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Entonces, para sorpresa del doctor Springer, el detective propinó una amistosa colleja al forense, lo acusó de ser un pomposo gilipollas, y ambos salieron entre risas.

Epílogo

Seis semanas después

El teniente detective Lou Soldano aparcó su Chevy del Departamento de Policía ante una boca de riego y dejó encima del salpicadero la tarjeta plastificada que indicaba quién era y a quién pertenecía el vehículo. Acto seguido, abrió la guantera, metió la mano, sacó el atomizador para el aliento y se pulverizó un poco en la garganta para disimular el olor de los Marlboro que se había fumado por el camino. Después, inclinó el retrovisor y contempló su reflejo. Necesitaba un afeitado, pero lo cierto era que siempre necesitaba un afeitado, especialmente a las ocho y media de la noche. Dado que no podía hacer nada con respecto a su barba, utilizó los dedos para peinarse debidamente. Satisfecho con su aspecto, abrió la puerta y salió a la calle.

El aire tenía la sedosa textura de una noche de primavera. Gracias a los restos del día, el cielo tenía un tinte rosado que hacia levante adquiría tonos purpúreos. Lou echó a andar por la Segunda Avenida con paso ligero. Había llamado a Jack y Laurie aquella misma tarde con la esperanza de poder reunirse con ellos para ponerlos al corriente de la evolución del caso AmeriCare, y ellos lo habían invitado a cenar en su restaurante favorito: Elios.

Lou ya había compartido algunos encuentros con ellos en Elios, algunos buenos, otros no tanto. A esa última categoría pertenecía la noche en que Laurie anunció que iba a casarse con el impresentable que la acompañaba. Por suerte para todos, no había sido más que una falsa alarma, y el recuerdo de la ocasión dibujó una sonrisa en el rostro de Lou. También había sido una suerte que ni él ni Jack se hubieran pegado un tiro allí mismo por lo deshechos que se habían quedado.

Lou se detuvo fuera del restaurante. Justo delante de la puerta estaba la bicicleta de Jack, atada a un parquímetro con una multitud de candados. Meneó la cabeza con resignación. Ni él ni Laurie habían conseguido convencerlo para que dejara aquel maldito artefacto. Sonrió al recordar las constantes reprimendas que Jack le echaba diciendo que fumar era malo para la salud y al pensar que ir en bicicleta por la ciudad, especialmente como solía ir Jack, era un riesgo mucho mayor.

En el interior del restaurante la algarabía de la noche estaba en su apogeo. La gente se amontonaba en la barra hasta echarse casi encima de los comensales que ocupaban las codiciadas mesas que daban a la calle. Lou sintió que lo invadía la timidez, como siempre solía ocurrirle ante despilfarradores como aquellos, en especial la gente guapa que siempre parecía reír y hablar más alto que los demás.

Tras abrirse camino entre la multitud de la barra, Lou se topó con el abarrotado comedor. Lentamente, sus ojos recorrieron el lugar en busca de un rostro familiar hasta que, con alivio, localizó a Jack y Laurie en una mesa en la esquina derecha del fondo.

Con tantas mesas y sillas como podían caber humanamente distribuidas por la sala, a Lou le llevó tiempo llegar hasta sus amigos. Por el camino golpeó sin querer el brazo de un hombre, haciéndole tirar el vino; y, cuando se volvió para disculparse, arrastró el cinturón de la gabardina que llevaba en el brazo hasta meterlo en el plato de sopa de otro comensal. A pesar de todos aquellos tropiezos, al final consiguió llegar a su destino.

– Lo siento. Llego tarde -dijo mientras daba un beso a Laurie en la mejilla y estrechaba la mano de Jack por encima de la mesa asegurándose de no derribar sus aflautados vasos con el brazo o el abrigo.

– No importa -contestó Laurie sacando una botella de champán de un cubo con hielo y llenando el vaso que el detective tenía delante.

Lou intentó doblar la gabardina en el respaldo de la silla, pero sus esfuerzos llamaron la atención de un voluntarioso camarero que acudió a llevársela con presteza. El detective se sentó y utilizó la servilleta para enjugarse el sudor que le perlaba la frente. Tenía la sensación de hallarse en una sauna. Se desabrochó rápidamente el botón de la camisa, se aflojó la corbata y se abanicó con la mano.

– La próxima vez -propuso-, quedaremos en Little Italy, entre mi gente.

– De acuerdo -aceptó Laurie alegremente.

Tras intercambiar unas cuantas bromas, Jack preguntó:

– Me invade la curiosidad sobre el caso de AmeriCare.

– A mí también -terció Laurie.

– ¿Qué novedades hay? -añadió Jack.

El detective observó a sus amigos. Siempre que pensaba en su amistad no podía evitar sorprenderse. No era amigo de su médico ni de los hijos de este. La mayoría de sus amistades eran otros agentes de policía, aunque también había unos pocos bomberos con los que jugaba a las cartas con cierta regularidad. Sin embargo, Jack y Laurie eran distintos de los otros médicos que había conocido: no lo menospreciaban por su educación ni por su forma de ganarse la vida. En realidad, era más bien al contrario.

– De acuerdo -dijo-, los negocios antes que el placer. Pero, veamos, ¿por dónde hay que empezar? Antes de nada debo reconocer que lo que Jack me dijo la mañana en que liquidaron a Jasmine Rakoczi resultaron palabras proféticas. Jack, amigo, diste en el clavo.

Jack sonrió y le hizo un gesto de aprobación alzando el pulgar.

– De todas maneras, la mayor parte de la gloria ha de recaer en Laurie por su perseverancia ante la ignorancia y la ceguera de los demás, entre los que hay que incluir a Jack, y por haber encontrado bajo las uñas de Stephen Lewis algunos restos de tejido pertenecientes a Jasmine Rakoczi.

– Brindaré por eso -dijo Laurie, que alzó su estilizada copa y la hizo entrechocar con las de Jack y Lou.

– Además -prosiguió el detective dejando el vaso-, los de Balística dicen que la pistola de Rakoczi fue el arma utilizada para matar a la cuñada de mi capitán y a Roger Rousseau. -Lou dio una palmada en el brazo de Laurie y añadió-: Lamento mencionar un asunto doloroso.

Laurie sonrió y asintió en señal de reconocimiento de la delicadeza de Lou.

– Los informes de Balística también aclaran que la pistola que acabó con Rakoczi fue la de David Rosenkrantz, de manera que eso deja a Jack fuera de toda sospecha.

– Muy gracioso -dijo este.

– Por lo demás, me consta que estáis al tanto de que en la nevera de Rakoczi se encontraron la cabeza y las manos de Rousseau porque fueron llevados a Medicina Legal, de manera que no entraré en el tema.

– No, por favor -rogó Laurie.

– Dado que David Rosenkrantz era de otro estado, el FBI saltó al ruedo desde el primer momento y he aquí que se han descubierto otras muertes parecidas en otros centros de AmeriCare repartidos por todo el país. En estos momentos hay una investigación en marcha para todos los casos en los que la compañía figura como perpetrador.

– ¡Cielo santo! -exclamó Jack-. Cuando pensé en lo de la conspiración estaba pensando en uno o dos altos ejecutivos y en Rakoczi, desde luego, no en algo a escala nacional.

– Bueno, pues dejad que os cuente lo más interesante -dijo Lou empujando la silla e inclinándose hacia delante-. El que salváramos la vida de esa escoria de Rosenkrantz ha resultado ser la clave. El tío ha decidido colaborar a cambio de un mejor trato y ha implicado a su jefe directo, un tal Robert Hawthorne. Hawthorne ha resultado ser un tipo interesante y el pivote de toda la operación. Es un oficial retirado de las Fuerzas Especiales que sigue manteniendo contactos con las instancias militares a través de una red de viejos colegas. Hacía tiempo que llevaba manifestando mucho interés hacia cualquier tipo de personal médico descontento con el aparato militar. Lo que no sabemos es si fue reclutado o se había buscado un nido particular. Lo que sí sabemos es que ha estado funcionando como contratista independiente de un bufete de abogados de Saint Louis especializado en demandas por negligencia médica. Es un bufete que tiene mucho trabajo y que lleva muchos casos repartidos por todo el país. Por lo que hemos averiguado, Hawthorne dirigía un grupo de enfermeras, algunas de las cuales habían sido expulsadas de las filas del ejército, a las que se pagaba para que le comunicaran los casos que habían tenido un desenlace fatal en sus respectivos hospitales; además, esas enfermeras recibían una gratificación si alguno de esos casos llegaba a los tribunales.

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