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– ¿Qué podría ser más fácil? -murmuró para sí.

Entró en la habitación. Media hora antes, cuando había ido de regreso a la zona de enfermeras tras haber atendido un paciente, se había asomado para asegurarse de que el sedante había hecho efecto. Así era. De paso, bajó el respaldo de la cama de Laurie hasta dejarlo horizontal y apagó los fluorescentes del techo. En esos momentos, lo mismo que el pasillo, la habitación estaba bañada por el suave resplandor de las luces nocturnas empotradas justo encima del zócalo.

Sin hacer ni un ruido, Jazz se situó al lado de Laurie. Esta se hallaba sumida en un profundo sueño inducido por el sedante. Tenía la boca entreabierta, y Jazz vio que sus labios y lengua estaban resecos.

– ¡Pobrecita! -se burló en un susurro.

Estaba disfrutando. De todos los pacientes que había «sancionado», le parecía que Laurie era quien más merecido se lo tenía por sus continuas quejas y exigencias. A los ojos de Jazz, Laurie simbolizaba perfectamente a la típica niña rica, que era el equivalente femenino del señor «universidad de lujo» que ella se veía obligada a soportar. Y por si eso fuera poco, era una médico que no había dejado de darle órdenes a pesar de su condición de paciente. Desde su punto de vista, Laurie Montgomery, con su adinerado pasado, iba a llevarse su merecido hasta la última gota.

Contempló las ataduras que inmovilizaban las muñecas de Laurie y experimentó un escalofrío de placer. No le cabía duda de que le iban a facilitar el trabajo, aunque estaba convencida de que ella tampoco le iba a arañar el brazo como había hecho aquel bastardo de Stephen Lewis. Sin embargo, más allá de las ventajas prácticas, pensó que las ligaduras le producían un placer similar al que experimentaba cuando veía la colección de películas de sadomaso que se había descargado de internet. Para ella, todo era cuestión de control.

Suavemente, Jazz levantó la cabeza de Laurie y le retiró la almohada. Estaba segura de que, con el sedante que le había administrado, no se movería, y no lo hizo. Se guardó la almohada bajo el brazo porque deseaba tenerla a mano para taparle la cara con ella en caso de que Laurie hiciera algún ruido indeseado, igual que aquella pesada de Sobczyk. De todas maneras, no esperaba nada parecido: la línea intravenosa era del tipo central, lo cual significaba que el potasio descargaría en una vena principal y sus efectos serían menos dolorosos que de hacerlo en una periférica. Jazz se enorgullecía de aprender rápidamente. Cuantas menos sorpresas, mejor.

Levantó la mano, cogió el gota a gota y lo abrió de modo que fluyera libremente. Esperó unos minutos para comprobar que funcionaba bien. Cuando estuvo segura, sacó la inyección de potasio. Usó los dientes para quitarle la caperuza y clavó la aguja en la entrada auxiliar del conducto.

Tras echar una mirada a la puerta que daba al pasillo y escuchar durante un segundo por si oía algún ruido sospechoso, inyectó el líquido con una única y constante presión sobre el émbolo. Solo tardó cinco segundos. Sabía que, cuanto más potasio llegara al corazón en forma de dosis concentrada, más efectivo sería. Como de costumbre, mientras inyectaba, vio que el nivel ascendía en el regulador que había debajo de la bolsa de fluido.

Tan pronto como la jeringa quedó vacía, retiró la aguja y volvió a taparla con la caperuza. Luego, se quitó la almohada de debajo del brazo cuando Laurie empezó a agitarse, a gemir y abrió los ojos de repente.

– Bon voyage! -susurró Jazz.

Sosteniendo la almohada en la mano derecha lista para actuar, y con la jeringa en la izquierda, se inclinó sobre Laurie porque creyó que había murmurado algo. Se disponía a pedirle que lo repitiera cuando retrocedió sorprendida ante un estruendo de la puerta al ser abierta de golpe y chocar contra el tope. Al instante, un individuo con aspecto de maníaco entró violentamente en la habitación. Jazz se quedó momentáneamente confundida por la irrupción en la penumbra del cuarto, especialmente porque había estado absorta en su tarea y también porque estaba convencida de que había tomado las precauciones necesarias para evitar sorpresas. Salvo por dar un paso atrás a la defensiva, se quedó momentáneamente paralizada.

– ¿Cómo está ella? -gritó Jack corriendo al lado de la cama de Laurie.

Jadeaba pesadamente y tenía el pelo goteante y aplastado sobre la frente. Con su rostro sin afeitar, los ojos enrojecidos, la ropa mojada y los zapatos empapados, ofrecía todo el aspecto de un perturbado. Se apoyó un momento en la barra al pie de la cama como si estuviera exhausto, pero enseguida se recuperó y se hizo evidente que no le gustaba lo que veía. Sus ojos saltaron a Jazz, que no le había contestado, y vio la almohada y la jeringa en sus manos. Entonces contempló a Laurie, que gemía levemente y forcejeaba con las ataduras de sus muñecas.

– ¿Qué está pasando? -exigió saber Jack situándose a la derecha de Laurie, justo enfrente de Jazz-. ¡Laurie! -gritó. Su mano agarró la muñeca de Laurie, pero en el acto la llevó a su frente para evitar que moviera la cabeza de un lado a otro-. ¿Para qué demonios son estas ataduras? -preguntó a gritos, pero no esperó una respuesta. Al mirarla de cerca, resultaba evidente que Laurie se encontraba en un estado desesperado y que empeoraba camino de la agonía. Su rostro reflejaba una combinación de terror, confusión y dolor-. ¡Encienda la luz y dé la alarma! -bramó Jack.

Jazz siguió sin reaccionar, aturdida por los repentinos acontecimientos, y se limitó a dar otro paso atrás.

– ¡Mierda! -exclamó Jack ante la parálisis de la enfermera. Su voz resonaba entre las dormidas paredes del hospital. Necesitaba ayuda, y rápidamente, pero no quería dejar a Laurie sola ni un segundo.

Con frenética y desesperada frustración, Jack tiró de la cama alejándola de la pared, pero las bloqueadas ruedas chirriaron sobre el suelo. Tras apartar la mesilla de noche haciendo que los diversos objetos que había en su superficie cayeran al suelo con estruendo, Jack se deslizó entre la cabecera de la cama y la pared y liberó los frenos con el pie. Luego, apretando los dientes y dejando escapar un grito de batalla, apartó aún más la cama de la pared, arrancando de paso los cables de sus enchufes. Con un gruñido, la giró hacia la puerta y, aunque golpeó el marco, cogió velocidad suficiente para no detenerse. En cuestión de segundos se hallaba en el pasillo, haciendo rodar la cama a toda velocidad hacia la iluminada zona de enfermeras.

– ¡Den la alarma! -gritó Jack a pleno pulmón mientras empujaba. Un desventurado carrito de mantenimiento se hallaba en su camino, pero Jack hizo caso omiso. La cama con Laurie tenía mucha más inercia, y lo volcó, desparramando por el suelo su contendido de pastillas de jabón y demás accesorios. A continuación, ocurrió lo mismo con un andador, que casi quedó aplastado por el empuje.

– ¡Den la alarma! -gritó nuevamente Jack mientras enfermeras, asistentes e incluso pacientes se asomaban fuera de las habitaciones para verlo pasar.

Intentó frenar la cama al acercarse al mostrador de enfermeras, pero solo lo consiguió a medias. El armazón rebotó contra el mostrador tirando al suelo todos los historiales que había encima así como un jarrón con flores que todavía debía ser entregado en la habitación de un paciente. Bajo la intensa luz, Jack pudo ver el mal aspecto de Laurie. Estaba pálida como el papel y no se movía; sus ojos, con las pupilas dilatadas, miraban ciegamente el cielo raso.

Quitándose el empapado abrigo, la chaqueta y dejándolos caer al suelo, Jack fue al lado de Laurie. Tras comprobar rápidamente que no respiraba y que carecía de pulso, le echó la cabeza hacia atrás, le tapó la nariz y le practicó un boca a boca. A continuación se puso encima de ella y empezó a hacerle un masaje cardíaco. Segundos más tarde, varias enfermeras lo rodearon. Una de ellas sacó un respirador que aplicó a la boca de Laurie acompasando sus movimientos con las compresiones de Jack; otra, llevó una botella de oxígeno que conectó al respirador.

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