– ¿Qué avión tiene Bledsoe?
Me encogí de hombros, femenina e indefensa.
– No sé. Tiene seis plazas, creo. Es nuevo -añadí para colaborar-. La pintura es nueva y brillante…
El joven cambió una mirada masculina de entendimiento con los otros dos. Las mujeres son tan estúpidas… Sacó un diario de vuelo de un cuaderno y pasó el dedo por las notas.
– Bledsoe. Ah, sí. Un Piper Cub. Llegó el viernes a las cinco y veinte. Sólo iba un pasajero. El piloto no dijo nada de una mujer.
– Bueno, le pedí que no lo hiciera. No quería que nadie supiese que iba en el aparato. Pero ahora que he perdido el pendiente… No sé qué haré… ¿Va a venir Cappy esta mañana? ¿Podría pedirle que me lo busque?
– Sólo viene cuando Bledsoe necesita volar.
– Bueno, ¿y no tiene su número de teléfono?
Después de un rato de carraspeos y vacilaciones, durante los cuales los otros dos estuvieron haciéndose guiños a escondidas, el joven me dio el número de Cappy. Le di las gracias efusivamente y me marché. El fin justifica los medios.
De vuelta a casa me acordé de los recuerdos que me había llevado del apartamento de Boom Boom y los saqué del maletero. Mi brazo izquierdo seguía curándose a pesar de que no hacía más que abusar de él, y el peso no me produjo más que unos tirones de poca monta. Con todo metido bajo el brazo derecho, abrí la cerradura del portal con la izquierda. El tótem de Nueva Guinea empezó a tambalearse. Luché por impedir que cayera y las fotos se estrellaron contra el suelo. Juré entre dientes, lo puse todo en el suelo, abrí la puerta con las dos manos, la empujé de una patada y metí las cosas como es debido dentro del edificio.
Había conseguido salvar el tótem, pero los cristales de las fotos estaban rotos. Los puse sobre la mesita de café y separé los marcos, tirando los cristales a una papelera.
Mi foto con la toga estaba muy ajustada al marco. Boom Boom debía de haber puesto muchas hojas de cartón dentro para que la parte de atrás estuviese bien encajada.
«No tenías que haberme comprado un marco tan barato, Boom Boom», murmuré para mí. Finalmente me fui a la cocina a por un par de guantes del horno. Con ellos puestos, conseguí sacar el marco de la parte de atrás, lanzando vidrios por todos lados. Entre la foto y la parte de atrás había un fajo de papeles blancos muy doblados. Por eso la foto estaba tan apretada.
Desdoblé el fajo. Resultaron ser dos papeles. Uno era una factura de la Grafalk-Steamship Line a la Compañía de Grano Eudora. Condiciones: diez días, dos por ciento, treinta días, neto, sesenta días, dieciocho por ciento de interés. Reflejaba cargas por barco, fecha de embarque y fecha de llegada. La segunda hoja, escrita por la meticulosa mano de Boom Boom, era una nota de seis fechas en las que la Pole Star había perdido embarques a favor de la Grafalk.
Boom Boom también había anotado las ofertas. En cuatro casos, la Pole Star era el postor más bajo. Me puse a buscar por todo el apartamento la bolsa con las copias de los contratos y luego me acordé de que las había dejado en casa de Lotty. Ni siquiera a Lotty podía levantarla a las tres de la mañana para recoger unos papeles.
Me serví un buen whisky y me quedé junto a la ventana de la sala para bebérmelo. Miraba el tráfico nocturno que pasaba por Halsted. Boom Boom había intentado llamarme para contarme lo que había descubierto. Al no localizarme, metió los papeles detrás de mi fotografía. No para que yo los encontrase, sino para ocultarlos de otros. Pensó que los recuperaría y podría dármelos; por eso no me había dejado ningún mensaje. Un espasmo de dolor me contrajo el pecho. Echaba muchísimo de menos a Boom Boom. Quería llorar, pero no me salían las lágrimas.
Por fin me alejé de la ventana y me fui a la cama. No dormí mucho, y cuando dormí lo hice atormentada por sueños en los que Boom Boom estiraba sus brazos en un lago frío y negro mientras yo estaba allí sin poder hacer nada. A las siete abandoné todo intento de descansar y me di un baño. Esperé hasta las ocho y llamé al piloto de Bledsoe, Cappy. Lo cogió su esposa, que fue a avisarle al patio de atrás, donde estaba plantando petunias.
– ¿Señor Cappy? -dije.
– Capstone. La gente me llama Cappy.
– Ya… Señor Capstone, me llamo Warshawski. Soy detective y estoy investigando la muerte de Howard Mattingly.
– No he oído nunca hablar de él.
– ¿No era él el pasajero que llevó desde Sault Ste. Marie el viernes por la noche?
– No. No era ése.
– ¿No tenía el pelo rojo brillante? ¿Y una cicatriz a la izquierda de la cara? ¿Muy robusto?
Dijo que parecía ser la misma persona.
– Bien, creemos que viajaba bajo nombre supuesto. Apareció muerto la noche pasada. Lo que estoy intentando averiguar es a dónde fue cuando se marchó del aeropuerto.
– Ni idea. Sólo sé que le esperaba un coche en Meigs. Se metió dentro y se largó. Yo estaba rellenando el diario de vuelo y ni me fijé.
No había visto al conductor. No, no podía decir qué marca de coche era. Era grande, no una limusina, pero podía haber sido un Cadillac o un Oldsmobile.
– ¿Cómo es que trajo a ese hombre de vuelta a casa? Creí que iba usted a llevar al señor Bledsoe, pero se marchó antes de que el Lucelia entrase en la esclusa.
– Sí, bueno, es que el señor Bledsoe me llamó y me dijo que no iba a volar conmigo. Me dijo que llevase al tipo ése. Dijo que se llamaba Oleson y eso es lo que puse en el diario de vuelo.
– ¿Cuándo le llamó Bledsoe? Estuvo a bordo del barco durante todo el viernes.
Le había llamado el jueves por la tarde. No, Cappy no podía asegurar que fuese Bledsoe. De hecho, el propio Bledsoe le había llamado para hacerle la misma pregunta. Pero él no aceptaba órdenes de nadie más que del dueño del avión, así que, ¿qué otro podía haber sido?
La lógica de tal argumento se me escapaba. Le pregunté para quién más volaba, pero se picó y dijo que la lista de sus clientes era confidencial.
Al colgar, lentamente, me volví a preguntar si no sería hora de darle mi información acerca de Mattingly a Bobby Mallory. La policía podría poner su maquinaria investigadora en movimiento y preguntar a todo el mundo que hubiera estado en Meigs Field el viernes por la noche hasta que encontrase a alguien que identificara el coche. Miré los documentos de Boom Boom que estaban en la mesa junto al teléfono. La respuesta a todo aquel jaleo se encontraba en aquellos papeles. Me daba veinticuatro horas más, y luego iba a ver a Bobby.
Intenté llamar a la Pole Star. La línea estaba ocupada. Llamé a la Eudora. La recepcionista me dijo que el señor Phillips no había llegado aún. ¿Le esperaban? Que ella supiese, sí. Llamé a su casa de Lake Bluff. La señora Phillips me dijo secamente que su esposo se había marchado a trabajar. ¿Así que había ido a casa la noche anterior? Me colgó otra vez.
Me hice un café y una tostada y me vestí para la acción: zapatillas de correr, vaqueros, una camiseta de algodón gris y chaqueta vaquera. Echaba de menos ni Smith & Wesson, que estaría en algún lugar del fondo de la esclusa Poe. Quizá cuando sacasen el Lucelia pudiesen buscar mi pistola entre el fangoso centeno y devolvérmela.
Antes de marcharme sonó el timbre de abajo. Apreté el botón de apertura del portal y bajé a ver quién era. Resultó ser una persona que entregaba citaciones -un estudiante-, me entregó una para que fuese al Tribunal de Investigaciones de Sault Ste. Marie el lunes siguiente. El joven pareció muy aliviado al ver que lo aceptaba con tanta calma, limitándome a metérmelo en el bolso. Yo entrego muchas citaciones y los receptores suelen oscilar entre la irritación y la violencia.
Me paré en la esquina para comprarle a Lotty un ramo de lirios y crisantemos, y me acerqué a su apartamento en el Omega. Como mi bolsa estaba también enterrada con cincuenta mil toneladas de centeno en Sault Ste. Marie, metí mis cosas en una bolsa de la compra. Puse las flores en la mesa de la cocina con una nota: