– Lo terrible es también que Peter esté ya tan lejos en mi interior. En casa he retirado todo lo que me recordaba a él porque me dolía mucho. Pero ahora siento frío en mi ordenada soledad.
Caminamos Rin abajo. De pronto se volvió a mí, me agarró del abrigo, me sacudió y gritó:
– ¡No podemos conformarnos con esto sin más! -Con la mano derecha describió un arco amplio, que comprendía toda la fábrica de enfrente-. No deben salirse con la suya.
– No, no deben, pero lo harán. Los poderosos siempre se han salido con la suya. Y en este caso a lo mejor ni siquiera fueron los poderosos, sino un Schmalz megalómano.
– Pero precisamente eso es el poder, que ya no haya que actuar porque se encuentra a un megalómano cualquiera que lo hace. Pero eso no disculpa al poder.
Intenté explicarle que yo no quería disculpar a nadie, pero que sencillamente no podía seguir adelante con las investigaciones.
– Así que tú también eres un cualquiera que hace el trabajo sucio para los poderosos. Será mejor que te vayas, yo sola encontraré el camino.
Reprimí mi impulso de dejarla plantada, y en lugar de ello dije:
– Eso es una locura. La secretaria del director de la RCW está reprochando que trabaje para la RCW al detective que ha cumplido un encargo para la RCW Qué arrogancia.
Seguimos andando. Al cabo de un rato me cogió del brazo.
– Antes, cuando pasaba algo malo siempre tenía la sensación de que las cosas se arreglarían. La vida, me refiero. Incluso después de mi separación. Ahora sé que nunca será como antes. ¿Conoces la sensación?
Asentí.
– ¿Sabes?, de verdad que me haría bien caminar un poco sola. Vete tranquilamente. No pongas esa cara de preocupación, no voy a hacer ninguna tontería.
Desde la Rheinkaistrasse miré otra vez hacia atrás. Todavía no se había movido. Miraba la RCW, el recinto aplanado de la fábrica antigua. El viento empujaba un saco de cemento vacío por la calle.
Tercera parte
1. UNA PIEDRA MILIAR EN LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA
Tras un veranillo de San Martín largo y dorado irrumpió bruscamente el invierno. No recuerdo un noviembre más frío.
No trabajé mucho entonces. Las investigaciones en el caso Sergej Mencke avanzaban con lentitud. La compañía de seguros se andaba con remilgos a la hora de mandarme a América. El encuentro con el coreógrafo había tenido lugar en un rato libre del ensayo y me había ilustrado acerca de danzas indias, que precisamente estaban ensayando: pero por lo demás tan sólo había descubierto que a algunos les gustaba Sergej, a otros no, y que el coreógrafo pertenecía a estos últimos. Durante dos semanas el reuma me incomodó a tal punto que no me encontré en condiciones de hacer nada que excediera el esfuerzo que imponen las necesidades diarias. Por lo demás, salía mucho de paseo, a menudo a la sauna y al cine, acabé de leer Enrique el verde, que había abandonado en verano, y oí cómo crecía el pelaje de invierno de Turbo. También un sábado me encontré con Judith en el mercado. Ya no trabajaba en las RCW, vivía del subsidio de desempleo y echaba una mano en la librería de mujeres Jantipa. Nos prometimos que nos veríamos, pero ni ella ni yo dimos el primer paso. Con Eberhard reproducía las partidas del campeonato del mundo entre Kárpov y Kaspárov. Cuando estábamos en la décima partida, llamó Brigitte desde Río de Janeiro. Había zumbidos y murmullos en la línea, apenas la entendí. Creo que dijo que me echaba de menos. No me servía de nada.
Diciembre empezó con unos días inesperados de föhn [13]. El 2 de diciembre el Tribunal Constitucional Federal anunció la inconstitucionalidad del registro directo de datos de emisiones que había sido introducido por Baden-Württemberg y Renania-Palatinado.
Se censuraba la vulneración de la autonomía empresarial en el plano de la información y del derecho al establecimiento y al ejercicio de sus actividades de las empresas industriales, pero al cabo hacía que la regulación fracasara en las cuestiones de competencia. El conocido editorialista del Frankfurter Allgemeine Zeitung celebraba la sentencia como piedra miliar de la administración de Justicia, puesto que, después de todo, la Ley de Protección de Datos había hecho saltar las cadenas de la mera protección del ciudadano para adquirir las dimensiones de la protección de la empresa. Sólo entonces, según el editorialista, manifestaba el dictamen sobre el censo de población su madura grandeza.
Me hubiera gustado saber qué ocurriría con la lucrativa actividad paralela de Gremlich. ¿Le seguiría remunerando la RCW por así decir como durmiente? También me preguntaba si Judith habría leído la información de Karlsruhe y qué le habría pasado por la cabeza en tal caso. Se da medio año antes aquella sentencia, y no se habría producido la conexión entre Mischkey y la RCW
El mismo día encontré en el correo una carta de San Francisco. Vera Müller era una anciana natural de Mannheim, había emigrado a los Estados Unidos en 1936 y había enseñado literatura europea en diversos colleges de California. Desde hacia algunos años vivía jubilada y por nostalgia leía el Mannheimer Morgen. Ya le había sorprendido no oír nada después de su primera carta a Mischkey. Había respondido al anuncio porque el destino de su amiga judía durante el Tercer Reich se había entreverado tristemente con la RCW. En su opinión, se trataba de un capítulo de la historia más reciente sobre el que se debería investigar y publicar más, y estaba dispuesta a ponerse en contacto con la señora Hirsch. Pero no deseaba crear a su amiga ningún problema innecesario y establecería el contacto sólo cuando el proyecto de investigación fuera tanto científicamente sólido como fecundo desde el punto de vista de la superación del pasado nacional. Pedía las correspondientes aclaraciones. Era la carta de una dama ilustrada, redactada en un hermoso alemán que dejaba la impresión de algo arcaico, y escrita con una letra picuda y severa. A veces veo en Heidelberg en verano turistas americanas de cierta edad con un tono azul en el pelo blanco, montura de gafas rosa y un maquillaje llamativo sobre la piel arrugada. A mí siempre me ha resultado extraño ese valor para presentarse como caricatura, como expresión de la desesperación cultural. Leyendo la carta de Vera Müller podía de pronto imaginarme interesante a una de esas damas de edad y descubrir en su desesperación cultural el cansancio sabio de pueblos completamente olvidados. Le escribí diciéndole que iba a intentar visitarla en breve.
Llamé a las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg. Dejé claro que sin el viaje a América tan sólo podía redactar el informe final y pasar la factura. Una hora después me llamó el perito y dijo que debía ir.
Así que estaba de nuevo con el caso Mischkey. No sabía qué más podía descubrir. Pero allí estaba aquella pista, que se había perdido una vez y que ahora reaparecía. Y con la luz verde de las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg la podía seguir con tan poco esfuerzo que no necesitaba pensar demasiado por qué y con qué objeto.
Eran las tres de la tarde y con ayuda de mi calendario de bolsillo determiné que en Pittsburgh eran las nueve de la mañana. El coreógrafo me había informado de que los amigos de Sergej Mencke trabajaban en el State Ballet y el servicio de información telefónica me proporcionó su número.
La chica de correos estaba alegre.
– ¿Quiere usted llamar por teléfono a la pequeña de Flashdance? -Yo no conocía la película.
– ¿Está bien la película? ¿Merece la pena verla? -Ella la había visto tres veces. La conversación telefónica con Pittsburgh fue un tormento con mi mal inglés. Con todo, conseguí que la secretaria del ballet me dijera que los dos bailarines estarían todo el mes de diciembre en Pittsburgh.