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Las fechas puede que no siguiesen la pista del ciclo menstrual de Boom Boom, pero tenían que indicar algún otro hecho periódico. Las copié todas en una hoja de papel. Algunas diferían en dos días, otras en diecisiete, once, cinco; todos números primos… no, seis, tres, cuatro, de nuevo dos. Empezaban a principios de marzo y acababan en noviembre; luego volvían a empezar en abril.

Aquello significaba la estación de embarques en los Grandes Lagos. Elemental, querida Warshawski. Empezaba a finales de marzo o a principios de abril y acababa alrededor de Año Nuevo, cuando el hielo de la parte alta de los lagos se volvía demasiado espeso como para que nadie anduviese por allí rompiéndolo.

La Eudora trabajaba durante todo el año, claro, pero sólo mandaban las cargas por barco nueve meses al año. Así que la pelea con Phillips había tenido algo que ver con los contratos de embarque. Pero ¿qué?

Mi cabeza empezaba a sentirse peor; bebí un poco de agua y bajé la cama para descansar. Dormí durante un rato. Cuando me desperté, un joven estaba sentado en la silla de los visitantes mirándome con preocupación. Su rostro suave y redondo, de nariz rota y ojos castaños perrunos, me parecía vagamente familiar. Traté de recordar.

– ¡Pierre Bouchard! Me alegro de verte. Myron me dijo que estabas fuera.

Sonrió y me resultó mucho más familiar. Nunca le había visto junto a Boom Boom sin una sonrisa.

– Sí, bueno, volví ayer por la noche. Y Anna vio lo de tu accidente en el periódico -sacudió la cabeza con tristeza-. Lo siento muchísimo, Vic. Primero lo de Boom Boom y ahora esto.

Sonreí con embarazo.

– Mi hombro se curará; no te preocuparás por un simple hombro dislocado cuando tú has tenido una pierna escayolada durante semanas y te has roto la nariz tres veces…

– Cuatro -me corrigió con un guiño.

– ¿Así que Myron te dijo que quería verte?

– ¿Myron? No. ¿Cómo habría podido decírmelo si acabo de volver a Chicago? No, Vic, vine sólo por ti -cogió un paquete del suelo y me lo tendió.

Lo abrí. En su interior había una foca tallada en la esteatita que usan los esquimales. Me sentí muy emocionada y se lo dije.

– Bueno, en el hospital se cansa uno de tantas flores. Lo sé bien. Esta pequeña fue tallada por los esquimales hace dos o trescientos años. Espero que te traiga suerte.

– Gracias, Pierre. Yo también lo espero. Y espero que me ayude a recordarte para siempre.

Resplandeció.

– ¡Bueno, bueno! Pero que Anna no te oiga decir eso -se detuvo un minuto-. Vine además a darte un recado de Boom Boom. Yo había estado dos semanas en Quebeq, vine para el funeral, ¿sabes?, y volví allí otra vez. Bueno, pues cuando llegué a casa anoche tenía una carta suya esperándome. La había echado al correo el día antes de morir. -Rebuscó en el bolsillo de arriba de su chaqueta de tweed marrón, sacó la carta y me la tendió.

Boom Boom me perseguía desde la tumba con sus cartas. Todo el mundo me traía su correspondencia personal. ¿Por qué nunca me escribió a mí? Saqué la hoja blanca del sobre y leí en su letra pequeña y cuidada:

Pierre:

Anna me dice que estás jugando en el Coeur d'Argent. Rómpeles la cabeza por mí, amigo. Creo que vi el otro día a Howard en extrañas circunstancias. Intenté llamarle, pero Elsie me dijo que estaba en Quebeq contigo. Llámame cuando vuelvas y dímelo.

Boom Boom

– ¿Quién es Howard? ¿Howard Mattingly?

Pierre asintió. Mattingly era un ala suplente.

– Elsie es su mujer. Pobre chica. Si él le dice que va al Coeur d'Argent, ella le cree, aunque sólo sea para no saber dónde está de verdad.

– ¿Así que no estaba en Quebec contigo?

Sacudió la cabeza.

– Mattingly siempre está con una nueva chica. A Boom Boom nunca le interesó. Ni siquiera es buen jugador. Y es un fanfarrón, ¿sabes?

El imperdonable pecado masculino: fanfarronear acerca de tus triunfos con las chicas y sobre el hielo; sobre todo cuando en ninguna de las dos cosas eres muy brillante.

Volví a mirar la carta, dudosa. Parecía no tener nada que ver con el jaleo que estaba intentando aclarar. Pero era lo bastante importante como para que mi primo llamase y luego escribiese a Bouchard. Tenía que significar algo. Debía al menos intentar descubrir qué era lo que había estado haciendo Boom Boom los últimos días antes de morir. La carta tenía fecha del veintiséis. Él murió el veintisiete, eso significaba retroceder al menos hasta el veintitrés, cuando entró agua en las bodegas del Lucelia. ¿Podía haber estado Mattingly mezclado en aquello? Comencé a sentirme sobrepasada por la enorme cantidad de trabajo que iba a tener que hacer y miré desesperanzada mi brazo atado al techo.

– ¿Tienes alguna foto buena de Mattingly?

Bouchard se rascó la barbilla.

– Una foto publicitaria. Myron puede darme una.

– ¿Podrías conseguirme media docena de copias? Quiero ver si alguien puede identificarle en cualquier lugar raro que se me ocurra.

– Claro. En seguida -se levantó muy animado. Acción. Eso es lo que les gusta a los jugadores de hockey-. ¿Quieres que yo las enseñe mientras tú estás ahí tendida?

– Déjame pensarlo… Yo sé con quién tengo que hablar y tú quizá no puedas llegar a ellos.

Se marchó entre una nube de antiséptico. Volví a mirar el calendario de mi primo. El veintitrés había visto a Margolis. La mayoría debía haber estado en el silo. El veinticuatro, un sábado, estuvo con Paige. No anotó ninguna otra de sus citas. El lunes habló con MacKelvy, el expedidor de la Grafalk, y con dos personas más cuyos nombres no reconocí. Le enseñaría la foto de Mattingly a Margolis. Puede que mandase a Pierre a hacerlo.

Miré el reloj, abrochado tontamente a mi muñeca derecha. Las cuatro y media. Paige debía estar en el teatro. La llamé, me contestó el contestador y le dejé un mensaje.

Lotty llegó alrededor de las cinco, observando el desorden de papeles y sábanas con sus espesas cejas negras alzadas.

– Eres una paciente terrible, cariño. Me dicen que rechazas toda la medicación… No me importa que no te quieras tomar las píldoras para el dolor; eso es cosa tuya. Pero tienes que tomarte los antibióticos. No quiero infecciones secundarias en el brazo.

Ordenó el lío que había alrededor de la cama con unos cuantos movimientos eficientes. Me encanta contemplar a Lotty; ¡es tan concisa y aseada! Una enfermera que traía la bandeja de la cena frunció los labios con desaprobación. No se sienta uno en las camas, pero los médicos son sacrosantos.

Lotty miró la comida.

– Todo está hervido… Bien, no tendrás problemas digestivos -sonrió perversa.

– Pizza -gruñí-. Pasta. Vino.

Se rió.

– Todo está saliendo muy bien. Si puedes aguantar un día más te llevaré a casa el lunes. Puede que pases unos días conmigo mientras te recuperas, ¿de acuerdo?

La miré con los ojos semicerrados.

– Tengo cosas que hacer, Lotty. No voy a quedarme en la cama durante dos semanas esperando que se me cure el hombro.

– No me amenaces, Vic no soy una de esas enfermeras tontas. ¿Cuándo he tratado de impedir que hicieras tu trabajo, incluso cuando te portas como un perro de pelea?

– ¿Un perro de pelea, Lotty? ¡Un perro de pelea! ¿Qué demonios quieres decir?

– Un perro que tiene que tirarse al ring y pelear con todo el mundo, incluso con sus malditos amigos.

Me volví a acostar.

– Tienes razón, Lotty. Perdona. Es muy amable por tu parte invitarme a tu casa. Me encantará.

Me dio un ligero beso en la mejilla y desapareció durante un rato, volviendo con una pizza de cebollas y anchoas. Mi favorita.

– Nada de vino mientras estés tomando antibióticos.

Nos comimos la pizza y jugamos al gin rummy. Ganó Lotty. Se había pasado mucho tiempo durante la Segunda Guerra Mundial en los refugios antiaéreos de Londres jugando al gin rummy con la familia que la había acogido. Casi siempre me gana.

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