Entre las ideas de Baba y las de los mullahs del colegio, no me había hecho todavía mi propia idea sobre Dios. Sin embargo, recité en voz baja un ayat del Corán que había aprendido en clase de diniyat. Respiré hondo, expulsé todo el aire y tiré del hilo. En un instante, mi cometa salió propulsada hacia el cielo. Emitía un sonido parecido al de una pajarita de papel batiendo las alas. Hassan aplaudió, silbó y corrió hacia mí. Le entregué el carrete sin dejar de sujetar el hilo y él lo hizo girar rápidamente para enrollar el hilo sobrante.
Un mínimo de dos docenas de cometas surcaban ya el cielo. Eran como tiburones de papel en busca de su presa. En cuestión de una hora, la cantidad se dobló y el cielo se pobló de brillantes cometas rojas, azules y amarillas. Una fresca brisa revoloteaba en mi cabello. El viento era perfecto para volar, soplaba con la fuerza justa para sustentar la cometa
arriba y facilitar los barridos. A mi lado, Hassan sujetaba el carrete, con las manos ensangrentadas ya por el hilo.
Pronto empezaron los cortes y las primeras cometas derrotadas giraron en remolino fuera de control. Caían del cielo como estrellas fugaces de colas brillantes y rizadas, lloviendo sobre los barrios y convirtiéndose en premios para los voladores de cometas, que vociferaban mientras se precipitaban por las calles. Alguien informaba a gritos sobre una lucha que estaba teniendo lugar dos calles más abajo.
Yo seguía lanzando miradas furtivas a Baba, que continuaba sentado en la azotea en compañía de Rahim Kan, y me preguntaba en qué estaría pensando. ¿Me animaría? ¿O una parte de él disfrutaría viéndome fracasar? En eso consistía volar cometas; en dejar que tu cabeza volara junto a ella.
Por todas partes caían cometas, y yo seguía volando. Seguía volando. Mis ojos observaban de vez en cuando a Baba, envuelto en su abrigo de lana. ¿Estaría sorprendido de que durara tanto? «Si no mantienes la mirada fija en el cielo, no durarás mucho.» Fijé nuevamente los ojos en el cielo. Se acercaba una cometa roja…, la pillaría a tiempo. Me enredé un poco con ella, pero acabé superándola cuando su portador se impacientó y trató de cortarme desde abajo.
Por todas las esquinas aparecían voladores que regresaban triunfantes sosteniendo en alto las cometas capturadas. Se las mostraban a sus padres, a sus amigos. Aunque todos sabían que la mejor estaba todavía por llegar. El premio mayor seguía volando. Partí una cometa de color amarillo chillón que terminaba en una cola blanca en serpentín. Me costó un nuevo corte en el dedo índice y más sangre que siguió resbalando por la mano. Le pasé el hilo a Hassan para que lo sujetase mientras me secaba y
me limpiaba el dedo en los pantalones vaqueros.
Al cabo de una hora, el número de cometas supervivientes menguó de las aproximadamente cincuenta iniciales a una docena. Yo era uno de los voladores que resistían. Había conseguido llegar a la última docena. Sabía que el concurso se prolongaría durante un buen rato porque los chicos que llegaban hasta allí eran buenos… No caerían fácilmente en trampas sencillas como el viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado», el favorito de Hassan.
Hacia las tres de la tarde, aparecieron unos nubarrones y el sol se escondió tras ellos. Las sombras empezaban a prolongarse. Los espectadores de las azoteas se enrollaban en bufandas y gruesos abrigos. Quedábamos media docena y yo seguía volando. Me dolían las piernas; tenía el cuello rígido. Pero con cada cometa derrotada, la esperanza crecía en mi corazón como la nieve que se apila sobre un muro, copo tras copo.
Mi mirada volvía una y otra vez hacia una cometa azul que había causado estragos durante la última hora.
– ¿Cuántas ha cortado? -pregunté.
– He contado once -respondió Hassan.
– ¿Sabes de quién es?
Hassan chasqueó la lengua y levantó la barbilla. Uno de sus gestos típicos, que significaba que no tenía ni idea. La cometa azul partió otra morada de gran tamaño y barrió dos veces trazando enormes rizos. Diez minutos más tarde había cortado otras dos, enviando tras ellas a una multitud de voladores.
Media hora después quedaban únicamente cuatro cometas. Y yo seguía volando. Me resultaba realmente difícil equivocarme en los movimientos, era como si todas las ráfagas de viento soplaran a mi favor. Jamás me había sentido dominando la situación de aquella manera, tan afortunado. Resultaba embriagador. No me atrevía a apartar los ojos del cielo. Tenía que concentrarme, actuar con inteligencia. Quince minutos más y lo que aquella mañana parecía un sueño irrisorio se convertiría en realidad: sólo quedábamos yo y el otro chico. La cometa azul.
La tensión era tan cortante como el hilo de vidrio del que tiraban mis ensangrentadas manos. La gente se ponía en pie, aplaudía, silbaba, cantaba: «Boboresh! Boboresh! ¡Córtala! ¡Córtala!» Me preguntaba si la voz de Baba sería una de ellas. Empezó la música. El aroma de mantu estofado y pakora frita salía en desorden de azoteas y puertas abiertas.
Pero lo único que yo escuchaba, lo único que me permitía escuchar, era el ruido sordo de la sangre en mi cabeza. Lo único que veía era la cometa azul. Lo único que olía era la victoria. Salvación. Redención. Si Baba estaba equivocado y, como decían en la escuela, existía un dios, Él me permitiría ganar. No sabía cuáles eran las intenciones del otro chico, tal vez sólo fuera un fanfarrón. En fin, el caso es que allí estaba mi única oportunidad de convertirme en alguien a quien miraran, no sólo vieran, a quien escucharan, no sólo oyeran. Si había un dios, guiaría los vientos, haría que soplasen para mí de manera que, con un tirón de mi hilo, pudiera liberar mi dolor, mi anhelo. Había soportado demasiado y llegado demasiado lejos. Y de pronto, así, sin más, la esperanza se convirtió en plena conciencia. Iba a ganar. Sólo era cuestión de cuándo.
Y resultó que fue más temprano que tarde. Una ráfaga de viento levantó mi cometa y gané ventaja. Solté hilo, tiré. Mi cometa dibujó un rizo hasta colocarse por encima de la azul. Mantuve la posición. El volador de la cometa azul sabía que se encontraba en una situación problemática. Intentaba desesperadamente maniobrar para salirse de la trampa, pero no la dejé marchar. Mantuve la posición. La multitud intuía que el final estaba muy cerca. El coro de voces gritaba cada vez con más fuerza: «¡Córtala!, ¡córtala», como romanos animando a los gladiadores: «¡Mátalo!, ¡mátalo!»
– ¡Casi lo tienes, Amir agha! -exclamó Hassan.
Entonces llegó el momento. Cerré los ojos y relajé la mano que sujetaba el hilo, el cual volvió a cortarme los dedos cuando el viento tiró de él. Y entonces… no necesité oír el rugido de la multitud para saberlo. Tampoco necesitaba verlo. Hassan gritaba y me rodeaba el cuello con el brazo.
– ¡Bravo! ¡Bravo, Amir agha!
Abrí los ojos y vi la cometa azul, que daba vueltas salvajemente, como una rueda que sale disparada de un coche en marcha. Pestañeé e intenté decir algo, pero no me salía nada. De repente estaba suspendido en el aire, mirándome a mí mismo desde arriba. Abrigo de piel negra, bufanda roja y vaqueros descoloridos. Era un chico delgado, un poco cetrino y algo pequeño para sus doce años. Tenía los hombros estrechos y un atisbo de ojeras alrededor de unos ojos de color avellana. La brisa alborotaba su cabello castaño. Miró hacia arriba y nos sonreímos.
Entonces me encontré gritando. Todo era color y sonido, todo tenía vida y estaba bien. Abrazaba a Hassan con el brazo que me quedaba libre y saltábamos arriba y abajo. Los dos reíamos y llorábamos a un tiempo.
– ¡Has ganado, Amir agha!
¡Has ganado!
– ¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! -Era lo único que podía decir.
Aquello no estaba sucediendo en realidad. En un instante, abriría los ojos y me despertaría de aquel bello sueño, saltaría de la cama e iría a la cocina para desayunar sin otro con quien hablar que no fuese Hassan. Me vestiría, esperaría a Baba y finalmente abandonaría y regresaría a mi vieja vida. Entonces vi a Baba en nuestra azotea. Estaba de pie en un extremo, apretando con fuerza ambas manos, voceando y aplaudiendo. Ése fue el más grande y mejor momento de mis doce años de vida, ver a Baba en la azotea por fin orgulloso de mí.