El silencio de Sohrab también se le hacía difícil a Soraya. Cuando me llamó a Pakistán, Soraya me había contado todas las cosas que estaba planeando para el niño. Clases de natación. Fútbol. La liga de bolos. Pero cuando pasaba delante de la habitación de Sohrab y veía de reojo los libros sin abrir en la cesta de mimbre la escala de crecimiento sin marca alguna, el rompecabezas sin montar, cada uno de esos objetos era un recordatorio de una vida que podía haber sido. Un recordatorio de un sueño que se marchitaba aunque estuviese floreciendo. Pero ella no estaba sola. También yo tenía mis propios sueños con respecto a él.
Y mientras Sohrab permanecía en silencio, el mundo no lo estaba. Un martes por la mañana del pasado mes de septiembre se derrumbaron las torres gemelas y el mundo cambió de la noche a la mañana. La bandera estadounidense apareció de repente por todos los lados, ondeando en las antenas de los taxis amarillos, en las solapas de los peatones que caminaban por las aceras con paso ligero, incluso en las gorras mugrientas de los mendigos de San Francisco que se aposentaban bajo las marquesinas de las galerías de arte elegantes y los escaparates de las tiendas. Un día pasé junto a Edith, la mujer vagabunda que toca a diario el acordeón en la esquina de Sutter con Stockton, y vi una pegatina con la bandera norteamericana en el estuche del instrumento que tenía a sus pies.
Poco después de los ataques Estados Unidos bombardeó Afganistán, la Alianza del Norte subió al poder y los talibanes desaparecieron como ratas en las cuevas. De pronto la gente hacía cola en la tienda de ultramarinos y hablaba de las ciudades de mi infancia, Kandahar, Herat, Mazar-i-Sharif. Cuando éramos muy pequeños, Baba nos llevó a Hassan y a mí a Kunduz. Recuerdo poca cosa del viaje, excepto que nos sentamos a la sombra de una acacia a beber zumo fresco de sandía de una vasija de arcilla y jugamos a ver quién escupía más lejos las pepitas. A partir de entonces Dan Rather, Tom Brokaw y otros hablaban de la batalla de Kunduz, el último reducto de los talibanes en el norte, delante de una taza de café con leche en Starbucks. En el mes de diciembre pastunes, tayikos, uzbecos y hazaras se reunieron en Bonn y, bajo el ojo vigilante de Naciones Unidas, iniciaron el proceso que tal vez algún día acabe con veinte años de infelicidad en su watan. El sombrero de piel de cordero caracul de Hamid Karzai y su chapan verde se hicieron famosos.
Sohrab pasó como sonámbulo por todo ello.
Soraya y yo empezamos a involucrarnos en proyectos afganos, más que por un sentimiento solidario por la necesidad de tener algo, cualquier cosa con la que llenar el silencio que vivía en la planta de arriba y que lo absorbía todo como un agujero negro. Yo nunca había sido un hombre comprometido, pero cuando me llamó un tal Kabir, antiguo embajador afgano en Sofía, para preguntarme si deseaba ayudarlo en un proyecto hospitalario, le respondí que sí. El pequeño hospital estaba instalado cerca de la frontera entre Afganistán y Pakistán y disponía de una unidad quirúrgica donde atendían a refugiados afganos heridos por las minas antipersonas; pero había cerrado por falta de fondos. Me convertí en director del proyecto y Soraya en mi ayudante. Pasaba los días en el estudio, enviando mensajes por correo electrónico a gente de todo el mundo, solicitando donaciones, organizando actos para recaudar fondos. Y repitiéndome a mí mismo que traer a Sohrab conmigo había sido lo correcto.
El año terminó y nos sorprendió a Soraya y a mí sentados en el sofá, con una manta sobre las piernas y viendo a Dick Clark en la televisión. La gente empezó a gritar y a besarse cuando cayó la bola plateada y la pantalla se inundó del blanco del confeti. En casa, el nuevo año comenzó prácticamente igual a como había acabado el anterior. En silencio.
Entonces, hace cuatro días, un frío y lluvioso día de marzo de 2002, sucedió algo pequeño y maravilloso.
Fui con Soraya, Khala Jamila y Sohrab a una reunión de afganos que tenía lugar en Lake Elizabeth Park, en Fremont. Finalmente el general había sido llamado para un puesto en el ministerio y hacía dos semanas que había volado a Afganistán… dejando atrás su traje gris y su reloj de bolsillo. El plan era que Khala Jamila se uniese a él en cuestión de pocos meses, una vez se hubiera instalado. Ella lo echaba muchísimo de menos (y le preocupaba su estado de salud), por lo que insistimos en que pasara en casa una temporada.
El jueves anterior, el primer día de primavera, había sido el día de Año Nuevo afgano (el Sawl-e-Nau), y los afganos residentes en Bay Area habían organizado diversas celebraciones en East Bay y por toda la península. Kabir, Soraya y yo teníamos un motivo de alegría adicional: nuestro pequeño hospital de Rawalpindi acababa de abrir la semana anterior, no la unidad quirúrgica, pero sí la clínica pediátrica. Todos coincidíamos en que aquello era un buen principio.
El tiempo era soleado desde hacía varios días, pero cuando el domingo por la mañana puse los pies en el suelo, oí el sonido de las gotas de lluvia que aporreaban la ventana. «Suerte afgana», pensé. Reí con disimulo. Recé mi namaz de la mañana mientras Soraya seguía durmiendo… Ya no necesitaba consultar la guía de oraciones que había conseguido en la mezquita; las suras me salían con total naturalidad, sin el mínimo esfuerzo.
Llegamos allí cerca del mediodía y nos encontramos con un puñado de gente que estaba cobijada bajo un gran plástico rectangular sujeto por seis postes clavados al suelo. Alguien había empezado a freír bolani; las tazas de té humeaban como una cazuela con aush de coliflor. En un radiocasete rechinaba una vieja canción de Ahmad Zahir. Sonreí levemente al ver que los cuatro corríamos por la hierba empapada de agua, Soraya y yo en cabeza, Khala Jamila en medio, y Sohrab detrás de todos con la capucha del impermeable amarillo botándole en la espalda.
– ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -me preguntó Soraya tapándose la cabeza con un periódico doblado.
– Tal vez los afganos abandonen Paghman, pero es imposible que Paghman abandone el corazón de los afganos -dije.
Llegamos a la tienda improvisada. Soraya y Khala Jamila se dirigieron hacia una mujer obesa que freía espinacas bolani. Sohrab permaneció bajo el toldo durante unos instantes y luego salió bajo la lluvia. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del impermeable y el cabello (que le había crecido y era castaño y liso como el de Hassan) aplastado contra la cabeza. Se detuvo junto a un charco de color café y se quedó mirándolo. Nadie pareció darse cuenta. Nadie lo llamó para que regresase. Con el tiempo, las preguntas sobre nuestro pequeño adoptado y decididamente excéntrico habían cesado por fin, lo cual, teniendo en cuenta lo poco delicadas que pueden resultar las preguntas de los afganos, fue un alivio considerable. La gente dejó de preguntarnos por qué nunca hablaba. Por qué nunca jugaba con los demás niños. Y, lo mejor de todo, dejó de asfixiarnos con su empatía exagerada, con sus lentos balanceos de cabeza, con sus malas caras, con sus «oh, gung bichara». «Oh, pobre mudito.» La novedad se había agotado. Como un papel pintado soso, Sohrab había acabado confundiéndose con el fondo.
Le estreché la mano a Kabir, un hombrecillo de cabello blanco que me presentó a una docena de hombres, uno de ellos profesor retirado, otro ingeniero, un antiguo arquitecto, un cirujano que en la actualidad regentaba un chiringuito de perritos calientes en Hayward. Todos afirmaron conocer a Baba de los tiempos de Kabul y hablaban de él con respeto. Él había entrado en la vida de todos ellos de una u otra manera. Los hombres me dijeron que tenía mucha suerte por haber tenido como padre a un hombre tan grande como él.
Charlamos sobre la difícil y tal vez ingrata tarea que Karzai tenía ante sí, sobre el próximo Loya jirga y sobre el retorno inminente del rey a su patria después de veintiocho años de exilio. Recordé la noche de 1973, la noche en que el sha Zahir fue derrocado por su primo; recordé los disparos y el cielo iluminándose de plata… Alí nos protegió a Hassan y a mí entre sus brazos y nos dijo que no tuviésemos miedo, que sólo estaban cazando patos.