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Una expresión mezcla de temor y envidia le cruzó el bien maquillado rostro.

– Es de los Grafalk. Tendría que hablar usted con ella. Su marido posee una de las mayores compañías de la ciudad: barcos. Tienen doncellas y un chófer.

– ¿Les ve mucho?

– Oh, bueno, ellos viven su vida y nosotros la nuestra. Nos avalaron para que entrásemos en el Club Náutico, y Niels se lleva a Paul y a Clayton a navegar con él algunas veces. Pero ella es muy distante. Si uno no pertenece a la Sociedad Sinfónica, no vale nada a sus ojos. -Parecía pensar que había dicho demasiado, pues cambió rápidamente de tema y se despidió.

Saqué el Chevette marcha atrás a Harbor Road y pasé delante de la casa de los Grafalk. Así que allí vivía el vikingo. Buen sitio. Detuve el coche y me quedé mirándolo, medio tentada de parar y contarle mi rollo a la señora Grafalk. Mientras estaba allí sentada, un Bentley asomó el morro por la verja y salió a la carretera. Una mujer delgada de mediana edad con pelo negro canoso iba al volante. No me miró al salir; puede que estuviese acostumbrada a los mirones. O quizá no fuese la dueña sino una simple visitante, una cofrade de la Sociedad Sinfónica.

Harbor Road giraba hacia el oeste hacia Sheridan unas cien yardas más allá de la propiedad de los Grafalk. El Bentley desapareció por la esquina a gran velocidad. Puse el Chevette en marcha y estaba a punto de seguirle cuando un coche deportivo azul entró por la curva. A cincuenta más o menos, el conductor giró a la izquierda por mi lado. Frené bruscamente y evité una colisión por pulgadas. El coche, un Ferrari, se metió entre las columnas de ladrillo que bordeaban el camino, deteniéndose con un gran chirrido al lado de la carretera.

Niels Grafalk se acercó al Chevette antes de que yo tuviese tiempo de desaparecer. No podía engañarle con una historia cualquiera acerca de sondeos de opinión. Llevaba una chaqueta de tweed marrón y una camisa blanca de cuello abierto, y su cara brillaba de ira.

– ¿Qué demonios se cree que está haciendo? -explotó ante el Chevette.

– Me gustaría hacerle la misma pregunta. ¿Alguna vez pone el intermitente antes de torcer?

– ¿Pero qué está haciendo delante de mi casa? -La ira le dificultaba la visión y no se dio cuenta de quién era yo al principio; ahora, el reconocimiento se mezclaba con la ira-. Oh, es usted, la dama detective. ¿Qué está haciendo? ¿Tratar de descubrirnos a mi esposa o a mí en actitudes indiscretas?

– Sólo estaba admirando el panorama. No sabía que necesitaba un seguro de vida para venir a los barrios del norte.

Intenté dirigirme una vez más a Harbor Road, pero él metió una mano por la ventanilla abierta y me agarró el brazo izquierdo. Éste estaba pegado al hombro dislocado y la presión me provocó un estremecimiento de dolor por el brazo y el hombro. Detuve el coche de nuevo.

– Bueno, no se dedica usted a divorcios, ¿verdad? -sus oscuros ojos azules estaban llenos de emoción: ira, nerviosismo, era difícil de decir.

Alcé los dedos para frotarme el hombro, pero los dejé caer. Que no supiese que me había hecho daño. Salí del coche, casi en contra de mi voluntad, arrastrada por la fuerza de su energía. Eso es lo que se llama tener una personalidad magnética.

– Se ha cruzado usted con su esposa.

– Ya lo sé; la vi en la carretera. Ahora quiero saber por qué está espiando en mis propiedades.

– Palabra de honor, señor Grafalk, no estaba espiando. Si así fuera no estaría aquí, delante de su puerta. Me habría ocultado y usted nunca habría sabido que yo estaba aquí.

La niebla se disipó un poco en los ojos azules y rió.

– ¿Qué está haciendo aquí entonces?

– No hacía más que pasar. Alguien me dijo que vivía usted aquí y yo estaba echando un vistazo. Vaya sitio.

– No encontró a Clayton en casa, ¿verdad?

– ¿Clayton? Oh, Clayton Phillips. No, supongo que tendría que estar trabajando un lunes por la tarde, ¿verdad? -No serviría de nada negar que había ido a casa de los Phillips. Aunque había usado un nombre falso, Grafalk podría averiguarlo fácilmente.

– Habló con Jeannine, entonces. ¿Qué le pareció?

– ¿Le va a ofrecer trabajo?

– ¿Qué? -pareció desconcertado y luego secretamente divertido-. ¿Qué le parece una copa? ¿O los detectives no beben cuando están de servicio?

Miré el reloj. Eran casi las cuatro y media.

– Déjeme quitar el Chevette de en medio de los peligros de Lake Bluff. No es mío y no me gustaría que le pasase algo.

A Grafalk se le había pasado la furia, o al menos la había enterrado bajo la civilizada urbanidad que había desplegado en el puerto la semana anterior. Se apoyó sobre una de las columnas de ladrillo mientras yo luchaba con el rígido volante y metía el coche en el arcén de hierba. En el interior de la verja, él me rodeó con el brazo para guiarme por el camino. Yo me solté suavemente.

La casa, hecha del mismo ladrillo que las columnas, se encontraba a unas doscientas yardas de la carretera. Los árboles la bordeaban por los lados, por lo que no se podía saber su verdadero tamaño hasta que te acercabas.

El césped estaba casi completamente verde. Una semana más y tendrían que darle la primera siega de la temporada. A los árboles les estaban saliendo las hojas. Tulipanes y narcisos ponían una nota de color en las esquinas de la casa. Los pájaros gorjeaban con el apremio de la primavera. Hacían sus nidos en una de las propiedades más caras de todo Chicago, pero seguro que no se sentían superiores a los gorriones de mi vecindario. Felicité a Grafalk por la casa.

– Mi padre la construyó allá por los años veinte. Es un poco barroca para los gustos de hoy, pero a mi esposa le gusta, así que no he hecho cambios.

Entramos por una puerta lateral hacia la parte de atrás y llegamos a un porche cubierto de cristal que dominaba el lago Michigan. El césped bajaba en una pronunciada pendiente hasta una playa de arena en la que había una pequeña cabaña y dos parasoles. Una balsa estaba anclada a unas treinta yardas de la orilla, pero no vi ningún barco.

– ¿No tiene aquí su barco?

Grafalk soltó su risita de hombre rico. No compartía la indiferencia social de sus pájaros.

– Aquí las playas tienen muy poca pendiente. No se puede tener nada de más de cuatro pies junto a la orilla.

– ¿Hay pues un puerto deportivo en Lake Bluff?

– El puerto público más cercano está en Waukegan. Pero está muy contaminado. No, el comandante de la Escuela de Adiestramiento Naval de los Grandes Lagos, el contraalmirante Jergensen, es un amigo personal. Amarro allí mi barco.

Aquello estaba muy a mano. La Escuela de Adiestramiento de los Grandes Lagos estaba en el extremo norte de Lake Bluff. ¿Dónde amarraría su barco Grafalk cuando Jergensen se jubilase? Los problemas a los que se enfrentan los muy ricos son bastante diferentes de los suyos y los míos.

Me senté en una tumbona de bambú. Grafalk abrió una ventana. Se puso a manipular con hielo y unos vasos en un bar empotrado en los paneles de teca de la habitación. Me decidí por jerez. Mike Hammer es el único detective que conozco que puede pensar y moverse mientras está bebiendo whisky. Al menos moverse. Puede que el secreto de Mike sea que nunca trata de pensar.

Aún de espaldas a mí, Grafalk habló:

– Si no estaba espiándome, tiene que haber estado espiando a Clayton. ¿Qué ha descubierto?

Coloqué los pies sobre el cojín de flores rojas cosido al bambú.

– Vamos a ver. Quiere saber qué opino de Jeannine y qué he descubierto de Clayton. Si me dedicara a divorcios, sospecharía que usted se acuesta con Jeannine y me preguntaría lo que sabe Phillips acerca de ello. Pero no me pega que sea usted de los que se preocupan de lo que piensen algunos hombres por el hecho de que esté usted retozando con su esposa.

Grafalk echó hacia atrás su cabeza blanqueada por el sol y soltó una risotada. Me trajo una copa alargada llena de un líquido pajizo. Di un sorbo. El jerez era tan suave como el oro líquido. Debería haber pedido un whisky. El whisky de un millonario debía ser algo único.

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