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5. OH, DIOS, QUÉ ES ESO DE SER BUENO

El propietario del Café O ha expresado su personalidad con una decoración que une todo lo que estaba de moda a finales de los setenta, desde las lámparas de imitación fin-de-siécle hasta las mesitas de bistró con sus tableros de mármol, pasando por el exprimidor manual para el zumo de naranja. No quisiera conocerle.

A la señora Mügler, la bailarina, la reconocí por su cabello negro, severamente peinado hacia atrás y rematado en una pequeña cola de caballo, por su huesuda feminidad y su mirada su¡ géneris. Hasta donde quería parecerse a Pina Busch, lo había conseguido. Estaba sentada junto a la ventana y bebía un zumo de naranja exprimido a mano.

– Selb. Hablamos por teléfono ayer. -Me miró con las cejas alzadas y asintió de modo apenas perceptible. Me senté junto a ella-. Muy amable por su parte dedicarme su tiempo. Mi aseguradora todavía tiene algunas preguntas sobre el caso Mencke que quizá sus colegas puedan contestar.

– ¿Por qué precisamente yo? No conozco especialmente bien a Sergej, ni llevo mucho tiempo aquí en Mannheim.

– Sencillamente, es usted la primera que ha vuelto de las vacaciones. Dígame, ¿daba el señor Mencke en las últimas semanas antes del accidente la impresión de estar especialmente agotado, nervioso? Estamos buscando una explicación a su extraño accidente.

Pedí un café, ella tomó otro zumo de naranja.

– Ya le he dicho que no le conozco bien.

– ¿Le llamó algo la atención?

– Estaba muy silencioso, a veces parecía agobiado, pero ¡tanto como llamar la atención! A lo mejor es siempre así, después de todo sólo llevo aquí medio año.

– ¿Sabe usted quién le conoce particularmente bien del ballet de Mannheim?

– Hanne tuvo una vez una relación más estrecha con él, hasta donde yo sé. Y anda mucho con Joschka, creo. Quizá ellos puedan ayudarle.

– ¿Era el señor Mencke un buen bailarín?

– Oh, Dios, qué es eso de ser bueno. No era un Nuréiev, pero yo tampoco soy la Bausch. ¿Es usted bueno?

No soy Pinkerton, hubiera podido decir. No soy Gerling, hubiera cuadrado mejor con mi papel. Pero ¿es posible hacer alardes con esas cosas?

– Nunca encontrará otro agente de seguros como yo. ¿Puede darme los apellidos de Hanne y de Joschka?

Hubiera podido ahorrarme la pregunta. No llevaba mucho tiempo aquí, claro, «y en el teatro nos tuteamos todos. ¿Cuál es su nombre de pila?»

– Hieronymus. Mis amigos me llaman Ronnie.

– No quería saber cómo le llaman sus amigos. Yo creo que los nombres de pila han de tener algo que ver con la personalidad.

Me hubiera gustado marcharme gritando. En lugar de ello le di las gracias, pagué en la barra y me fui sin hacer ruido.

6. ESTÉTICA Y MORAL

A la mañana siguiente llamé a la señora Buchendorff.

– Me gustaría ver el apartamento y las cosas de Mischkey. ¿Puede usted arreglarlo para que yo pueda entrar?

– Vamos juntos a la salida de la oficina. ¿Le recojo a las tres y media?

La señora Buchendorff y yo fuimos a Heidelberg pasando por los pueblecitos. Era viernes, la gente salía pronto del trabajo y preparaba casa, patio, jardín, coche e incluso la acera para el fin de semana. El otoño estaba en el aire. Yo sentía venir mi reuma y hubiera preferido poner la capota, pero no quería parecer viejo y no dije nada. En Wieblingen pensé en el puente de ferrocarril que está camino de Eppelheim. Iría allí otro día. Ahora, con la señora Buchendorff, el rodeo me parecía menos adecuado.

– Por ahí se va a Eppelheim. -Señaló hacia la derecha, tras la pequeña iglesia-. Tengo la sensación de que debería visitar el lugar otra vez, pero todavía no lo he conseguido.

Dejó el coche en el aparcamiento del Kornmarkt.

– He avisado que venía. Peter compartía el apartamento con un conocido que trabaja en la Escuela Técnica Superior de Darmstadt. La verdad es que tengo una llave, pero no quería irrumpir así, sin más.

No le llamó la atención que yo conociera el camino del apartamento de Mischkey. No intenté disimular. Cuando llamamos no abrió nadie, y la señora Buchendorff abrió con su llave. El aire fresco del sótano subía hasta el pasillo.

– El sótano que hay bajo la casa está dos niveles por debajo del suelo en la roca.

El suelo era de gres. En la pared, con azulejos que reproducían vistas de Delft, había bicicletas apoyadas. Todos los buzones habían sido ya forzados por lo menos una vez. Los cristales policromos de las ventanas permitían tan sólo el paso de escasa luz sobre los desgastados peldaños de la escalera.

– ¿Cuántos años tiene la casa? -pregunté mientras bajábamos al segundo piso.

– Un par de siglos. A Peter le gustaba mucho. Vivió aquí ya de estudiante.

La parte de la casa que correspondía a Mischkey constaba de dos habitaciones grandes y comunicadas.

– No tiene por qué quedarse aquí, señora Buchendorff, mientras yo echo un vistazo. Nos podemos encontrar después en el café.

– Gracias, no hace falta. Sabe usted lo que busca?

– Hm.

Intenté orientarme. La habitación exterior era la de trabajo, con una gran mesa junto a la ventana, un piano y estanterías en las demás paredes. En los estantes, archivadores y montones de hojas de impresora. A través de la ventana vi los tejados de la parte vieja de la ciudad y el Heiligenberg. En la segunda habitación estaba la cama, con una colcha de patchwork, tres sillones de la época de las mesas con forma de riñón, una de estas mesas, un armario, televisor y equipo musical. Desde la ventana vi a lo alto y hacia la izquierda el castillo, a la derecha la columna publicitaria tras la que yo me había escondido semanas antes.

– ¿No tenía ordenador? -pregunté asombrado.

– No. Tenía todo tipo de archivos privados en las instalaciones del RZZ.

Me dirigí a las estanterías. Los libros trataban de matemáticas, informática, electrónica e inteligencia artificial, de películas y música. Al lado, una hermosísima edición de las obras de Gonfried Keller y pilas de ciencia ficción. En los lomos de los archivadores se hacía mención a facturas e impuestos, avales, folletos de instrucciones, diplomas y documentos, viajes, censo de población y asuntos de ordenadores para mí difícilmente inteligibles. Cogí el archivador de las facturas y me puse a hojear. Con el de los diplomas me enteré de que Mischkey había ganado un premio en tercer curso de segunda enseñanza. Sobre el escritorio había un montón de papeles que revisé. Junto a correspondencia personal, facturas sin tramitar, esbozos de programas y notas, encontré un recorte de periódico.

RCW homenajea al pescador más viejo del Rin. Cuando ayer salía de su casa, Rudi Balser, pescador del Rin que ha cumplido noventa y cinco años, fue sorprendido por una delegación de la RCW presidida por el doctor Korten. «No quería privarme de felicitar personalmente a este gran veterano de la pesca en el Rin.» La fotografía reproduce el momento en que el director general doctor Korten comparte su alegría con el homenajeado y le ofrece una cesta…

La imagen mostraba claramente la cesta de regalo en primer término; era la misma que me habían enviado a mí. Luego encontré la copia de un breve artículo de periódico de mayo de 1970.

¿Científicos condenados a trabajos forzados en la RCW? El Instituto de Historia Contemporánea ha cogido una patata caliente. El último número de los Cuadernos Trimestrales de Historia Contemporánea está dedicado al trabajo forzado de científicos judíos en la industria alemana de 1940 a 1945. De acuerdo con sus informaciones, hubo químicos judíos, algunos de entre ellos eminentes, que trabajaron en condiciones degradantes en el desarrollo de gases de combate de tipo químico. El portavoz de prensa de la RCW remitió al volumen colectivo de conmemoración que se proyecta para 1972, cuando se celebran los cien años de la RCW, en que se encontrará una aportación sobre la historia de la empresa bajo el nacionalsocialismo y, al mismo tiempo, sobre los «trágicos acontecimientos».

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