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Salió de la sala de conferencias y fue directamente al despacho de los investigadores forenses. La ansiedad de hablar en público y de enfrentarse a su jefe se le estaba pasando, e incluso se sintió mejor cuando encontró a Cheryl Meyers en su mesa, porque se suponía que su jornada había acabado hacía más de una hora. En opinión de Laurie, Cheryl era la investigadora de más talento del departamento y tan trabajadora como Janice. Le hizo tomar nota de los nombres y referencias que Dick le había dado y le pidió que solicitara los correspondientes historiales al St. Francis.

– ¿Y qué hay de las carpetas de las autopsias y de los certificados de defunción? -preguntó Cheryl.

Laurie le contestó, al igual que había hecho con Dick, que primero intentaría ver qué podía encontrar en el banco de datos y que si necesitaba copias impresas le avisaría.

Sujetando el sobre y releyendo los nombres una y otra vez, Laurie subió en el ascensor. Su intuición le decía alto y claro que los perfiles y los detalles de aquella nueva lista de víctimas iba a encajar con la suya. Su serie de SMAR sumaba ya doce personas.

Una vez en la cuarta planta, vaciló y tardó unos segundos en reunir la confianza en sí misma que necesitaba. Deseaba ir al despacho de Jack para hablar con él, aunque fuera brevemente, sobre la inesperada ocurrencia que había tenido en el despacho de Roger. Creía que compartir sus inquietudes la ayudaría a apaciguarlas; pero no estaba segura de lo que deseaba decirle ni de cómo empezar. Intentando prepararse ante tantas incertidumbres, respiró hondo y echó a andar.

Cuanto más se acercaba, más despacio caminaba. Volvió a vacilar cuando tuvo a la vista la puerta de Jack, disgustada por su indecisión. Se estaba convirtiendo en una cobarde, en una dubitativa incorregible o en una combinación de ambas cosas. Miró con añoranza por encima del hombro hacia la puerta de su propio despacho.

Al oír el roce de una silla dentro del despacho que tenía delante y creyendo que Jack se disponía a salir, Laurie estuvo a punto de huir presa del pánico. Afortunadamente, no tuvo tiempo, porque tampoco se trataba de Jack. Con las prisas, Chet estuvo a punto de darse de bruces con ella.

– ¡Caramba, lo siento! -se excusó mientras sujetaba a Laurie por los hombros para evitar que cayera mientras ambos recobraban el equilibrio. Luego, la soltó y se agachó para recoger la chaqueta que había dejado caer.

– No pasa nada -contestó Laurie, recobrándose del susto aunque con el pulso acelerado.

– Me voy a mi clase de musculación -explicó Chet a modo de disculpa-. Está claro que llego tarde. Si estás buscando a Jack, no lo encontrarás: tenía un importante partido de baloncesto en la cancha de su barrio y salió a toda prisa hace diez minutos.

– Qué lástima -dijo Laurie, en el fondo aliviada-. No hay problema, ya lo veré mañana.

Chet se despidió con la mano y corrió por el pasillo hacia el ascensor. De repente se sentía muy fatigada. El día le estaba pasando factura, y ella deseaba regresar a su piso y darse un baño caliente.

Tal como suponía, su despacho estaba vacío. Se sentó a su escritorio y tecleó su contraseña en el ordenador. Durante la media hora siguiente estuvo descargando los archivos de los seis casos de Queens. A pesar de que los informes de los investigadores forenses no eran ni la mitad de buenos que los de Janice, había en ellos información suficiente para que Laurie llegara a la conclusión de que eran muy parecidos a los suyos. Las muertes habían ocurrido de madrugada, entre las dos y las cuatro; las edades oscilaban de los veintiséis a los cuarenta y dos años; ninguno de los pacientes tenía un historial de problemas cardíacos y todos habían sido operados en las últimas veinticuatro horas.

Cuando hubo acabado, cogió el teléfono y marcó el número de Roger. Había prometido llamarlo, y aquel era un momento tan bueno como cualquier otro, especialmente teniendo en cuenta que tenía algo concreto que contarle aparte de la conducta en su despacho. Mientras se establecía la comunicación, se sorprendió deseando que esa vez saliera el contestador automático para evitar verse arrastrada a hablar de cosas de las que no le apetecía; pero, por desgracia, Roger respondió al segundo timbrazo con su habitual jovialidad. Tan pronto como se dio cuenta de que se trataba de Laurie, se mostró solícito.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó en tono preocupado.

– Voy tirando -repuso Laurie, que no tenía intención de mentir-. Estoy deseando volver a casa. Hoy no ha sido un buen día, pero de todas maneras acabo de enterarme de algo que puede interesarte. Durante la conferencia interdepartamental de los jueves me han comentado que en el hospital St. Francis, en Queens, se produjeron seis fallecimientos curiosamente parecidos a los del Manhattan General.

– ¿En serio? -preguntó Roger, sorprendido e interesado a la vez.

– Acabo de descargar sus certificados de defunción y los informes de investigación; además he pedido copias de sus historiales del hospital. Esto último tardará unos días, pero entretanto, mañana te pasaré todo lo que tengo. Supongo que querrás hablar con el jefe médico del St. Francis.

– Desde luego, aunque solo sea para compadecernos mutuamente. -Cambiando de asunto, Roger añadió-: Ahora hablemos de ti. Tengo que decirte que he estado mortalmente preocupado desde que te quedaste a media frase y te fuiste de repente. ¿Qué estabas pensando?

Laurie retorció el cable del teléfono mientras intentaba hallar una respuesta apropiada. No tenía la más mínima intención de causarle inquietud, pero de ninguna manera deseaba hablar del asunto que dominaba sus pensamientos, especialmente cuando todavía no sabía si sus temores estaban justificados.

– ¿Sigues ahí? -preguntó Roger.

– Sigo aquí -le aseguró-. Escucha, estoy bien, de verdad. Tan pronto como me sienta dispuesta a hablar de lo que me ronda por la cabeza, lo haré. Te lo prometo. ¿Puedes aceptarlo por el momento?

– Supongo -contestó Roger sin entusiasmo-. ¿Es porque has dado positivo en las pruebas del BRCA-1?

– Indirectamente, hasta cierto punto. Por favor, Roger, no más preguntas.

– ¿Estás segura de que no quieres que nos veamos esta noche?

– Sí. Esta noche no. Te llamaré por la mañana, te lo prometo.

– De acuerdo. Estaré esperando tu llamada; pero, si cambias de opinión, estaré en casa toda la noche.

Laurie colgó y dejó descansar la mano sobre el auricular unos segundos. Se sentía culpable por causar preocupaciones a Roger, pero no estaba dispuesta a hablar con él de lo que la angustiaba.

Apartándose del escritorio y poniéndose en pie, contempló la pila de nuevo material que había descargado de la base de datos del Departamento de Medicina Legal. Pensó en llevarse los papeles a casa y añadir los nombres al esquema que ya tenía, pero enseguida descartó la idea. Ya se ocuparía al día siguiente de todo aquel lío.

Con el abrigo sobre el brazo y el paraguas en la mano, Laurie apagó las luces y cerró con llave la puerta del despacho. Su siguiente destino era una farmacia, y, a continuación, su apartamento. Mientras apretaba el botón de bajada del ascensor, casi pudo sentir por anticipado la maravillosa sensación de deslizarse en una bañera llena de deliciosa agua caliente. Para ella, un baño era tanto una experiencia terapéutica como la oportunidad de lavarse.

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