Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– En absoluto. Si es verdad, me alegro de oírlo.

Sus finas cejas dibujadas se alzaron.

– ¿Si es verdad? ¿Te importa explicármelo?

– No hay nada que explicar, Paige. No veía a Boom Boom desde enero. Por entonces seguía luchando con su melancolía. Si supiera que tú le habías ayudado a salir de las tinieblas, me alegraría… En el funeral hubo comentarios acerca de que tenía problemas en la Compañía Eudora. Creo que circula el rumor de que había robado ciertos papeles. ¿Te dijo a ti algo de esto?

Los ojos color miel se abrieron mucho.

– No. Ni una palabra. Si la gente hablaba de ello, él no debió sentirse lo bastante molesto como para mencionarlo; cenamos juntos el día antes de que muriera. En cualquier caso, yo no lo creo.

– ¿Sabes de qué quería hablar conmigo?

Pareció desconcertada.

– ¿Estaba intentando ponerse en contacto contigo?

– Me dejó un mensaje urgente en el contestador, pero no dijo lo que quería. Me pregunto si no necesitaría mi ayuda profesional porque estuviese pasando algo raro en los muelles.

Sacudió la cabeza, jugueteando con la cremallera de su bolso.

– No lo sé. Estaba perfectamente el lunes por la noche. Mira, voy a tener que irme. Siento haberte asustado antes, pero ahora tengo que irme corriendo.

Volví hacia la puerta de entrada con ella y cerré cuando salió. Me había olvidado de cerrar cuando vine la vez anterior a buscar mis zapatos. Corrí además el cerrojo. Estaría bueno que el portero volviera a dejar entrar a alguien sin decírmelo… al menos, mientras yo estuviera dentro del apartamento.

Antes de volver a enfrascarme en la deprimente tarea de ordenar los papeles de mi primo, di un rápido vistazo a mi alrededor. Al contrario que yo, él era -había sido- sumamente pulcro. Si yo llevase muerta una semana y alguien viniese a mi casa, se encontraría unas cuantas sorpresas desagradables en el fregadero y una buena capa de polvo, por no hablar del montón de ropa y papeles en el dormitorio.

La cocina de Boom Boom estaba impecable. La nevera, tan limpia por dentro como por fuera. La revisé y saqué las verduras que se estaban estropeando. Dos litros de leche se fueron fregadero abajo; supongo que nunca perdió la costumbre de bebería, incluso cuando había dejado de entrenarse. Limpio, limpio. A menudo se lo decía a Boom Boom por meterme con él. Recordar aquellas palabras hizo que el estómago se me encogiera, como si lo estuvieran succionando por debajo. Eso es lo que pasa cuando muere alguien a quien quieres. He pasado por eso con mis padres también. Hay pequeñas cosas que no dejan de recordártelos y tiene que pasar un cierto tiempo antes de que el dolor físico desaparezca de la memoria.

Volví al estudio y organicé el ataque a los cajones. De izquierda a derecha, de arriba abajo. Si tienes que hacerlo, hazlo de manera organizada para que no tengas que volver atrás y perder más tiempo. Afortunadamente, mi primo no era sólo una hormiguita guardando cosas; también era muy organizado. Los ocho cajones tenían todos archivadores primorosamente etiquetados.

El de arriba de la izquierda contenía correo de admiradores. Dado el gentío que había en el funeral, no debía haberme sorprendido de la cantidad de cartas que la gente le mandaba. Seguía recibiendo tres o cuatro a la semana, escritas con una elaborada caligrafía infantil:

Querido Boom Boom Warshawski:

Creo que eres el mejor jugador de hockey del universo. Por favor, mándame tu foto.

Tu amigo, Alan Palmerlee

P.D.: Te mando una foto mía jugando como ala del Algonquin Maple Leafs.

Al revés de cada carta estaba escrita cuidadosamente la fecha y la respuesta: «26 de marzo; enviada foto firmada», o «Llamado Myron. Pedido que concertase una cita personal». Escuelas secundarias le pedían que hablase en el discurso de graduación o en banquetes deportivos.

El siguiente cajón contenía material relativo a la aprobación de los contratos de Boom Boom. Tendría que revisarlos con Fackley y Simonds. Mi primo había hecho una serie de anuncios para la Asociación de Lecheros Americanos. Quizá aquello explicase lo de la leche: si anuncias leche, tienes que tomártela. También estaba el palo de hockey de Warshawski, un jersey de calentamiento y un seguro de patinador.

A las cinco, remoloneé por la impoluta cocina y encontré un bote de café y una cafetera eléctrica. Me hice una taza y me la llevé conmigo al estudio. A las ocho y media descubrí las provisiones de licor de Boom Boom en una cómoda china labrada, en el comedor, y me serví un Chivas. No es mi whisky preferido, pero es un sustituto adecuado para el Black Label.

Hacia las diez estaba rodeada de montones de papeles, de los cuales un montón era para Fackley, el agente. Uno para el abogado, Simonds. Unos pocos para la basura. Unas cuantas cosas que tenían valor sentimental para mí. Una o dos que podrían interesar a Paige. Unos cuantos recuerdos para el Hockey Hall of Fame en Eveleth, Minnesota, y otras cosas para los Halcones Negros.

Estaba cansada. Mi blusa de color verde oliva tenía un manchón de polvo grasiento por todo el delantero. Las medias estaban llenas de carreras. Tenía hambre. No había encontrado las cartas de Paige. Puede que me sintiese mejor después de comer algo. En cualquier caso, había examinado todos los cajones, incluyendo los del escritorio. ¿Qué es lo que en realidad esperaba encontrar?

Me puse de pie bruscamente y aparté los montones de papeles para alcanzar el teléfono. Marqué un número que conocía de memoria y sentí alivio al oír que contestaban a la tercera señal.

– Al habla la doctora Herschel.

– Lotty, soy Vic. He estado ordenando los papeles de mi primo y estoy de lo más deprimida. ¿Has cenado?

Hacía horas que había cenado, pero accedió a encontrarse conmigo en el hotel Chesterton para tomar un café mientras yo comía algo.

Me lavé un poco en el baño principal, mirando con pena hacia la bañera a ras del suelo con su mecanismo de burbujas. Alivio para el deshecho tobillo de mi primo. Me pregunté si se habría comprado el piso por la bañera. Sería muy propio de Boom Boom, escrupuloso pero no muy práctico.

De salida, me detuve para hablar con el portero, Hinckley. Hacía rato que se había marchado ya. El hombre de turno en aquel momento era más bien una especie de guardia de seguridad. Estaba sentado tras un escritorio con una pantalla de televisión encima; podía ver la calle o el garaje o mirar en cualquiera de los treinta pisos. Un hombre negro mayor y cansado, al que vi sus pequeñas arruguillas sólo cuando me acerqué a él. Me miró impasible mientras le explicaba quién era yo. Le enseñé el poder de Simonds y le dije que seguiría viniendo hasta que las cosas de mi primo estuviesen totalmente arregladas y se vendiera el piso.

No dijo nada. Ni parpadeó ni movió la cabeza; no hizo más que mirarme sin expresión con sus ojos marrones, cuyos iris estaban moteados de amarillo por la edad.

Me di cuenta de que alzaba la voz y me contuve.

– El hombre que estaba de guardia esta tarde dejó entrar a una persona al apartamento. ¿Podría usted asegurase de que no entra nadie más a menos que yo le acompañe?

Siguió mirándome sin parpadear. Me volví y le dejé allí sentado bajo el tapiz color mostaza.

5
{"b":"115090","o":1}