente la furia de su voz-; ¿a Cuidados Intensivos?

– No. No necesitaba estar en Cuidados Intensivos. Además, allí también estaban al completo. La llevaron a la habitación 509, en la planta de cirugía.

Jack cerró el móvil de golpe y escudriñó desesperadamente la oscura, vacía y húmeda avenida. El taxi que había visto antes había desaparecido durante su chocante y ominosa conversación con Thea Papparis. La idea de que Laurie llevara más de dos horas fuera de la UCPA en su delicado estado mientras él se dedicaba a sus estúpidas averiguaciones le resultaba demasiado desagradable de contemplar. La pregunta «¿En qué demonios estabas pensando?» resonaba en su mente como el restallido de unos platillos. Dominado por el pánico, echó a correr hacia el norte por la Primera Avenida, indiferente a los charcos que parecían pozos de negro petróleo. Sabía que tardaría demasiado en llegar corriendo al Manhattan General, pero también sabía que no podía quedarse allí.

24

Había sido una noche movida, quizá una de las más movidas que Jazz recordaba desde que estaba en el Manhattan General. Se habían visto inundados de pacientes víctimas de todo tipo de traumatismos que llegaban de la UCPA y habían ocupado todas las camas. En su condición de autodesignada enfermera jefe -un cargo que, según los rumores, pronto iba a cambiar con el nombramiento de una superiora-, le había correspondido repartir los pacientes entre las enfermeras de noche y sus ayudantes. Nadie se había quejado porque ella había insistido en llevarse su parte; pero, lo que era más importante: también había insistido en añadir a Laurie Montgomery a su lista de pacientes. Una vez quedó establecido y aceptado, se pudo relajar porque sabía que podría cumplir su parte de la Operación Aventar como más le gustara.

Jazz estiró los brazos por encima de la cabeza y ladeó la cabeza a izquierda y derecha para relajar los músculos del cuello. Estaba tensa. Acababa de terminar el papeleo y confiaba en poder disfrutar de una merecida pausa en el cuidado a los pacientes, pausa que pensaba emplear debidamente. Todas habían tenido que interrumpir el descanso para comer a causa de las exigencias de los enfermos, y eso la había obligado a saltarse el almuerzo. Sin embargo, había utilizado aquel momento para desaparecer en el lavabo de señoras que había fuera de la cafetería. Allí había llenado una jeringa con el cloruro potásico que había hurtado del almacén de Urgencias y hecho desaparecer la ampolla vacía. Para ella, los preparativos de las «sanciones» se habían vuelto cuestión de rutina.

Eran las cuatro cuarenta de la madrugada, y todo estaba listo. Había estado esperando el momento adecuado, y este había llegado. Elizabeth, que había estado sentada con ella rellenando impresos, había sido llamada a la habitación 537 y acababa de desaparecer de su vista. Al mismo tiempo, el resto de enfermeras y ayudantes se hallaban con sus respectivos pacientes. Los escasamente iluminados pasillos sugerían un ambiente de nocturna tranquilidad que Jazz había aprendido a apreciar. Miró a lo largo de un corredor; luego, del otro. Era la oportunidad perfecta.

Apartándose del escritorio, Jazz se puso en pie y metió la mano en el bolsillo derecho para notar el tranquilizador contacto de la jeringa llena. Respiró profundamente para controlar su emoción y se puso en marcha. Con paso veloz y silencioso se dirigió a la habitación 509. Se detuvo en la puerta y lanzó una nueva mirada por el largo pasillo. Una vez comenzada la misión, prefería que nadie la viera para evitar de ese modo que se pudieran hacer comentarios.

No había nadie a la vista. El único sonido era el rítmico «bip» de un monitor en la habitación vecina. Jazz sonrió. «Sancionar» a Laurie Montgomery iba a ser seguramente la misión más fácil de las que le habían encomendado; tanto porque había podido escoger el momento como porque el objetivo estaba sedado e inmovilizado.

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