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Laurie se despertó sobresaltada. El hecho de que se hubiera dormido a pesar de la angustia la asustó tanto como el ruido que la había arrancado del sueño. Eran Jazz y Elizabeth, que acababan de irrumpir en la habitación hablando de otro paciente. Jazz se le acercó por la derecha mientras que Elizabeth rodeó la cama hasta situarse al otro lado.

Haciendo un esfuerzo, Laurie se incorporó. Mientras dormía se había deslizado de lado hasta acabar apoyando el hombro en la barandilla. Miró a las dos mujeres fijamente. Notaba un sordo dolor en el bajo vientre, y tenía la boca seca. En la UCPA le habían dado trocitos de hielo; pero, en la habitación, nada.

– ¡Cielos! -exclamó Jazz mirándola-. Si hubiéramos sabido que se había dormido nos habríamos ahorrado algunos problemas.

– ¿Ha hablado con mi médico? -quiso saber Laurie.

– Digamos que he hablado con el doctor José Cabero -contestó Jazz-, que resulta que está accesible; no como su doctora Riley, que sin duda está durmiendo.

Laurie notó que el pulso se le aceleraba. También recordaba el nombre del médico por haberlo leído en las listas de Roger. De hecho, había leído el expediente del sujeto y se había enterado de sus demandas por negligencia y de sus problemas con las adicciones. De ningún modo deseaba caer en manos de aquel anestesista.

– El doctor se enfadó mucho cuando supo la que estaba organizando usted -prosiguió Jazz-, y me dijo de forma inequívoca que el análisis de coagulación que había ordenado debía hacerse como fuera. También le molestaron mucho sus amenazas de arrancarse la vía intravenosa y de salir de la cama con sonda incluida.

– ¡No me importa lo que opine el doctor Cabero! -espetó Laurie-. Usted me dijo que iba a llamar a mi médico. Quiero hablar con la doctora Riley.

– Debo corregirla -contestó Jazz alzando el dedo índice-. Dije que llamaría a un médico, no a su médico. Debo recordarle que el Departamento de Anestesia se considera todavía responsable de usted. Técnicamente, se encuentra en período postanestésico.

– Quiero a mi médico -gruñó Laurie apretando fuerte los dientes.

– ¡Caramba, menuda fiera!, ¿eh? -comentó Jazz a su compañera, que asintió y sonrió. A continuación, miró a Laurie y dijo-: Ya que casi son las cuatro de la mañana, verá cumplido su deseo dentro de pocas horas. Entretanto, tenemos intención de seguir al pie de la letra las instrucciones que el doctor Cabero ha sido tan amable de comunicarnos para su propia protección. -Dicho lo cual, hizo un gesto a Elizabeth.

Laurie empezó a repetir lo que opinaba del doctor Cabero; pero, antes de que pudiera acabar la frase, las dos enfermeras la sujetaron por los brazos inmovilizándola en la cama. Sorprendida por aquella inesperada agresión, Laurie luchó por liberarse; sin embargo, el dolor de la operación unido a la fuerza de las dos mujeres anuló toda resistencia. Lo siguiente que supo fue que tenía las muñecas atadas con tiras de Velero sujetas bajo el colchón. Todo había sucedido tan deprisa que estaba aturdida.

– ¡Ya está! ¡Misión cumplida! -dijo Jazz a su compañera irguiéndose-. Ahora podemos estar tranquilas de que la vía intravenosa se quedará donde está y que nuestra rebelde paciente no se esfumará.

– ¡Esto es un atropello! -farfulló Laurie, que tiró frenéticamente de las ataduras consiguiendo únicamente mover las barandillas. Las ligaduras aguantaron sin inmutarse.

– El doctor Cabero no piensa igual -dijo Jazz con una sonrisa-. En su opinión, el estrés de las intervenciones puede desorientar a ciertos pacientes que necesitan que los protejan de sí mismos. Al mismo tiempo, le preocupaba que usted pudiera haberse molestado, de modo que ha ordenado que le administremos un potente sedante de efectos inmediatos. -Sacó del bolsillo una jeringa cuyo contenido ya estaba listo para ser inyectado. Le quitó la caperuza con los dientes y la puso contra la luz mientras le daba unos golpecitos con el dedo.

– ¡No quiero ningún sedante! -chilló Laurie intentando nuevamente liberarse.

– Esa es precisamente la clase de respuesta que el sedante pretende evitar -dijo Jazz-. Elizabeth, ¿te importaría sujetar el brazo de la señorita Montgomery mientras yo hago los honores?

Con una sonrisa parecida a la de su compañera, Elizabeth agarró a Laurie por los hombros y aplicó su considerable peso sobre ellos. Laurie intentó revolverse, pero sin éxito. Notó en el brazo el frío contacto del algodón empapado de alcohol seguido de un pinchazo y un agudo dolor. Acto seguido, Jazz se incorporó y volvió a tapar la jeringa con la caperuza.

– ¡Que duerma bien! -dijo despidiéndose con un gesto de la mano y saliendo con su compañera.

Un gemido de indefensión se escapó de los labios de Laurie mientras se relajaba en la almohada. Antes, bajo los efectos del dolor y de los medicamentos que le habían administrado, había creído imposible sentirse más desamparada; pero se había equivocado. En esos momentos se hallaba maniatada igual que una víctima dispuesta para el sacrificio. Ignoraba qué le habían inyectado. Por lo que sabía, bien podía tratarse de un veneno que hacía inútil toda resistencia. Si era el sedante que había dicho Jazz, no tardaría en ser aún más vulnerable.

A pesar de que Jack se encontraba en buena forma física gracias a sus partidos de baloncesto y a la bicicleta, cuando llegó a los ascensores de Medicina Legal estaba sin aliento. Oyó a Carl Novak llamándolo por su nombre al pasar ante su garita, pero no se detuvo. Tampoco vio a nadie en el despacho del depósito. Presionó varias veces el botón de llamada del ascensor, como si así pudiera acelerar su llegada.

Mientras esperaba, pensó en qué podía haber hecho Laurie con el CD que había copiado en la oficina de Roger. Sin duda había sido de allí de donde ella había conseguido la información sobre el MEF2A. El ascensor llegó y Jack saltó a su interior. El CD no había estado junto a las listas ni a los historiales, y él tampoco lo había visto en la mesa ni en los cajones de Laurie. El único sitio donde no había buscado había sido en el archivador de cuatro pisos. Miró la hora. Eran las cuatro y cinco. Llevaba más de tres horas fuera del Manhattan General, lo cual era el límite de lo que consideraba aceptable. Tal como había decidido, se concedería quince minutos para localizar el CD.

El ascensor se detuvo con una sacudida y sus puertas tardaron en abrirse lo que a Jack le pareció una eternidad. Impaciente, las golpeó con el puño hasta que finalmente se abrieron a su debido tiempo, y él salió corriendo al oscuro pasillo. Igual que en las películas de dibujos animados, estuvo a punto de pasar de largo el despacho de Laurie por culpa de lo deprisa que iba, y tuvo que sujetarse al marco de la puerta para no resbalar en el encerado suelo. Una vez dentro, empezó por el cajón superior del archivador.

Tras cinco minutos de infructuosa búsqueda, cerró el de abajo y se levantó. Se rascó la cabeza mientras se preguntaba dónde demonios podía estar el maldito CD. Miró el escritorio de Riva, pero descartó semejante posibilidad porque no había motivo para que Laurie lo hubiera guardado allí. Una alternativa más verosímil era que él lo hubiese pasado por alto al examinar la mesa de Laurie, de modo que se sentó y revisó los cajones una vez más siendo especialmente exhaustivo, convencido de que el disco tenía que hallarse en alguna parte.

Jack volvió a incorporarse tras registrar el último cajón.

– ¡Maldición! -exclamó en voz alta.

Miró el reloj. Le quedaban cinco minutos del tiempo que se había concedido. Mientras escudriñaba la superficie de la mesa pensando en revisar los historiales por si el disco se había deslizado entre ellos, vio por el rabillo del ojo una pequeña luz amarilla en el marco de la pantalla del ordenador. Aunque la pantalla estaba a oscuras, indicaba que el ordenador estaba conectado.

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