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– Nada de nazr, por favor, Khala jan -le dije, dándole un beso-. Haz sólo un kazat y dale el dinero a alguien necesitado, ¿de acuerdo? Nada de sacrificar corderos.

Seis semanas después, me llamó desde Nueva York un hombre llamado Martin Greenwalt, quien se ofreció a ser mi representante. Sólo se lo dije a Soraya.

– El hecho de que tenga un agente no significa que vayan a publicarme. Si Martin consigue vender la novela, entonces sí que lo celebraremos.

Un mes más tarde recibí una llamada de Martin en la que me informó de que iba a convertirme en un novelista con obra publicada. Cuando se lo dije a Soraya, se puso a gritar.

Aquella noche organizamos una cena de celebración con mis suegros. Khala Jamila preparó kofta (albóndigas de carne con arroz) y chocolate ferni. El general, con los ojos brillantes, dijo que estaba orgulloso de mí. Cuando el general y su esposa se fueron, Soraya y yo lo celebramos con una cara botella de Merlot que yo había comprado de camino a casa. El general no aprobaba que las mujeres bebieran alcohol y Soraya no bebía en su presencia.

– Me siento tan orgullosa de ti… -dijo, acercando su copa a la mía-. Kaka también se habría sentido orgulloso.

– Lo sé -dije, pensando en Baba, deseando que hubiera podido verme en aquel momento.

Avanzada la noche, después de que Soraya cayera dormida (el vino siempre le da sueño), salí al balcón para respirar el aire fresco del verano. Pensé en Rahim Kan y en la pequeña nota de ánimo que me había escrito después de haber leído mi primer cuento. Y pensé en Hassan. «Algún día, Inshallah, serás un gran escritor -había dicho en una ocasión-. Y la gente de todo el mundo leerá tus cuentos.» Había tanta bondad en mi vida, tanta felicidad… Me pregunté si me merecía todo aquello.

La novela se publicó en verano del año siguiente, 1989, y el editor me envió de gira por cinco ciudades. Me convertí en una pequeña celebridad entre la comunidad afgana. Aquél fue el año en que los shorawi completaron su retirada de Afganistán. Debería haber sido una época de gloria para los afganos. Pero la guerra continuaba, esta vez entre afganos, los muyahidines contra el gobierno títere de los soviéticos de Najibullah. Mientras tanto, los refugiados afganos seguían congregándose en Pakistán Aquél fue el año en que finalizó la guerra fría, el año en que cavó el muro de Berlín. Fue el año de los sucesos de la plaza de Tiananmen. En medio de todo aquello, Afganistán cayó en el olvido. Y el general Taheri, cuyas esperanzas habían despertado después de la retirada de los soviéticos, volvió a dar cuerda a su reloj de bolsillo.

Aquél fue también el año en que Soraya y yo comenzamos a intentar tener un hijo.

La idea de la paternidad desataba en mí un torbellino de emociones. Lo encontraba simultáneamente aterrador, vigorizante, amedrentador y estimulante. Me preguntaba qué tipo de padre sería. Quería ser igual que Baba y al mismo tiempo no quería tener nada que ver con él.

Pero pasó un año sin que nada sucediera. A cada nueva menstruación, más frustrada se sentía Soraya, más impaciente, más irritable. Por entonces, las sutiles insinuaciones iniciales de Khala Jamila habían pasado a ser totalmente directas: «Kho degah!» «¿Cuándo voy a poder cantar alahoo a mi pequeño nawasa?» El general, el pastún eterno, no hacía nunca ningún tipo de comentario, ya que eso significaba hacer referencia a un acto sexual entre su hija y un hombre, aunque el hombre en cuestión llevara casi cuatro años casado con ella. Sin embargo, cuando Khala Jamila nos atormentaba con sus bromas sobre un bebé, el general levantaba la cabeza y nos miraba.

– A veces se tarda un poco -le dije una noche a Soraya.

– ¡Un año no es un poco, Amir! -exclamó con un tono de voz cortante poco habitual en ella-. Algo va mal, lo sé.

– Entonces vayamos a un médico.

El doctor Rosen, un hombre barrigudo y mofletudo, con dientes pequeños y uniformes, hablaba con un ligero acento del este de Europa, remotamente eslavo. Sentía pasión por los trenes: su despacho estaba abarrotado de libros sobre la historia del ferrocarril, locomotoras en miniatura, dibujos de trenes trepando por verdes colinas y cruzando puentes… En la pared de detrás del escritorio había un cartel que rezaba: «La vida es un tren. Sube a bordo.»

Nos expuso el plan. Primero me estudiaría a mí.

– Los hombres son más fáciles -dijo, dando golpecitos en la mesa de caoba-. La fontanería del hombre es como su cabeza: sencilla, con pocas sorpresas. Ustedes, señoras, por el contrario… Bueno, digamos que Dios se lo pensó concienzudamente cuando las creó. -Me pregunté si a todas las parejas les diría aquello de la fontanería.

– Afortunadas que somos… -comentó Soraya.

El doctor Rosen se echó a reír. Parecía bastante lejos de ser una risa franca. Me dio una receta para entregar en el laboratorio y un tubo de plástico. A Soraya le tendió una solicitud para hacerse análisis de sangre rutinarios. Luego nos estrechamos la mano.

– Bienvenidos a bordo -dijo al despedirnos.

Yo salí airoso de la prueba.

Los siguientes meses fueron una época confusa de pruebas para Soraya: temperatura basal corporal, análisis de sangre para verificar todo tipo de hormonas, algo llamado «prueba del moco cervical», ecografías, más análisis de sangre y más análisis de orina. Soraya se sometió a una prueba denominada histeroscopia en la que el doctor Rosen insertó un telescopio en el útero de Soraya para echarle un vistazo. No encontró nada.

– La fontanería funciona -anunció, desechando sus guantes de látex. Tenía ganas de que dejara de utilizar ese término…, no éramos lavabos.

Finalizadas las pruebas, nos dijo que no podía explicarse por qué no podíamos tener hijos. Y, aparentemente, no era una situación excepcional. Era lo que se denominaba infertilidad inexplicada.

Luego llegó la fase de tratamiento. Lo probamos con un fármaco llamado clomifeno, y con hMG, una serie de inyecciones que Soraya se administraba ella misma. Viendo que no funcionaba nada de aquello, el doctor Rosen aconsejó la fecundación in vitro. Recibimos una carta muy cortés de nuestro seguro médico en la que nos deseaban mucha suerte y nos decían que sentían no poder hacerse cargo de los gastos.

Echamos mano del anticipo que había recibido por la novela. La fecundación in vitro resultó ser un proceso eterno, complicado, frustrante y, por último, un fracaso. Después de meses de permanecer sentados en salas de espera leyendo revistas como Good Housekeeping y Reader's Digest, después de interminables batas de papel y salas de exploración frías y estériles iluminadas por fluorescentes, de la humillación repetida de explicarle hasta el mínimo detalle de nuestra vida sexual a un completo desconocido, de inyecciones, sondas y recogidas de muestras, volvimos al doctor Rosen y a sus trenes.

Sentado enfrente de nosotros, tamborileando en el escritorio con los dedos, utilizó por vez primera la palabra «adopción». Soraya lloró durante todo el camino de vuelta a casa.

Soraya dio la noticia a sus padres el fin de semana después de nuestra última visita al doctor Rosen. Estábamos sentados en sillas de cámping en el jardín de los Taheri, asando truchas en la barbacoa y bebiendo yogur dogh. Era una tarde de marzo de 1991. Khala Jamila acababa de regar las rosas y sus nuevas madreselvas, y su fragancia se mezclaba con el aroma del pescado. Eran ya dos veces las que se había acercado a Soraya para acariciarle el cabello y decirle:

– Dios es quien mejor lo sabe, bachem. Tal vez es que no debía ser así.

Soraya seguía sin levantar la vista. Estaba cansada, lo sabía, cansada de todo aquello.

– El médico mencionó la idea de la adopción -murmuró.

La cabeza del general Taheri se volvió al instante al oír aquello. Cerró la tapa de la barbacoa.

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