19. UN PAQUETITO DE RÍO
Los perros me siguieron hasta el coche y corrieron junto a mí ladrando alborozados hasta que abandoné el camino vecinal para entrar en la carretera. Me temblaba todo el cuerpo, y al mismo tiempo hacía mucho que no me sentía tan ligero. Por la carretera se acercaba un tractor en sentido contrario. El campesino me miró fijamente. ¿Habría observado desde su posición elevada cómo había empujado a Korten a la muerte? No me había parado a pensar en testigos. Miré hacia atrás; otro tractor trazaba surcos en un campo, y dos niños avanzaban en sus bicicletas. Conduje en dirección oeste. En Point-du-Raz consideré la posibilidad de quedarme, serían unas Navidades anónimas en el extranjero. Pero no encontré hotel, y la costa escarpada tenía el mismo aspecto que en Trefeuntec. Conduje de vuelta a casa. En Quimper encontré un control policial. Podía decirme mil veces que aquél era un sitio improbable para buscar al asesino de Korten, pero, mientras estaba en la cola de coches en espera de que el policía me hiciera señas para seguir, tuve miedo.
En París cogí el tren de las once de la noche, iba vacío, y conseguí sin problemas un compartimento de coche cama. El primer día festivo de las Navidades hacia las ocho estaba de nuevo en mi casa. Turbo me saludó de morros. La señora Weiland me había dejado el correo en el escritorio. junto a los buenos deseos comerciales para las fiestas encontré una postal navideña de Vera Müller, una invitación de Korten para pasar la Nochevieja con él y Helga en Bretaña, y de Brigitte un paquetito de Río con una túnica india. Me la puse de pijama y me tumbé en la cama. A las once y media sonó el teléfono.
– Feliz Navidad, Gerd. ¿Dónde te metes?
– ¡Brigitte! Feliz Navidad. -Me sentía alegre, pero lo veía todo negro por la fatiga y el agotamiento.
– Gruñón, ¿no te alegras? Estoy aquí otra vez. Hice un esfuerzo.
– No me digas. Es formidable. ¿Desde cuándo?
– Llegué ayer temprano y he estado intentando hablar contigo desde entonces. ¿Dónde te has metido? -Había reproche en su voz.
– No quería estar aquí en Nochebuena. Se me caía la casa encima.
– ¿Quieres comer con nosotros lomo de ternera? Ya está en el fuego.
– Si… ¿Quién más irá?
– Me he traído conmigo a Mano. Oye…, tengo tantas ganas de verte. -Me envió un beso por teléfono.
– Yo también. -Le devolví el beso.
Me encontraba en la cama y estaba volviendo al presente. A mi mundo, en el que el destino no hace que naveguen barcos de vapor ni que bailen las marionetas, en el que no se construye fundamento alguno ni se hace historia.
La edición navideña del Süddeutsche estaba junto a la cama. Hacía el balance anual de los accidentes provocados por productos tóxicos en la industria química. Dejé pronto el periódico.
El mundo no se había vuelto mejor con la muerte de Korten. ¿Qué había hecho yo? ¿Había superado mi pasado??O lo había liquidado?
Llegué muy tarde a comer.
20. POR AHÍ TE APRETABA EL ZAPATO
El primer día festivo de las Navidades las noticias no hicieron ninguna mención a la muerte de Korten, tampoco el día siguiente. A veces tenía miedo. Cuando sonaba el timbre de la puerta me asustaba y esperaba ver a la policía irrumpiendo en mi casa. Cuando me sentía bien en los brazos de Brigitte, feliz por la dulzura de sus besos, me preguntaba inquieto si no sería ése nuestro último encuentro. En ocasiones me imaginaba la escena en que me encontraba ante Herzog y desembuchaba. ¿O preferiría hacer la declaración ante Nägelsbach?
La mayor parte del tiempo me encontraba en un estado de serenidad fatalista y disfrutaba los días de fin y de comienzo de año, hasta que llegara el café con pastel de ciruela y masa de harina y mantequilla con Schmalz junior. Me gustaba el pequeño Manuel. Intentaba valerosamente hablar alemán, aceptaba sin celos mi presencia en el baño por las mañanas y esperaba la nieve con denuedo. Al principio emprendíamos nuestras actividades los tres juntos, la visita al Parque Encantado de Königstuhl y al planetario. Luego salíamos solos él y yo. Le gustaba tanto como a mí ir al cine. Cuando salimos de Único testigo los dos teníamos los ojos húmedos. En Splash no entendió que la sirena amara al tipo aquel, a pesar de ser tan grosero con ella; no le dije que siempre es así. En el Kleiner Rosengarten percibió inmediatamente el juego que nos traíamos Giovanni y yo, y se sumó a él. Después de aquello no había forma de enseñarle una frase alemana razonable. Cuando volvíamos a casa después de patinar sobre hielo me cogió de la mano y me dijo:
– ¿Tú siempre con nosotros cuando vuelva?
Brigitte y Juan habían decidido que Manuel se matriculara en el Instituto de Mannheim el siguiente otoño. ¿Estaría yo en la cárcel el siguiente otoño? Y suponiendo que no, ¿seguiríamos juntos Brigitte y yo?
– Todavía no lo sé, Manuel. Pero en todo caso iremos juntos al cine.
Pasaron los días sin que Korten apareciera en los titulares de los periódicos, bien como muerto o bien como desaparecido. Había momentos en que deseaba que la cosa acabara, de una forma u otra. Luego volví a estar agradecido por el tiempo que se me regalaba. El tercer día de las Navidades llamé a Philipp. Se quejó de que aquel año todavía no había visto mi árbol de Navidad.
– Y por cierto, ¿dónde has estado los últimos días?
Entonces se me ocurrió la idea de hacer una fiesta en Nochevieja.
– Tengo algo que celebrar -dije-. Ven a mi casa en Nochevieja; doy una fiesta.
– ¿Te llevo algo manejable de Taiwan?
– No es necesario, Brigitte ha vuelto.
– ¡O sea que por ahí te apretaba el zapato! Pero, y yo, ¿puedo llevar algo a tu fiesta?
Brigitte había oído también la conversación.
– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?
– Vamos a celebrar la Nochevieja con tus amigos y los míos. ¿A quién quieres invitar tú?
El sábado después de comer pasé por casa de Judith. La encontré haciendo las maletas. Quería salir el domingo para Locarno; Tyberg quería introducirla el día de Nochevieja en la sociedad de Ticino.
– Me alegro de verte, Gerd, pero tengo mucha prisa. ¿Es importante, no puede esperar? Regreso a finales de enero. -Señaló las maletas abiertas y las ya hechas, dos grandes cajas de cartón de mudanzas y un desordenado revoltijo de trajes. Reconocí la blusa de seda que llevaba cuando me acompañó desde el despacho de Korten a ver a Firner. Todavía faltaba el botón.
– Ahora puedo decirte la verdad sobre la muerte de Mischkey.
Se sentó en una maleta y encendió un cigarrillo.
– ¿Sí?
Escuchó sin interrumpirme. Cuando terminé preguntó:
– ¿Y qué va a pasar ahora con Korten?
Había temido la pregunta, y por eso había reflexionado mucho sobre si no sería mejor hablar con Judith cuando la muerte de Korten hubiera sido públicamente anunciada. Pero yo no debía dejar que el asesinato de Korten determinara mi modo de proceder, y sin él no había motivo para silenciar durante más tiempo la solución del caso.
– Intentaré pedir cuentas a Korten. Vuelve de Bretaña a comienzo de enero.
– Oh, Gerd, ¿de verdad crees que Korten va a derrumbarse y a confesar?
– ¿Y crees tú que la policía lo haría mejor? -Me era muy desagradable discutir lo que había de suceder con Korten.
Judith sacó otro cigarrillo del paquete y le dio vueltas entre las puntas de los dedos de ambas manos. Parecía triste, agotada por todos los vaivenes que siguieron al asesinato de Peter, también nerviosa, como si quisiera dejar tras de sí todo aquello de una vez por todas.
– Voy a hablar con Tyberg. ¿Tienes algo en contra?
Aquella noche soñé que Herzog me interrogaba.
– ¿Por qué no fue usted a la policía?
– ¿Qué hubiera podido hacer la policía?
– Oh, hoy día tenemos posibilidades impresionantes. Venga, se las voy a enseñar. -Por largos corredores y muchas escaleras llegamos a una sala como las de los castillos medievales, con tenazas, hierros, antifaces, cadenas, látigos, correas y agujas. En la chimenea ardía un fuego infernal. Herzog me mostró el potro del tormento-: Aquí probablemente habríamos hecho hablar a Korten. ¿Y por qué no confiaba usted en la policía? Ahora es usted quien tiene que colocarse aquí. -No opuse resistencia y se me ató. Al ver que ya no podía moverme me asaltó el pánico. Debí de gritar antes de despertarme.