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– Fácil. Nos quedamos con una copia de las llaves cuando le entregamos el coche. Me gustaría presentarle a un colega: el señor Dave.

– No puedo ver a ninguno de ustedes -se quejó Jazz-. ¿Quiere que encienda la luz?

– No es necesario, y prefiero que no lo haga.

– ¿Qué hacen aquí?

– Hemos venido para asegurarnos.

– ¿Para asegurarse de qué?

– De una cosa: queremos estar seguros de que los pacientes cuyos nombres le dimos ayer han sido «sancionados».

– Desde luego. Me ocupé de ellos anoche. -Jazz notó que el corazón se le aceleraba, y se preguntó nerviosamente si el señor sabía algo de sus tropiezos.

– También está ese pequeño asunto de la enfermera que asaltaron en el aparcamiento del Manhattan General. En principio se supone que fue por unos simples cincuenta billetes. ¿Qué puede contarnos sobre ese lamentable incidente?

– Nada. No sé una palabra. ¿Cuándo dice que ocurrió? -Jazz se pasó la lengua por la boca, que se le había quedado seca; pero, gracias a su entrenamiento militar evitó deliberadamente apartar la mirada o retorcerse.

– Esta mañana, entre las siete y las ocho. Su nombre era Susan Chapman. ¿La conocía?

– ¡Susan Chapman! ¡Claro que la conocía, era la incompetente de mi jefa de planta!

– Eso creíamos y, francamente, por eso estábamos preocupados. Teniendo en cuenta su reputación, queríamos asegurarnos de que usted no había estado implicada. Sabemos que aquel cabrón de oficial de San Diego se lo tenía merecido, pero el caso es que usted le disparó, aunque no mortalmente. ¿Está segura de que Susan Chapman no se metió con usted y la sacó de sus casillas igual que aquel oficial? Considerando su historial y siendo ella su superior, nos parece una curiosa coincidencia.

– ¿Así que va de esto? ¿Creen que he matado a Susan Chapman? Pues no, de ninguna manera. A ver, puede que Susan y yo tuviéramos nuestras diferencias, pero eran asuntos menores, como que siempre estuviera dándome la lata por si me había sentado dos segundos a descansar o hecho esto o aquello. ¡Yo no me la he cargado! ¡Vamos, hombre! ¿Qué creen, que estoy loca?

– La cuestión es que hemos de estar seguros de que su conducta ha sido irreprochable. Se lo dejé bien claro cuando la recluta para nuestra operación. ¡Acuérdese, ni la más mínima onda en la superficie! Naturalmente, todo esto se basa en la suposición de que desee seguir participando en la Operación Aventar.

– Desde luego -repuso Jazz con convicción.

– ¿Está usted satisfecha con las compensaciones? ¿Este vehículo en el que se encuentra sentada ha sido de su gusto?

– Sin duda. Estoy plenamente satisfecha.

– ¡Bien! ¿Tengo su palabra de que si tiene usted el más mínimo problema en su posición o la de sus compañeras de trabajo o con la labor que desempeña para nosotros me llamará al número especial que le di? Confío en que todavía lo tendrá, ¿no?

– Creía que ese número de teléfono era solamente para emergencias.

– Yo diría que todo lo que le he dicho entra dentro de esa categoría. Quiero que llame si alguna vez se siente tentada de hacer algo fuera de lo normal, en especial algo violento que pueda dar pie a una investigación como la que sin duda provocará el asesinato de esa enfermera. ¡Recuérdelo! Desde el principio insistí en que la seguridad era nuestra mayor prioridad porque cualquier quiebra puede poner en peligro toda la operación. Estoy seguro de que no querrá algo así.

– Claro que no.

– Consideraríamos muy preocupante cualquier clase de investigación, especialmente si usted se viera relacionada en ella.

– Estoy de acuerdo.

– Entonces nos comprendemos.

– Del todo.

El señor Bob se volvió hacia su acompañante.

– ¿Hay algo que le gustaría preguntar a Doc JR?

– ¿Cuántas veces por semana viene a este gimnasio? -preguntó el señor Dave descruzando los brazos y acercándose.

Jazz se encogió de hombros.

– No lo sé. Puede que cinco o seis. Puede que hasta siete. ¿Por qué?

– O sea que, aparte de su apartamento y el hospital, este es el sitio donde usted pasa buena parte de su tiempo, ¿no?

– Supongo.

– ¿Algún novio o amigas?

– En realidad no -contestó Jazz. Aunque no podía verle la cara, por la voz intuía que el señor Dave era más joven que el señor Bob-. ¿A qué demonios vienen tantas preguntas?

– Siempre nos gusta saber de nuestra gente -dijo el señor Bob-. Y cuantas más cosas sabemos, mejor los conocemos.

– A mí me parecen bastante personales.

– Así es el tipo de operación en la que estamos -repuso el señor Bob con una sonrisa. Sus dientes parecían especialmente blancos en la penumbra-. ¿Quiere hacernos alguna pregunta?

– Sí. ¿Cuáles son sus nombres auténticos? -Jazz rió nerviosamente. Se sentía en franca desventaja, con ellos al tanto de todo, y ella sin saber nada.

– Lo siento. Es confidencial.

– Entonces no tengo más preguntas.

– De acuerdo -dijo el señor Bob-. Tenemos algo para usted. Otro nombre. Confiamos en que pueda hacerlo esta misma noche.

– Desde luego. Estoy de turno las próximas cuatro noches, por lo tanto me encuentro disponible. ¿Cuál es el nombre?

– Clark Mulhausen.

Jazz repitió el nombre. Con aquella nueva misión se sentía por completo recuperada del susto que le habían provocado aquellos dos hombres sentados en su coche y de que mencionaran el asesinato de Chapman. Lo cierto era que estaba entusiasmada. En su jerga, volvía a tirarse al agua.

– Así pues, ¿estará en condiciones de ocuparse de Mulhausen esta noche?

– Delo por hecho -repuso Jazz con una sonrisa confiada y maliciosa.

El señor Bob abrió la puerta y se apeó mientras el señor Dave hacía lo mismo por su lado.

– ¡Recuerde, ni una onda en la superficie! -le recordó antes de cerrar la puerta.

– Ni una -repitió Jazz por encima del hombro, pero no estuvo segura de que la hubieran oído porque ambas puertas traseras se cerraron a la vez mientras hablaba. Los observó caminar hacia un Hummer H-2 que era un calco del suyo y en el que no se había fijado al entrar en el aparcamiento. Tan pronto como los dos hombres subieron al vehículo, ella puso el motor en marcha y salió de la plaza.

– Tarados -murmuró mientras conducía hacia la rampa que daba a la calle. Aunque estaba emocionada por tener otra misión y contenta de que todo marchara bien con la Operación Aventar, se sentía molesta por la forma en que la habían tratado. No le gustaba mostrarse servil ni que la sermonearan, que era lo que había ocurrido con la conversación con el señor Bob y el señor Dave. Hasta los propios nombres eran una tontería y un insulto. También se preguntó cuánto les pagarían a ellos si a ella le pagaban cinco mil.

¡Demonios!, se dijo. Era ella la que hacía todo el trabajo.

– Bueno, ¿qué opinas? -preguntó David Rosenkrantz a Robert Hawthorne.

Bob se hallaba en el asiento del conductor tamborileando con los dedos en el volante y mirando a través del parabrisas el desnudo muro de hormigón mientras pensaba en su conversación con Jazz. Todavía no había puesto en marcha el coche. Dave se hallaba en el asiento del pasajero contemplando a su jefe.

– No lo sé -contestó finalmente levantando ambas manos. Meneó la cabeza y se volvió hacia su subordinado. Bob era un hombre grandote, con aspecto atlético y de toscos rasgos que contrastaban con su traje italiano. Su cuidada forma de vestir era una preocupación relativamente reciente. Había pasado la mayor parte de su vida en atuendos de campaña, recorriendo el mundo como miembro de Operaciones Especiales-. Dirigir esta operación es un pez que se muerde la cola. Dedicamos mucho tiempo buscando y cultivando a esos personajes antisociales que están dispuestos a llevar a cabo las misiones sin poner reparos, pero después tenemos que ocuparnos de ellos por lo chalados que están. Esa Rakoczi es un buen ejemplo. ¿Te quieres creer que le pegó un tiro en las pelotas a aquel oficial solo porque el tío le echó un tiento?

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