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– ¿Han dado la alarma? -preguntó Jack.

– Sí -dijo la enfermera del respirador.

– ¿Y dónde está todo el mundo? -quiso saber Jack.

– Bueno, hace menos de un minuto que hemos dado la alarma.

– ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! -espetó Jack apretando los dientes. Estaba sin aliento de tanto correr, empujar y de masajear. Se maldijo en silencio por haber dejado sola a Laurie, aunque hubiera sido por sugerencia de ella. Nunca tendría que haberse alejado de la UCPA, tal como había amenazado con hacer. Desde su posición, vio que tenía un color un poco mejor que antes, de modo que algo estaban consiguiendo.

– ¿Qué hay de sus pupilas? -preguntó a la enfermera del respirador.

– Ningún cambio.

Jack meneó la cabeza con frustración.

– ¿Cuánto tarda normalmente en llegar el equipo de reanimación? -gritó entre compresión y compresión.

Si a Laurie le había ocurrido lo que él sospechaba, su vida pendería de un hilo hasta que se presentara el equipo de reanimación; y aun así, no sabía qué posibilidades tenía. Una cosa estaba clara: no bastaba con un simple masaje cardíaco. Tenían que tratarla.

Como si fuera la respuesta a una plegaria, las puertas de un ascensor se abrieron y apareció un carrito con un equipo de reanimación empujado por cuatro médicos residentes, dos hombres y dos mujeres, que se acercaron corriendo. La jefa del grupo era Caitlin Burroughs, que parecía salida de la misma clase para alumnos aventajados que Shirley Mayrand. Si Jack se la hubiera cruzado por la calle, habría pensado que se trataba de una estudiante y no de una médico titulada. Los hombres también parecían jóvenes, pero no tanto como Caitlin o Shirley.

Uno de ellos cogió de inmediato el respirador de manos de la enfermera mientras otros dos empezaban a colocar los cables del ECG. Saltaba a la vista que sabían trabajar en equipo.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó bruscamente Caitlin comprobando las pupilas de Laurie.

– Un caso de hipercalemia -replicó Jack.

– Eso es un diagnóstico muy concreto -dijo Caitlin, que hablaba deprisa y de un modo entrecortado. Podía parecer joven a los ojos de Jack, pero de ella emanaba una confianza que solo podía ser fruto de la experiencia-. ¿Cómo sabe usted que el nivel de potasio es demasiado alto? ¿Es una paciente renal?

– No padece ninguna enfermedad renal -contestó Jack. No estaba al cien por cien seguro de que Laurie sufriera de altos niveles de potasio; pero no le cabía duda de que, si no actuaban de inmediato y resultaba que estaba hipercalémica, la perderían para siempre y entraría a engrosar los casos de su serie-. Mire, es demasiado largo para que le explique cómo lo sé; pero el caso es que lo sé -prosiguió enfáticamente Jack-. Tenemos que tratarla por sobredosis de potasio ¡y tenemos que hacerlo ahora! ¡Ya!

– ¿Cómo está tan seguro? Y además, ¿quién es usted?

– ¡Soy el doctor Jack Stapleton! -espetó-. ¡Soy médico forense de esta ciudad! Escúcheme bien: en este hospital vienen produciéndose desde enero una serie de fallecimientos por paradas cardíacas inesperadas en gente joven y sana que no han respondido a los intentos de reanimación, tantos que al final han llamado la atención del Departamento de Medicina Legal. Creemos que estamos ante una serie de casos de hipercalemia inducida deliberadamente.

– El ECG casi no da señal -anunció uno de los residentes que manejaba el aparato instalado en el carrito que escupía una cinta de papel donde aparecían dibujadas débiles ondas.

Caitlin le dio un rápido vistazo y, fuera lo que fuese lo que leyó en la gráfica, la puso definitivamente del lado de Jack y empezó a lanzar órdenes.

Las enfermeras salieron corriendo en todas direcciones.

Quería gluconato cálcico, veinte unidades de insulina junto con una dosis de cincuenta gramos de glucosa; quería bicarbonato sódico, quería una pasta catiónica para un enema retentivo, quería que enviaran a analizar una muestra de sangre para un recuento de electrolitos; y lo que era más importante desde el punto de vista de Jack: quería que avisaran a un cirujano para que la ayudara con una diálisis peritoneal de emergencia. En opinión de Jack, solo la diálisis podía sacarlos del apuro.

Mientras las enfermeras se afanaban en seguir sus instrucciones y en conseguir los medicamentos necesarios, uno de los médicos sustituyó a un reacio Jack en los masajes cardíacos; pero, tan pronto como el hombre empezó con las compresiones, este tuvo que reconocer que lo hacía mejor. Como oftalmólogo reconvertido en forense, Jack carecía de experiencia cuando se trataba de una reanimación cardíaca. También estaba agotado, pero se le hacía difícil permanecer allí sin hacer nada mientras la vida de Laurie pendía de un hilo. Durante el rato que había estado ocupado con las compresiones no había tenido tiempo de pensar en la potencial tragedia de la que estaba siendo testigo.

No había hecho corriendo todo el trayecto que separaba su trabajo del Manhattan General, pero sí un buen trecho. Había corrido unas diez manzanas a lo largo de la Primera Avenida sin encontrar ningún taxi. Unos cuantos coches pasaron a su lado salpicándolo de agua, pero ninguno se detuvo. Luego, su suerte cambió. Cerca del cuartel general de Naciones Unidas, un coche de la policía le cerró el paso creyendo que huía después de haber cometido algún delito. Cuando Jack les mostró su identificación y les explicó sin aliento que iba corriendo al Manhattan General por una urgencia, los agentes le dijeron que subiera y le llevaron sin detenerse y con las sirenas aullando. Si en algún momento se preguntaron qué hacía un médico forense, que normalmente se ocupaba de cadáveres, atendiendo una urgencia en plena madrugada, no lo expresaron.

Mientras el tratamiento hipercalémico de Laurie empezaba a hacer descender los niveles de potasio que Jack temía que le corrieran por el torrente sanguíneo, llegó un anestesista y procedió a entubarla para que pudiera ser ventilada con más eficacia. Al incorporarse después de haber acabado, Jack vio su nombre en la placa. Era José Cabero. Jack tardó en reaccionar. Recordaba el nombre de las listas de Roger, y se vio vigilando todos los movimientos del anestesista hasta que vio con alivio que se marchaba.

La diálisis peritoneal se realizó a través de la piel, sin dificultad, mediante una gran máquina de succión cilíndrica dotada de una cánula. Jack apartó la vista cuando introdujeron la aguja a través de la pared abdominal de Laurie, pero se hallaba lo bastante cerca para escuchar el sonido que hizo al atravesar los tejidos, y no pudo reprimir una mueca. Un momento después contempló cómo el fluido isotónico libre de potasio era introducido en su abdomen. Cruzó mentalmente los dedos y rezó para que el tratamiento resultara de ayuda. Sabía que, con la gran superficie que había bajo el abdomen como resultado de las vueltas de los intestinos combinadas con la abundancia de vasos sanguíneos del plexo, la diálisis peritoneal era el método más efectivo, aunque pasivo, de bajar los niveles de potasio o de cualquier otro electrolito en la sangre.

Por desgracia, tras diez minutos de agresiva terapia, no se habían producido cambios apreciables en la situación de Laurie. Caitlin pidió más gluconato cálcico y lo inyectó ella misma. Jack lo oyó desde lejos porque había empezado a pasear entre la cama de Laurie, situada frente al mostrador de enfermeras, y el vestíbulo de los ascensores. No era la cafeína lo que lo empujaba en esos momentos, sino su creciente temor y sensación de culpabilidad. Lo que más le remordía era la posibilidad de que aquel episodio no fuera más que una nueva manifestación de su condición de gafe para sus seres queridos. Era una idea que lo acosaba sin piedad. En una sola noche había perdido un hijo potencial y se hallaba al borde de perder la persona a la que amaba. Para empeorar las cosas, sabía que en parte era culpa suya.

Cuando llegó el resultado del análisis de sangre, Caitlin se lo mostró a Jack.

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