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Ciento noventa y nueve… Doscientos…, contó Jazz para sus adentros antes de interrumpir sus flexiones de abdominales. Se dejó caer hacia atrás en plano inclinado del aparato de ejercicios, manteniendo las manos detrás de la cabeza mientras contemplaba los paneles del cielo raso de la sala de máquinas del gimnasio. Jadeaba intensamente tras haber llevado el esfuerzo al límite duplicando el número de repeticiones de cada ejercicio y en cada aparato. Normalmente, semejante entrenamiento tenía un efecto catártico en ella y le despejaba la mente. Aquel día no era diferente. Se sentía mejor. Cerró los ojos y dejó que su cuerpo se relajara a pesar de tener la cabeza más baja que los pies y de que la sangre se le acumulara en ella.

El problema había sido que no había podido dejar de darle vueltas a los tropiezos sufridos con Lewis y Sobczyk. Antes de esos dos lamentables episodios, había completado diez misiones sin el menor incidente. Le fastidiaba que la gente pudiera mostrarse tan difícil, en especial Stephen Lewis agarrándola por el brazo como había hecho. Sobczyk tampoco se había portado mejor, soltando aquellos gorgoteos en el momento equivocado. Lo único bueno había sido que la lamentable situación había llevado al extremo las cosas con Susan Chapman. Desde el primer día había fantaseado con la idea de librarse de ella para siempre, y ya lo había conseguido.

Sacó los pies de los acolchados asideros y los pasó por encima de la tabla. Se puso en pie y miró en el espejo su sudoroso y arrebolado rostro. Cogió la toalla y se enjugó el sudor de la frente antes de comprobar la hora. Aunque prácticamente había duplicado su serie de ejercicios, solo había tardado treinta minutos más.

Dejando que sus ojos recorrieran la sala, captó las furtivas miradas de la mayoría de sus ocupantes masculinos, incluyendo las del señor «universidad de lujo», a quien hacía días que no había visto. Con el humor en que se encontraba, casi deseó que se atreviera a acercársele de nuevo. Esa vez no se mostraría tan amable.

Sabiendo que debía darse prisa si deseaba llegar a trabajar razonablemente pronto, se encaminó hacia los vestuarios. Con su enfado por lo ocurrido con Lewis y Sobczyk bajo control, ya era capaz de pensar en los dos casos con la cabeza fría. En realidad no había sido su culpa. Girando el brazo, se miró las todavía enrojecidas marcas de las uñas. Apenas podía admitir que el fulano hubiera tenido el atrevimiento de arañarla de aquel modo, y confiaba en que no tuviera el sida. Desde luego, se había merecido la forma en que había acabado. Tomó nota para mantenerse alejada en el futuro de la mano libre de sus víctimas. En lo que se refería a Sobczyk, la culpa había sido de Chapman; y puesto que Chapman ya era historia, no había de qué preocuparse.

Con la toalla y el walkman en una mano, Jazz empujó con la otra la puerta del vestuario. Tiró la toalla al cesto de la ropa sucia y cogió una Coca-Cola helada del barreño lleno de hielo. Tras mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie observaba, siguió caminando. Arrancó la lengüeta y tomó un largo y placentero trago.

En realidad, lo único preocupante de las pifias de Lewis y Sobczyk era la posibilidad de que la descubrieran. El señor Bob le había insistido en que no debían verse ondas en la superficie, y ambos episodios habían sido como olas de dos metros. Participar en la Operación Aventar había sido una de las mejores cosas que le habían ocurrido en la vida, y se estremeció al pensar en lo que podría haber sucedido si no hubiera liquidado a Chapman a tiempo; o peor aún, si esa mañana Chapman hubiera ido a ver directamente a la supervisora de enfermeras en lugar de ir por su coche. Jazz ni siquiera quería pensar en ello, porque todo por lo que había trabajado podría haberse ido al garete. Desde el principio de su relación con el señor Bob, había decidido que no iba a permitir que nada ni nadie se interpusiera entre ella y su recién hallado éxito. Justo antes de pasar por el gimnasio había entrado en internet y comprobado su saldo en el banco. Tal como había esperado, era casi de cincuenta mil dólares. Solo contemplando aquella cifra, ya tenía la sensación de haber muerto y hallarse en el paraíso.

– ¡Eh! -dijo alguien-. ¿Sabe que me he enterado de que no es neurocirujana, sino enfermera?

Jazz se detuvo y dio media vuelta para mirar a la persona que le había hablado. Era una rolliza mujer envuelta en una toalla igual que un canalón.

– ¿La conozco?

– Usted me dijo que era neurocirujana -repuso la mujer en tono desdeñoso-, y yo, confiada de mí, le creí. Bueno, ahora sé la verdad.

De los labios de Jazz surgió una despectiva medio risa. Recordaba vagamente haber hecho aquel comentario, pero que aquel saco de sebo se lo recordara y tuviera la cara dura de reprochárselo le pareció una broma pesada.

– Escuche, gorda de mierda, ¿por qué no se ocupa de sus asuntos? -le espetó Jazz dando media vuelta y alejándose antes de que la otra pudiera responder.

Meneó la cabeza y se preguntó si no debería buscarse otro gimnasio. Hasta ese momento, en aquel solamente la habían molestado los hombres; pero, si empezaban a hacerlo las mujeres, quizá era que había llegado el momento de buscar otro.

No se entretuvo en la ducha ni tampoco vistiéndose con la ropa de trabajo y la bata blanca. Cuando se puso el abrigo militar, comprobó los bolsillos como siempre hacía y acarició la Glock y la Blackberry mientras revisaba su taquilla para asegurarse de que había cogido todo lo que necesitaba.

Mientras bajaba en el ascensor se preguntó cuándo recibiría su siguiente encargo para la Operación Aventar. Confiaba en que fuera pronto, y no solo por el dinero. Los tropiezos de los últimos dos casos daban carta de naturaleza a la posibilidad de que la descubrieran, y le preocupaba que pudieran darle un susto. En el ejército había aprendido a lidiar con pensamientos negativos. La idea consistía en volver a tirarse al agua.

Al llegar al piso superior del aparcamiento se dirigió hacia su coche, que relucía bajo los fluorescentes y tenía un aspecto impresionante a pesar de que ya no estaba impoluto: en la aleta trasera izquierda había una pequeña abolladura y una marca de pintura amarilla fruto de un reciente encontronazo con un taxi. Jazz no estaba satisfecha con el defecto en la impecable carrocería, pero los daños causados al otro vehículo y el enfado de su conductor habían sido compensación suficiente.

Cuando se encontraba a unos tres metros de distancia, activó la apertura de las puertas y oyó el metálico sonido de los cerrojos. Al acercarse vio su propio reflejo en las negras lunas del todoterreno y se ahuecó el rizado cabello con los dedos. Abrió la portezuela del conductor, arrojó la bolsa de gimnasia en el asiento del pasajero y se encaramó tras el volante. Introdujo la llave en el contacto y la hizo girar esperando oír el rugido del V-8 cuando una mano la sujetó por el hombro.

Estuvo a punto de dar contra el techo por el susto. Se volvió con tanta rapidez que se golpeó en la cadera con el volante y echó una mirada al asiento de atrás. En la penumbra del interior, acrecentada por los cristales tintados, todo lo que pudo distinguir fueron las siluetas de dos hombres. Sus rostros se ocultaban en la oscuridad. Mientras Jazz buscaba frenéticamente su Glock en los bolsillos del abrigo, uno de los desconocidos habló:

– ¿Qué tal, Doc JR?

– ¡Cielos! ¡Señor Bob! -balbuceó dejando de buscar la pistola y llevándose una mano a la frente-. ¡Me ha dado un susto de muerte!

– No era mi intención -repuso el señor Bob sin ánimo de disculparse-. Solo estamos siendo discretos. -Se hallaba sentado en el lado del pasajero del asiento trasero, ligeramente echado hacia delante. El otro hombre estaba recostado y con los brazos cruzados.

– ¿Cómo demonios han entrado? -preguntó Jazz entrecerrando los ojos para ver mejor al otro individuo mientras se frotaba la cadera que le dolía a causa del golpe contra el volante.

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