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– Si la concentración de monóxido de carbono lo permite, me gustaría que me llevara hasta mi casa en la Richard-Wagner -Strasse.

– Sólo por la concentración de monóxido de carbono no habríamos declarado la alarma de polución. Lo malo es el cloro; entonces es preferible que la gente se quede en casa o en la oficina, en cualquier caso no en la calle. -Se detuvo ante mi casa-. Señor Selb -dijo todavía-, ¿no es usted el detective privado? Creo que conoció a mi antecesor ¿se acuerda del caso Bender, el alto funcionario, y de aquella historia de los veleros?

– Espero que con esto no llegue para un caso -dije-. ¿Ya saben algo sobre la causa de la explosión?

– ¿Tiene alguna sospecha, señor Selb? Desde luego no estaba usted por azar en el lugar del suceso. ¿Se contaba con atentados en la RCW?

– No sé nada de eso. Mi misión es más bien anodina en comparación y va en una dirección del todo distinta.

– Ya veremos. Quizá tengamos todavía que hacerle algunas preguntas en jefatura. -Elevó la vista al cielo-. Y ahora rece para que haya un buen viento, señor Selb.

Subí andando los cuatro pisos hasta mi vivienda. El brazo había empezado de nuevo a sangrar. Pero era otra cosa lo que me preocupaba. ¿Iba de verdad mi misión en una dirección del todo distinta? ¿Había sido casualidad que Schneider no hubiera ido ese día al trabajo? ¿No habría rechazado con demasiada rapidez la idea de un chantaje? ¿No sería quizá que Firner no me había dicho ni mucho menos todo?

8. BIEN, ENTONCES ¿QUÉ?

Me saqué el sabor del cloro con un vaso de leche e intenté cambiarme el vendaje. El teléfono me interrumpió.

– Señor Selb, ¿era usted a quien he visto salir antes de la RCW con Herzog? ¿Le ha incorporado la fábrica a las investigaciones? -Tietzke, uno de los últimos periodistas íntegros. Tras el cierre del Heidelberger Tageblatt había encontrado un puesto en el Rhein-Neckar-Zeitung, pero su situación allí era difícil.

– ¿Qué investigaciones? No se haga falsas ideas, Tietzke. Yo estaba en la RCW por otro asunto, y le estaría agradecido si no me hubiera visto.

– Tendrá que decirme algo más si no quiere que me limite a escribir lo que he visto.

– Sobre para qué me han contratado, no puedo hablar ni aun con la mejor voluntad. Pero puedo intentar proporcionarle una entrevista en exclusiva con Firner. Esta tarde hablaré por teléfono con él.

Me costó la mitad de la tarde pillar a Firner entre dos reuniones. No pudo confirmar ni excluir el sabotaje. Schneider, me dijo, según le había informado su mujer, se encontraba en cama con una otitis. Así que también a él le había interesado por qué Schneider no había ido a trabajar. Aunque de mala gana, aceptó recibir a Tietzke a la mañana siguiente. La señora Buchendorff se pondría en contacto con él.

Acto seguido intenté llamar a Schneider. Nadie cogió el teléfono, lo que podía significar todo o nada. Me tumbé en la cama y pude dormir a pesar de los dolores del brazo; desperté de nuevo a la hora del telediario. Allí informaron de que la nube de gas cloro se elevaba en dirección este y de que el peligro, que en realidad nunca había existido, desaparecería en el curso de las primeras horas de la noche. La prohibición de abandonar el domicilio, que tampoco había sido tal, acabaría a las diez en punto. Encontré en la nevera un trozo de gorgonzola e hice con él una salsa para los tagliatelle que había traído de Roma dos años antes. Tenía gracia. Había sido necesaria la prohibición de abandonar el domicilio para que yo cocinara de nuevo.

No me hizo falta el reloj para enterarme de que eran las diez. Por las calles había un ruido como si Waldhof se hubiera proclamado campeón alemán. Me puse el sombrero de paja y fui al Rosengarten. Una banda que se hacía llamar Just for Fun tocaba oldies. Las piletas escalonadas de la fuente estaban vacías, y los jóvenes bailaban en ellas. Di algunos pasos de foxtrot; la gravilla y las articulaciones crujieron.

A la mañana siguiente encontré en el buzón una circular de la Rheinische Chemiewerke con una declaración relativa al incidente en que se medía hasta la última palabra. Así me enteré de que «La RCW protege la vida», y también de que un punto central de las investigaciones en curso era la conservación de los bosques alemanes. Bien, entonces ¿qué? Adjunto al envío había un pequeño cubo de plástico que contenía una saludable semilla de abeto alemán bien protegida. La cosa tenía un aspecto bonito. Mostré el objeto a mi gato y lo puse en la repisa de la chimenea.

Callejeando por las Planken me procuré mi provisión semanal de Sweet Afton, compré en la carnicería del mercado un panecillo caliente de morcilla de hígado con mostaza, visité a mi turco, el de las buenas aceitunas, observé los vanos esfuerzos de los verdes por perturbar con su puesto informativo de la Paradeplatz las buenas relaciones existentes entre la RCW y la población de Mannheim y reconocí entre los presentes a Herzog, que se abastecía de folletos.

A primera hora de la tarde estaba yo sentado en el Luisenpark. Cuesta lo suyo, como el Tivoli. Así que a principios de año había sacado por vez primera un pase anual, que quería amortizar. Cuando no miraba a los jubilados que alimentaban los patos, leía Enrique el verde. El nombre de pila de la señora Buchendorff me había llevado a él. [2]

A las cinco me fui a casa. Coser el botón del esmoquin con el brazo hecho polvo me costó su buena media hora. Fui en taxi desde el Depósito de Agua hasta el Casino de la RCW En la entrada había una pancarta con caracteres chinos. En tres mástiles ondeaban al viento las banderas de la República Popular China, de la República Federal de Alemania y de la RCW A derecha e izquierda de la entrada había dos muchachas con el traje típico del Palatinado y su aspecto era tan auténtico como el de la muñeca Barbie vestida con el traje típico de Munich. No paraban de llegar coches. Todo parecía correcto y digno.

9. SE METE LA MANO EN EL ESCOTE A LA ECONOMÍA

En el foyer estaba Schmalz.

– ¿Cómo le va a su hijo?

– Bien, gracias, después me gustaría hablar con usted y darle las gracias. De momento no puedo ausentarme de aquí.

Subí la escalera y entré en el Gran Salón por la puerta de dos hojas, que estaban abiertas. Se habían formado pequeños grupos, las camareras y los camareros servían champán, zumo de naranja, champán con zumo de naranja, campari con zumo de naranja y campari con agua mineral. Estuve vagando un poco de un lado a otro. Era como en todas las recepciones antes de que se pronuncien los discursos y de que se abra el buffet. Busqué caras conocidas y encontré a la pelirroja de las pecas. Nos sonreímos. Firner me llevó a un grupo y me presentó a tres chinos cuyos nombres formaban combinaciones variables de San, Yin y Kim, así como al señor Oelmüller, jefe del centro de cálculo. Oelmüller intentaba explicar a los chinos lo que es la protección de datos en Alemania. No sé qué les hacia gracia de ello, en todo caso se reían como chinos de Hollywood en la versión cinematográfica de una novela de Pearl S. Buck.

Luego empezaron los discursos. Korten fue fulminante. Pasó de Confucio a Goethe, se saltó la revuelta de los bóxer y la revolución cultural y mencionó la antigua filial de la RCW en Kiaocheu tan sólo para hacerles a los chinos el cumplido de que el último director de filial había aprendido de ellos un procedimiento nuevo de fabricación de azul de ultramar.

El jefe de la delegación china contestó con no menor habilidad. Habló de sus años de estudiante en Karlsruhe, se inclinó ante la cultura y la economía alemanas desde Böll hasta Schleyer, tocó aspectos técnicos que no entendí y terminó con la cita de Goethe de que «Oriente y Occidente ya no pueden ser separados».

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